Uno de los temas en Txomin Badiola ha sido siempre la relación entre las partes y el todo, o entre los fragmentos y la totalidad, y esto ha estado doblemente relacionado con la cuestión de la forma y la construcción de la subjetividad, de manera que allí donde dice “forma” haya que leer “sujeto” y parecido del modo contrario. Su exposición más reciente apunta una vez más a esta relación.[1] Esta cuestión puede incluso tener correspondencias en otros niveles; es también que el fragmento apunta hacia lo local, o el territorio más inmediato del artista (así como al deseo o a la incompletitud), mientras que la totalidad es un horizonte nunca satisfecho, el lugar donde la universalidad se negocia una y otra vez. Esta temática sobre la totalidad adquirió especial relevancia durante el periodo dorado del debate sobre el posmodernismo (en la década de 1980), al purgar éste todo lo que pernicioso tenía aquel anterior deseo de centralidad del sujeto y de la obra de arte (durante la modernidad). El posmodernismo, por su parte, opera de manera doble en Badiola, pues aparece como una condición cultural inescrutable a la que nadie de nosotros escapa y, al mismo tiempo incorpora ciertos rasgos estéticos característicos de lo que vino a llamarse una “anti-estética” posmoderna (principalmente deconstrucción, cultura popular versus High-art, collage y montaje alegórico, apropiacionismo y demás).
A su vez, ese mismo posmodernismo sería en Badiola sinónimo de un feroz anti-humanismo que (al menos desde Niestzche) ha venido denunciando a las diferentes ideologías del Idealismo; para el anti-humanismo, la naturaleza y el ser humano son entidades “fabricadas”, no esencias provenientes de ningún espíritu superior ni existente a priori. El par modernismo/posmodernismo ofrece un escenario para la dialéctica donde la identidad del sujeto creador/productor se escenifica en constante combate contra las representaciones impuestas y contra sí mismo. En un texto escrito a medidos de los 90 para un catálogo de su amigo Angel Bados, está tensión aparece claramente reflejada, marcando de paso aquello que distingue a los dos artistas.[2] Tras referirse a Tarkovsky, la espiritualidad, intemporalidad y trascendencia a la que aspiran las obras de éste, Badiola escribe: “Si algo consigue irritar mi sensibilidad (nutrida fundamentalmente de inonoclastia) es precisamente la apología de tales cuestiones. Mis referencias constantes está en el polo opuesto, en el lado de Godard, de Fassbinder, de Anger, para los cuales el deseo, en pugna con las condiciones reales de la existencia, genera un conflicto que sólo es resoluble en un lenguaje compuesto de fragmentos que por definición es inasimilable, al menos en primera instancia, con los requerimientos de completitud de la obra de arte. Y sin embargo la contradicción permanece, porque mi atracción hacia estos artistas debo hacerla compatible con mi rendición de facto antes ‘obras maestras’ de otros como Bresson, Dreyer, Renoir, Ozu, Bergman o el mismo Tarkovsky que me hablan elocuentemente desde lugares insospechadamente lejanos a mi sensibilidad. Tal irritación en definitiva es el resultado de un conflicto conmigo mismo, un conflicto entre lo que soy por exclusión de lo que no quiero ser sin poder dejar de serlo del todo (un problema de conciencia)”.[3] En esta pasaje aparece la escisión a la que el sujeto artista se enfrenta, enfatizando que la diferencia entre el requerimiento de la forma completa o acabada de la modernidad (modernism) y la fragmentación típica del posmodernismo no es una cuestión de simple elección, mucho menos una cuestión de estética, sino más bien, como él apunta, un problema de conciencia. Para situarse en esta encrucijada, el sujeto artista no puede hacer abstracción de la condición histórica de la que surge; el llegar a la creación artística en una coyuntura histórica determinada nos condiciona, muy posiblemente, para el resto de nuestro devenir artístico.
