PEIO AGUIRRE / CRÍTICO DE ARTE
“Hay que rescatar lo utópico de la
modernidad”
ANDRÉS CARRETERO
Peio
Aguirre (Elorrio, Bizkaia, 1972) es crítico de arte, comisario independiente y
editor. Desde 2006 publica crítica cultural en su blog Crítica y
metacomentario. Autor del ensayo La línea de producción de la crítica (Consonni,
2014), ha comisariado, entre otros proyectos expositivos, Arqueologías del futuro (sala Rekalde, 2007), Asier Mendizabal (MACBA, 2008) y Néstor Basterretxea: Forma y universo (Museo de Bellas Artes de
Bilbao, 2013). Su último trabajo son un libro y una exposición del mismo
nombre: Una modernidad singular. Arte
nuevo alrededor de San Sebastián 1925–1936 (San Telmo Museoa, 2016).
Aprovechamos la reciente inauguración para conversar con él, desde una
perspectiva crítica, sobre escritura, arte y arquitectura, el papel del
comisario contemporáneo y las relaciones entre cultura y política.
Tienes formación académica en
Bellas Artes, algo que te singulariza a la vez que informa y define tu práctica
como crítico de arte, comisario y editor. ¿Qué relación hay entre este hecho y la
concepción de la crítica como género, y del crítico como autor, que defiendes?
Conviene
matizar esta cuestión de la autoría en la crítica: para mí no significa que mi
trabajo tenga un valor diferencial con la de otro crítico. Los caminos, las
motivaciones por las que se escribe crítica son, en cierta manera,
inescrutables. Las procedencias son siempre diversas, mestizas. Es únicamente
el texto escrito y publicado el que habla por sí mismo. Mientras estudiaba
Bellas Artes en Bilbao tuve la suerte de poder programar exposiciones en la
casa de cultura de mi pueblo natal, Elorrio. Eso fue desde 1993 hasta 1996. Los
noventa fueron una década de apertura de nuevos roles para el arte y los
artistas. Fue también la década del comisariado. De estar en el otro lado,
organizando exposiciones, pasé a interesarme por la filosofía y la
arquitectura. Todo eso tamizó poco después en una predisposición hacia la
escritura como medio de expresión en el arte.
Tu blog, Crítica y metacomentario, ha cumplido diez años en 2016. Se trata
de un espacio personal que está atravesado por una noción de “estilo” estrechamente
vinculada a la forma, y a la construcción de una identidad. Es inseparable,
pues, tanto de tu experiencia como de tu propia trayectoria biográfica. Mirando
retrospectivamente este “espacio de y para la producción”, ¿cómo valoras su recorrido
y qué potencialidades quedan por explorar?
Aunque
últimamente comienzo a sentir cierto cansancio con el blog, no me resigno a
abandonarlo. En su obsolescencia está su mayor potencial. Aquello que queda
obsoleto, relegado por la frecuencia de lo nuevo, es un espacio a reivindicar. Ahora
las redes sociales han eclipsado los blogs. Pero si alguien quiere aprender a
escribir o desarrollar ideas, un blog es estupendo. En ese espacio he forjado
un corpus de trabajo, siempre alrededor de unos ejes: forma, estilo,
periodización, ansiedad, modernidad versus posmodernidad, historia, etc. Lo que
subyace al fondo es una radiografía del capitalismo tardío desde el análisis de
sus formas, sus síntomas en la cultura. El blog me ha servido para conectar con
un lector invisible y crear un estilo, una identidad. Mi trabajo no es
académico ni tampoco vive de comentar la actualidad. La columna política no me
atrae, de momento, aunque la leo a gusto. Prefiero el análisis de películas,
discos o artistas. Lo que queda en el blog es un vasto archivo del que echar
mano, porque su temporalidad es futura.
La publicación del ensayo La línea de producción de la crítica
(consonni, 2014) ha supuesto un hito en el panorama de la crítica
hispanohablante. Valiéndote de la acepción materialista de “producción”, con
sus connotaciones neoliberales insertadas en los dolores de la sociedad
contemporánea, enuncias el concepto de “productividades de la negación” como posibles
prácticas de resistencia. ¿Cuál es su operatividad en un contexto
postideológico como el actual?
Considero
que la recepción de este libro está siendo lenta, o no ha hecho sino comenzar. Hoy
en día el consumo es super-rápido y nos conformamos con la gratificación
inmediata. Escribir ese libro era como un antídoto con respecto a la velocidad
en el consumo de crítica cultural y también de llamada “crítica especializada”.
