China
Miéville (Londres, 1972) se ha convertido en pocos años en un nombre cuya
ubicuidad es señal de su propia transversalidad. Todo el mundo parece estar
hablando de China. Estos son sus credenciales: no solamente ha convertido la
ciencia ficción y la fantasía en géneros literarios por propio derecho,
incorporando a lectores en principio escépticos hacia ambos géneros, sino que
ha amalgamado esos dos géneros antagónicos y disputados históricamente entre sí
en algo denominado como weird fiction
(ficción rara o extraña). Desde una posición de escritor de novelas de ficción,
ha expandido las posibilidades de la ficción literaria a territorios
disciplinares como el arte, la teoría crítica y el activismo político.
En las
biografías de Miéville se destaca su compromiso militante, su adscripción al
socialismo y sus preocupaciones políticas. Sería mucho más simple decir que
China es marxista (el escritor, no ya el país asiático). Deseo señalar que el
compromiso del marxismo con un horizonte político, llamémosle socialismo o
comunismo, no solo ha de verse en relación al contenido (justicia social,
redistribución económica, liberación del trabajo, solidaridad o lo que sea)
sino también en la firme defensa de una forma, dialéctica, para más señas. Es
en la configuración de una estética (una forma marxista) donde Miéville religa
el mundo de la fantasía y una imaginación desbordante con una forma de arte que
históricamente está al servicio de la emancipación. Podría trazarse una larga
estirpe de esta forma, en distintas tradiciones literarias, poéticas y
artísticas, y también podría rastrearse la fuerte vinculación que la ciencia
ficción tiene con las utopías que tan del agrado han sido a lo largo de la
historia con los simpatizantes del socialismo.
La
ciencia ficción es un género de la cultura de masas la cual ha producido una
tradición identificable de novelistas con explícitos compromisos socialistas;
William Morris, quien escribió Noticias de
ninguna parte (1890), una historia que imagina el futuro de una sociedad
donde el trabajo es una actividad creativa placentera. O Edward Bellamy, cuyo Looking Backward (1887) transcurre en el
año 2000 en una sociedad abiertamente socialista.
Por esto
mismo, la ciencia ficción ha atraído considerablemente el interés de una serie
de críticos simpatizantes del marxismo (Jameson, Suvin, Freedman) dibujando un
género en el que las dinámicas entre tecnología, relaciones sociales bajo el
capital, y el cuerpo humano son
explorados y experimentados de una manera radical y novedosa. Este marxismo en
Miéville se reproduce en la vieja dialéctica de la forma y el contenido, ahora
insuflado en una obra técnicamente virtuosa donde la performatividad de la
escritura rebosa la frase y el párrafo para instalarse en una zona de riesgo
permanente.
Es
entonces que en Miéville, el fondo (el contenido de sus novelas, incluidas las
interpretaciones sobre la política, la alteridad, la revolución, etc.) y la
forma (la radical novedad de su escritura, depurada y a la vez desinhibida )
establecen una relación que merece el preciso nombre de “dialéctica”. En Los últimos días de nueva París (Ediciones
B, 2017) el potencial revolucionario del surrealismo alcanza una plasmación
narrativa entre el delirio y la alucinación. En otro lugar re refirió a un “marxismo
materialista gótico”, reivindicación hecha en el marco de una conferencia donde
trataba de ganar Halloween para la izquierda. Por su parte, Octubre. La historia de la Revolución rusa
(Akal, 2017) es un recuento novelado y narrativo de la revolución de 1917 que
parece recordar el grito de “¡historizar siempre! de Jameson.
No tanto
en la verosimilitud de tal o cual idea (en el universo de Miéville hay ideas
descabelladas, inconcebibles sin la agencia del texto, pensamientos que uno no
podría imaginar que pudieran siquiera pensarse) la radicalidad de este autor
reside en mostrar la posibilidad de un ensanchamiento de la imaginación. Hacer
plausible un argumento a través de la entrega del lector al texto, o en el
juego tácito que autor y lector establecen en un pacto consensuado. Es sin
embargo una inversión dialéctica la que sucede, pues no es solo que el compromiso político de
Miéville se traduzca en una fórmula similar, en la que no podemos menospreciar
el compromiso estético (“Nulla
estetica sine etica”), sino que es más bien al contrario: es la conciencia de
la potencia de la forma como medio para generar una ilusión, un truco, un
artificio o un arte, el que es capaz de producir realidades tan inconcebibles y
estimulantes como las que el autor nos presenta. El contenido como resultado de
la forma y no como algo a priori.
Miéville
no se preocupa por el significado (la pregunta de ¿qué significa este texto?) sino
por esta otra agencia: Los textos hacen cosas. Personalmente encuentro Ambassytown. La ciudad embajada (Fanctasy, Random House, 2011) su obra más
ambiciosa y lograda hasta la fecha, y que comienza con la siguiente cita de
Walter Benjamin: “La palabra debe comunicar algo (fuera de sí misma)”.
Repetidamente
Fredric Jameson se ha referido a uno de los efectos perniciosos del capitalismo
cognitivo sobre la izquierda: la atrofia de la imaginación o su debilitamiento.
China Miéville demuestra que antes que cualquier programa social o económico la
imaginación ha de ser rehabilitada y restaurada a su máxima potencia.