La otra gran preocupación de Badiola es el propio hecho artístico, algo sobre lo que ha escrito bastante (casi siempre en textos que acompañan sus exposiciones o en catálogos de las mismas). En el texto de Una entrada / mil salidas el artista remarca (a su modo) esta idea de que siempre nos situamos históricamente con respecto a lo que nos precede, algo que inevitablemente nos llevaría a considerar que todos somos, de una u otra manera, herederos, y un heredero es siempre alguien que primero recibe, o que está en disposición de recibir. Badiola escribe: “Las obras realmente importantes se han hecho con el tiempo, no nacieron tan grandiosas. Cada vez que alguien se pone delante de una de ellas, se produce una transformación, cada vez que una obra propicia la creación de otra obra, aquella queda marcada. Detrás del acto creador más íntimo se esconde una colectividad: la de las obras que nos precedieron, la de nuestras coetáneas y la de de las que están por llegar”. Esta cita bien valdría para definir la “historicidad”, es decir, ese movimiento que va desde el pasado hasta nuestro presente y de éste hacia el futuro. La historicidad es también el relato que se establece sobre las generaciones, con sus dinámicas de reemplazamiento, sucesiones, continuidades, pero también rupturas, interrupciones, estancamientos, revoluciones y demás.
Lo interesante aquí es constatar el modo en el que una posición de apertura para recibir, esto es, una situación de colocarnos como receptores (incluso como espectadores), puede conducir a la producción. Podría incluso decirse que Badiola ha desarrollado toda una estética de la herencia: de Malevich, Oteiza, Fassbinder o Godard por mencionar algunas presencias (ausentes) que regresan una y otra vez. (¿No era también el espectro de en Hamlet el que re-aparecía una y otra vez al comienzo de esa otra gran teoría de la historicidad que se configura dramáticamente al comienzo de Espectros de Marx de Derrida? Ahora, en el caso que nos ocupa ¿como se manifiesta esta herencia?)
Vista de la exposición Una entrada, mil salidas, Galería Carreras Múgica, Bilbao, 2011-2012 |
Si una estética de la herencia pone el acento en la recepción, entonces esto podría leerse en paralelo con otras teorías elaboradas alrededor del papel central del espectador a la hora de interpretar la obra de arte (desde la “obra abierta” de Eco, el énfasis en la lectura de los deconstruccionistas de la escuela de Yale hasta incluso la “estética relacional” de Bourriaud). En cualquier caso, esta estética que intento aquí sugerir erradicaría en primer lugar la idea de que la historicidad cristaliza cuando el sujeto permanece en una posición pasiva. Esta idea, transladada a la herencia, designaría a la historicidad como una sucesión o, aún peor, un privilegio de clase. Más bien al contrario, para que la herencia se produzca, el sujeto debe permanecer activo y abierto, sin descanso (restless), a la búsqueda constante de algo exterior a sí mismo de manera que consiga cambiar las valencias de la producción. ¿Cómo podría esto darse si, como hemos descrito, toda herencia nos pone, en primera instancia, en la posición del que recibe? En un ensayo iluminador, Kaja Silverman ha desarrollado un concepto del autor como receptor que invertiría la lógica apriorística de Walter Benjamin en su conocido ensayo “El autor como productor” que, como se sabe, estaba basado en el teatro épico de Brecht.[4] A partir del filme JLG/JLG: Autorretrato de invierno (1994) de Jean-Luc Godard, Silverman señala que mientras la práctica productivista de Benjamin ha sido usurpada por una cultura consumista, una práctica del autor como receptor surge, convirtiéndose en la base para una radical intersubjetividad que altera las relaciones entre creación, producción y recepción. Para ella, la noción del artista como receptor representa una conceptualización más radical de lo que podría aparecer en un principio; el autor como productor, sin embargo, sigue siendo “una máquina de moldear, un formador, un hacedor”. El artista como receptor no actúa de ninguna de estas maneras. Más bien, el estar en una relación propensa hacia los estímulos externos no implica una aceptación pasiva de lo “dado”. En JLG/JLG, Godard reconsidera radicalmente la categoría de lo que nos es “dado”; sugiere que lo que se nos presenta de esta manera a veces puede no ser el producto de nuestra actividad natural, sino más bien un regalo.[5] Según esta idea, el artista es más que nada una pantalla vacía, un lienzo blanco, un repositorio donde se van fijando marcas provenientes del afuera; citas, memorias, lecturas, imágenes de la historia del arte, etc. Esta definición podría incluso servir para consolidar una teoría de la historicidad. ¿Cómo recibir? ¿cómo heredar de modo que se convierta en un aprendizaje? ¿y cómo se aprende a heredar?