Las pregunta que hacía eran: ¿nos importa la crítica? ¿Qué soluciones podemos
ofrecer? El término “producción” tiene distintas connotaciones y evidentemente
juego con ello. Vivimos en un presente en el que ninguna producción es
suficiente, nos auto-exigimos hasta la extenuación. Pero la solución no es la
quietud o la inactividad. Me interesa el sentido renovado del productivismo en
las vanguardias históricas, revolucionarias. Rescatar el componente utópico de
la modernidad. El neoliberalismo convierte todo objeto en valor de cambio, cada
experiencia en transacción. Promover otro tipo de crítica, con otra
temporalidad, siguiendo la senda de la crítica dialéctica, es tomar una
posición política. Reivindico la crítica como diagnosis.
Operando desde el campo
disciplinar del arte has desplegado tu actividad hacia una crítica cultural
expandida, que abarca expresiones como el cine o la música, donde la
arquitectura tiene cada vez más presencia. Ante el estado de la crítica (y la
teoría) en nuestro entorno, y la profunda crisis sistémica que experimenta la
arquitectura ¿consideras el ámbito discursivo un lugar desde el que trabajar
hoy?
Lo
discursivo lo inunda todo. Hito Steyerl es una artista discursiva. Eyal Weizman
un arquitecto discursivo. Hay diseñadores gráficos y performers discursivos. Es
algo a lo que la cultura no puede escapar en la era del capitalismo cognitivo. Pero
desde el momento que lo discursivo o lo crítico se convierten en una opción más
dentro de la paleta de elección, pierden de facto sus genuinas bondades. Si
todo puede ser discursivo, está claro que serlo per se no supone nada diferencial. He utilizado el término “crítica
expandida”. Ya desde el comienzo, mis textos, aún en catálogos de arte,
introducían referencias a películas, arquitectura o teoría crítica. Eran y
siguen siendo multidisciplinares. Con el blog me di cuenta que nada podía
cohibirme, que podía escribir sobre lo que quisiera. Profesionalizar un
comportamiento amateur sigue siendo mi modo de escribir sobre cine o música.
Evidentemente esto puede sonar un tanto “peregrino” o casual. Ahí interviene el
deseo, y también la fe en que la teoría crítica heredera de la Escuela de
Fráncfort no ha de ser ni aburrida ni disciplinar, sino que atraviesa la
cultura cualesquiera sean sus manifestaciones.
Recientemente he releído esta
frase de Adorno: “Incontables son los que hacen su profesión de una situación
que es consecuencia de la liquidación de la profesión”. Existe un paralelismo entre
los continuos intentos de profesionalización del arte y la progresiva
desprofesionalización de la arquitectura entendida como producción cultural.
¿Están condenadas estas prácticas a un horizonte inevitable de precariedad
laboral?
Adorno
se refería a la profesión de la crítica (literaria, musical, de arte, etc.).
Desconozco si la crisis que vive la arquitectura tiene solución con esta
implementación crítica o discursiva. Generalmente la arquitectura se ha visto
siempre en una posición positivista. Se trataba de construir, proponer,
levantar, añadir… Desde el momento que por cuestiones económicas y éticas esto
no es ya posible, su cometido se ve comprometido. La negatividad en la
arquitectura… ¿a dónde puede conducirnos? Como sabes, en tiempos recientes
asistimos a un entrecruzamiento entre las esferas de la arquitectura y el arte,
muchas veces mediado por la mencionada “discursividad”. El arte y sus
instituciones son una plataforma idónea para el aterrizaje de una profesión en
crisis, y así está sucediendo. La desprofesionalización del arquitecto es un
hecho. Por otro lado, mi acercamiento a la arquitectura sigue siendo un tanto
amateur. Creo que esta confluencia es positiva.
Aunque arquitectura y reflexividad
han caminado en señaladas ocasiones de la mano, es difícil inscribir contenido
crítico en el ejercicio cotidiano de la arquitectura, siendo ésta,
mayoritariamente, una afirmación de la ideología hegemónica del presente. ¿En
qué medida tu investigación en torno a las “políticas de la reforma” interrelaciona
arquitectura y crítica a través del curating?
Me
referí unas cuantas veces a esta “política de la reforma” como una manera de
explicar la remodelación de museos e instituciones artísticas de mediana escala
en la pasada década, en pleno apogeo del comisariado y su figura, el curator. La llegada de un nuevo director
o directora a un museo suponía un cambio del decorado, obsoleto, dejado por el
anterior inquilino. Una operación de chapa y pintura para visibilizar el nuevo
rumbo curatorial, que a menudo se plasmaba en el cambio del diseño gráfico, la
señaléctica, etc. La revolución curatorial era una cuestión superficial en
prácticamente todos los casos. Eran reformas, a veces más necesarias que otras.
Compruebo ahora que esta tendencia no se ha extinguido. Por ejemplo, Manuel
Segade, nuevo director del CA2M de Móstoles ha optado por ello. ¿Y con quién cuenta
para esa labor? Con Andrés Jaque, un habitual o una firma-marca en la reforma
de la institución-arte, ferias como ARCO, etc. Este ejemplo corrobora el
“complejo arte-arquitectura”, que diría Hal Foster, pero llevado a la
microfísica de las instituciones culturales y sus relaciones internas, y no
como producto de la macroeconomía.
