4/14/2019

China Miéville y el desencadenamiento de la imaginación (y la dialéctica)





China Miéville (Londres, 1972) se ha convertido en pocos años en un nombre cuya ubicuidad es señal de su propia transversalidad. Todo el mundo parece estar hablando de China. Estos son sus credenciales: no solamente ha convertido la ciencia ficción y la fantasía en géneros literarios por propio derecho, incorporando a lectores en principio escépticos hacia ambos géneros, sino que ha amalgamado esos dos géneros antagónicos y disputados históricamente entre sí en algo denominado como weird fiction (ficción rara o extraña). Desde una posición de escritor de novelas de ficción, ha expandido las posibilidades de la ficción literaria a territorios disciplinares como el arte, la teoría crítica y el activismo político.

En las biografías de Miéville se destaca su compromiso militante, su adscripción al socialismo y sus preocupaciones políticas. Sería mucho más simple decir que China es marxista (el escritor, no ya el país asiático). Deseo señalar que el compromiso del marxismo con un horizonte político, llamémosle socialismo o comunismo, no solo ha de verse en relación al contenido (justicia social, redistribución económica, liberación del trabajo, solidaridad o lo que sea) sino también en la firme defensa de una forma, dialéctica, para más señas. Es en la configuración de una estética (una forma marxista) donde Miéville religa el mundo de la fantasía y una imaginación desbordante con una forma de arte que históricamente está al servicio de la emancipación. Podría trazarse una larga estirpe de esta forma, en distintas tradiciones literarias, poéticas y artísticas, y también podría rastrearse la fuerte vinculación que la ciencia ficción tiene con las utopías que tan del agrado han sido a lo largo de la historia con los simpatizantes del socialismo.

La ciencia ficción es un género de la cultura de masas la cual ha producido una tradición identificable de novelistas con explícitos compromisos socialistas; William Morris, quien escribió Noticias de ninguna parte (1890), una historia que imagina el futuro de una sociedad donde el trabajo es una actividad creativa placentera. O Edward Bellamy, cuyo Looking Backward (1887) transcurre en el año 2000 en una sociedad abiertamente socialista.

Por esto mismo, la ciencia ficción ha atraído considerablemente el interés de una serie de críticos simpatizantes del marxismo (Jameson, Suvin, Freedman) dibujando un género en el que las dinámicas entre tecnología, relaciones sociales bajo el capital,  y el cuerpo humano son explorados y experimentados de una manera radical y novedosa. Este marxismo en Miéville se reproduce en la vieja dialéctica de la forma y el contenido, ahora insuflado en una obra técnicamente virtuosa donde la performatividad de la escritura rebosa la frase y el párrafo para instalarse en una zona de riesgo permanente.

Es entonces que en Miéville, el fondo (el contenido de sus novelas, incluidas las interpretaciones sobre la política, la alteridad, la revolución, etc.) y la forma (la radical novedad de su escritura, depurada y a la vez desinhibida ) establecen una relación que merece el preciso nombre de “dialéctica”. En Los últimos días de nueva París (Ediciones B, 2017) el potencial revolucionario del surrealismo alcanza una plasmación narrativa entre el delirio y la alucinación. En otro lugar re refirió a un “marxismo materialista gótico”, reivindicación hecha en el marco de una conferencia donde trataba de ganar Halloween para la izquierda. Por su parte, Octubre. La historia de la Revolución rusa (Akal, 2017) es un recuento novelado y narrativo de la revolución de 1917 que parece recordar el grito de “¡historizar siempre! de Jameson.

No tanto en la verosimilitud de tal o cual idea (en el universo de Miéville hay ideas descabelladas, inconcebibles sin la agencia del texto, pensamientos que uno no podría imaginar que pudieran siquiera pensarse) la radicalidad de este autor reside en mostrar la posibilidad de un ensanchamiento de la imaginación. Hacer plausible un argumento a través de la entrega del lector al texto, o en el juego tácito que autor y lector establecen en un pacto consensuado. Es sin embargo una inversión dialéctica la que sucede, pues no es solo que el compromiso político de Miéville se traduzca en una fórmula similar, en la que no podemos menospreciar el compromiso estético (“Nulla estetica sine etica”), sino que es más bien al contrario: es la conciencia de la potencia de la forma como medio para generar una ilusión, un truco, un artificio o un arte, el que es capaz de producir realidades tan inconcebibles y estimulantes como las que el autor nos presenta. El contenido como resultado de la forma y no como algo a priori.

Miéville no se preocupa por el significado (la pregunta de ¿qué significa este texto?) sino por esta otra agencia: Los textos hacen cosas. Personalmente encuentro Ambassytown. La ciudad embajada (Fanctasy, Random House, 2011) su obra más ambiciosa y lograda hasta la fecha, y que comienza con la siguiente cita de Walter Benjamin: “La palabra debe comunicar algo (fuera de sí misma)”.

Repetidamente Fredric Jameson se ha referido a uno de los efectos perniciosos del capitalismo cognitivo sobre la izquierda: la atrofia de la imaginación o su debilitamiento. China Miéville demuestra que antes que cualquier programa social o económico la imaginación ha de ser rehabilitada y restaurada a su máxima potencia.