Portada del DVD JLG/JLG de Jean Luc Godard.
Un autorretrato.
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En otro lugar, Silverman añade que “para Godard, el verdadero regalo no obliga o se endeuda; al contrario, permanece radicalmente fuera de las psicodinámicas del poder. Esto es porque no pertenece a una persona, y entonces pasa de un sitio a otro. (…) Para el Godard de JLG/JLG, el autor no es idealmente ni un creador ni un productor. Incluso no es un donante. El artista es, en su lugar, el receptor por excelencia. Recibir, tal y como se representa en JLG/JLG, es llegar a ser la pantalla vacía sobre la cual se proyectan los fenómenos perceptuales así como el muro sobre el que rebotan en su viaje hacia otros observadores/receptores. Ésta no es una tarea fácil. A la hora de ejecutar esta función, el autor debe morir como un personaje biográfico. Es en la medida en que logra hacerlo que se puede decir que ama”.[6]
El amor deviene aquí el impulso sobre el que gira la subjetividad del artista. En los instantes finales de su autorretrato, Godard dice: “he dicho que amo, he aquí la promesa. Actualmente, me tengo que sacrificar para que la palabra amor tenga sentido. Para que haya amor sobre la tierra”. El amor, aquí, lanza al autor hacia la otredad, predisponiéndole en el lugar de un receptor privilegiado.
La línea de argumentación de Silverman resuena aquí con fuerza, y lo que ella dice de Godard puede aplicarse a Badiola; pensando a la vez en el Godard de JLG/JLG y en Badiola que comienza a vislumbrarse de manera esclarecedora una teoría del autor como receptor donde la improductividad (incluyendo la contemplación saturniana, la melancolía) pasa a convertirse en movimiento primero y producción después. En Una entrada / mil salidas el artista narra su método de trabajo: “Mi modo habitual de trabajar comienza con la recopilación de determinados signos, imágenes, fragmentos de texto, palabras, figuras, etc. Esta recolección no es casual sino interesada: cada uno de los elementos ha tenido que constituirse en un ‘atractor’, representar un movimiento del deseo que, en su indeterminación, ha acabado por posarse sobre alguno de estos signos”. Esta descripción nos devuelve a la posición del autor como receptor; el sujeto artista es una superficie sobre la que se posan signos, palabras, estímulos, como si de una página en blanco se tratara. Donde Badiola dice “deseo” podría también leerse “amor”: el artista como receptor se sitúa en la posición del del que ama, y se sabe que en el amor la dialéctica entre el que da y el que recibe está constantemente tensionada, sujeta a constantes inversiones y cambios de posición.
