Es momento para meta-comentario. Esta es un imagen que guardo desde hace unos cuantos años. Fue utilizada por la Fundación Chillida como tarjeta de felicitación navideña.
En ella aparecen el propio Eduardo Chillida (en el centro) con dos de sus hijos (laterales) imitando con sus cuerpos la famosa obra de El Peine del Viento en San Sebastián. Tres son los volúmenes de esta escultura y tres son los cuerpos arqueados. La imagen está rodeada de excepcionalidad: no sólo es infrecuente la nieve a nivel del mar en esta ciudad, sino que también es poco habitual que la obra de Chillida se vea corporeizada.
El lirismo, la abstracción, el componente místico de los materiales, la poesía de la escultura: sobre esto versa la obra del artista. O al menos éstas son algunas de las ideas que se han propagado desde el paso de una dimensión artística de la obra de este artista a otra esfera mediática. Oteiza lleva el mismo camino: explicar la obra del artista en breves fragmentos mediáticos.
Pero al margen de los media, lo que esta postal revela es el carácter performativo de la que la escultura chillidiana carece por completo. Que la performatividad de la escultura tenga que reflejarse no en la obra sino en el afuera de la obra es síntoma de una separación entre lo que es arte y lo que no. El humor se deja para lo que no es arte: esta postal por ejemplo.
Sin embargo, sería limitado y castrador afirmar que la escultura, toda escultura, no es en algún sentido una forma que es producto de la ideología. Toda forma como aparición sensible, fenomenológica, es en cierto sentido performativa. De acuerdo también con esto último. Lo que es sorprendente es más bien la canalización del humor, la posibilidad que esta imagen ofrece de interpretar a Chillida en otras claves, más allá del esencialismo. La posibilidad (limitada) de imaginar un post-Chillida. Algo fuera del mito. Artistas como Ibon Aranberri o Falke Pisano han utilizado a este artista de manera diferente. Sin embargo no nos engañemos los límites de un afuera interpretativo son limitadísimos a pesar de la actual tendencia hacia un retro-modernismo dentro del arte, que primero recurre al pastiche –como una parodia desprovista de humor típicamente posmoderna que imita lenguajes muertos- y luego estiliza la forma eliminando o borrando las huellas (las referencias). Así las cosas, la forma, el estilo no es posmodernista per se, pues este estilo ha evolucionado, pero sin embargo ese arte es y no puede nunca ser moderno o modernista, por lo que es otra forma actualizada de posmodernismo.
Lo que resulta más interesante, y que se abre a la interpretación a la vez, con esta imagen es la cuestión de la forma como hecho social. Form exists as a social fact! Que esta forma –en la escultura- existe más allá de la propia esfera del arte es una obviedad. La escultura vasca –me refiero a la llamada vanguardia vasca- es el mayor ejemplo de la forma como hecho social. No sólo cuando el arte, al menos en la modernidad, queda asociada a la cultura de élite, y se introduce más tarde, ya en la posmodernidad, en el territorio de los medios de comunicación de masas y en la publicidad. La cosa es todavía más evidente: la ruptura del modernismo se sitúa precisamente en el llamado modernismo tardío, en la década de los 50 y 60, cuando la radicalidad de la forma, su promesa de emancipación, devino en el lugar por excelencia para ser reutilizado y co-optado por el corporativismo multinacional. Ya no sólo las grandes esculturas abstractas moderno-tardías servían para señalar las corporaciones, yaciendo plácidamente delante de los grandes rascacielos de cristal y acero, sino que el mundo corporativo de los logotipos era el espacio por excelencia donde la forma moderna quedaba prefijada. El corporativismo del capital financiero vino inmediatamente a apropiarse del valor del arte moderno, apuntando en la cualidad abstracta del arte una abstracción similar del capital. La forma social de Chillida es, en este sentido, paradigmática: su parte social no residiría en la banalidad con la que se habla del ser de la obra, sino en esa dimensión corporativa de marcas y logos que acaban penetrando más fácilmente en el subsconsiente del ciudadano. Esos logotipos no se ven como arte, sino como arte aplicado o derivados. Se tiende a demarcar claramente lo que es arte y lo que no. Pero es esto último lo que más réditos aporta: no sólo capital simbólico sino también capital “líquido” (no en el sentido de Zygmunt Baumann sino en el de “líquido” = dinero). Así, de este modo, los valores de la obra moderna, atemporal se cuelan efectivamente en el espectro social, mediático, etc.
Este análisis conjunto (entre la presencia-ausencia de performatividad en el arte así como sus transformaciones posmodernas) debe tenerse en cuenta cada vez que intentamos desde el presente re-definir eso que llamamos modernidad. La noticia del día de hoy del posible cierre de Chillida Leku por su inviabilidad económica (a la vez que lanzan un SOS a las instituciones públicas) no debe entenderse fuera de esta dialéctica. La confusión y mezcla de esferas públicas y privadas es una constante dentro del neoliberalismo y éste, el modo económico neoliberal, no atiende a romanticismos de la forma ni a esencialismos artísticos. Asi como el valor de la obra de Chillida ha sido fruto de una operación salvaje de mercadotecnia, ahora llega el turno de comprobar hasta qué grado existen remilgos en la distinción de lo público y lo privado. No sea que quieran hacernos creer que el beneficio cultural de la obra del artista es de todos, y el usufructo económico de unos pocos.