Recientemente se ha inaugurado en
el Museo de San Telmo la exposición Una
modernidad singular. “Arte nuevo” alrededor de San Sebastián 1925 – 1936, un
proyecto que has comisariado entrelazando, en forma y contenido, varias
disciplinas artísticas. Esta recuperación, local o periférica, de la vanguardia,
¿implica una toma de posición frente a la asimilación total en esta fase
globalizadora del capitalismo?
Esta
fase del capitalismo cultural, o tardía, está ávida de revisiones y miradas
críticas a la modernidad y sus narrativas. No hay nada más afín a esta
posmodernidad nuestra que una crítica a los Grandes Relatos y Narrativas desde
una perspectiva decolonial, feminista y también vindicadora de modernidades
singulares, que desafían los cánones universales. Mi proyecto se enmarca
conscientemente en esta tendencia curatorial y crítica tan propia del presente.
Pero problematizándolo. La exposición y el libro tratan sobre uno de los
momentos más importantes de la vanguardia artística española de finales de los
años veinte y treinta del pasado siglo, hasta la Guerra Civil. No es únicamente
un caso particular o propio, local, su relevancia, entre otros factores, reside
en arrojar luz al modo en que una parte de la vanguardia española del momento
sucumbió a la fascinación, nunca mejor dicho, de la estética fascista.
Recuerdo uno de los editoriales de
tu blog, “Shock de modernidad”, que hacía referencia al ensayo de Fredric
Jameson, Una modernidad singular. Ensayo
sobre la ontología del presente (Gedisa, 2004), de donde tomas prestado el
nombre de la exposición. Denunciabas entonces con ironía la estrategia de
marketing que se esconde detrás del uso reiterativo de ciertas palabras, en este
caso “shock” y “modernidad”. Este texto, con más de dos años de antigüedad, ¿tiene
una actualidad cíclica pese a la contingencia de su escritura?
Efectivamente
hay un guiño al libro de Jameson, y estas referencias veladas o explícitas son
habituales. En esa editorial me refería en concreto al redescubrimiento de lo
vernáculo o “singular” de las múltiples modernidades “occidentales”, o la
seducción que todavía la palabra “moderno” y “modernidad” provoca en la boca de
un político. Jameson hace la prueba de leer “capitalismo” cada vez que aparece
el término “modernidad”. Estamos por otra parte lejos de haber solucionado el
dilema de la identidad, de lo particular y lo universal. Más bien, estamos cada
vez más atrapados en ello. Lo vemos a diario en la política internacional y
sobre todo en la nacional. Los nacionalismos se han apropiado del concepto de
modernidad. Pero, ¿y si su empleo no fuera sino una cortina de humo del capital
global que dicta cómo debilitar a los estados-nación para operar libremente, más
y mejor?
En un momento político tan urgente
como el actual, y en continuidad con el título de tu proyecto curatorial, no
puedo dejar de preguntarte por lo que podría definirse como “la singularidad
vasca”, una suerte de excepción por la cual Euskadi tal vez sea el único
territorio del Estado que ha logrado escapar a las dinámicas culturales de la
Transición -aquellas que Guillem Martínez ha definido como CT- y desarrollar
otras diferentes, autónomas. ¿Qué vínculo entre política y cultura caracteriza
a estas últimas?
He
aprendido mucho haciendo esta exposición y el libro que lo acompaña, y he visto
la historia del arte en perspectiva. Continuamente se da una circulación entre
lo que aquí ocurría en las décadas de 1920 y 1930 con lo que sucede en Madrid,
y en el resto de metrópolis europeas durante el llamado Periodo de
Entreguerras. Existía entonces una sincronía que ahora nos sorprende. El
proyecto de la modernidad en España es una realidad truncada por la Guerra
Civil y la posterior Dictadura. Un mal que todavía seguimos arrastrando. Hay en
mi práctica un sentido de la historicidad, y eso es algo común también a otros
artistas coetáneos. Siempre digo que la historicidad solo puede aportar
libertad creadora. No se puede hacer de la tradición una cárcel. Aunque algunos
lo hacen. Lo “singular” expresado en esta exposición puede llevar a pensar en
eso que tú dices, en una suerte de excepcionalidad. A nivel general, para mi
generación la Cultura de la Transición ha tenido los mismos referentes
culturales populares que para cualquier otra persona, “La Bola de Cristal”, por
ejemplo. Pero artísticamente hablando, la existencia de una modernidad propia
ejemplificada en Oteiza y la llamada Escuela Vasca, supone toda una balsa de
salvación. En ese sentido estamos quizás más liberados de esa CT de la que
hablas. Lo que he intentado con esta exposición es remontarme al momento
previo, anterior, que configura esta historicidad que prefigura una modernidad
propia, contradictoria y en cierta manera salvífica.