Resulta pertinente este argumento, pues además Badiola ha dicho en otro lugar que el arte es “una demanda de amor que se expresa con malas formas” (lo que en la comunicación y en el lenguaje cotidiano vienen a ser las malas maneras).[7] Esta “mala forma” reaparece con fuerza, después de constituir el concepto clave sobre el que giró su exposición retrospectiva durante la pasada década. Resulta interesante leer estas “malas formas” no solo en su relación con la insaciabilidad del deseo y la incompletitud sino también con la herencia y la historicidad, pues la metáfora de la “mala forma” justificaría la necesidad de regresar una y otra vez a aquello que precede al artista, pero con el agravante de que la continuidad de las formas históricas de la modernidad alcanzan durante el posmodernismo un punto de no retorno. (La Ley de los cambios de Oteiza sería aquí una teoría conclusiva de un proyecto experimental realizada todavía de acuerdo a una creencia en la evolución de la forma, típica de la modernidad, además de una muy personal teoría de la historicidad). Sin embargo, en medio de las hipótesis sobre los fines de la historia, y habiendo llegado la cultura de consumo a un grado de ebullición donde no le queda otro remedio que volver la mirada hacia atrás, esta nueva forma resultante ya no puede ser de modo alguno el resultado de ninguna síntesis (muchos menos evolución). La “mala forma” se convierte entonces en la expresión adecuada para una coyuntura histórica determinada que, lejos de pretender devenir en universal, se enraíza en lo más íntimo del sujeto productor. Estas “malas formas” son formas “bastardas”, ilegítimas pero reconocidas, degeneradas de su origen (recordemos que una amplia serie de piezas de Badiola de comienzos-mediados de 1990 eran, de acuerdo con su título, esculturas “bastardas”). La alusión a la filiación familiar no está de más por que ¿donde si no que dentro del ámbito de la familia que esa demanda de amor se manifesta siempre de malas formas o de malas maneras?
Pero Malas formas también era un enorme ejercicio de mirar atrás, y con ello la ideación de un dispositivo arquitectónico que acogiera diferentes fragmentos de modo que esa nueva arquitectura sirviera como refugio o casa para las obras. Era en ese carácter retrospectivo (no en el sentido de retrospectiva desde un punto de vista clásico, sino más bien tal y cómo en la actualidad se entienden las mid-career retrospectives) que la totalidad hacía su aparición, y la conceptualización y la forma eran totalizadoras, aunque esta totalidad estuviera compuesta de pedazos. El meta-dispositivo arquitectónico servía entonces de estructura para el metacomentario de las obras particulares. Ahora, en Una entrada / mil salidas, la intención es similar (quizás a escala menor) y lo que allí era una arquitectura de apariencia deconstructiva, aquí es un “pentagrama” de tiras de madera recorriendo el espacio expositivo donde se insertan las “notas” (obras). Así (al igual que en Malas formas) entramos en la lógica del display, es decir, la lógica del montaje expositivo gobernada por un esquema conceptual y de diseño establecido a priori. (Algunas de estas diferencias sobre el concepto de montaje y display en relación al arte vasco lo he elaborado aquí).
Pero este pentagrama no solo sugiere una partitura musical sino también la necesidad del artista de tener un marco o una estructura previa desde donde poder comenzar; una retícula anterior que lo libere de la angustia de la página en blanco de Mallarmé. (Oteiza, en ese sentido, siempre decía que él era feliz con una página en blanco donde poder “tirar” una palabra y luego otra, haciendo caso omiso a la mitología del terror a la página en blanco).
Esta cualidad de la página en blanco para el escritor, o el lienzo para el pintor, la pantalla o marco para el cineasta nos es de utilidad aquí, al traer Badiola la relación del ergon (la obra) y el parergon (el marco donde se aloja la obra) al centro de la discusión, para lo cual recurre a Derrida, cuyo deconstruccionismo ha estado siempre latente en Badiola, si acaso una traducción de la influencia del propio método deconstructivo aplicado a la mala forma de la escultura. En esta definición del autor como receptor incluso esas líneas en la pared pueden cobrar sentido. En JLG/JLG una serie de intertítulos aparecen escritos con una caligrafía un tanto infantil sobre páginas blancas con líneas de cuaderno como señalando que la página nunca está del todo vacía, a la vez que indican cierta inmadurez por parte del escritor (artista), recordando los días de escuela, en la dependencia de líneas preexistentes para evitar que las palabras se extravíen. ¿Miedo a la página en blanco? Más bien, necesidad de guías, o recurso a algún “atractor”, una obra, una cita, un libro que exista previamente desde donde poder comenzar.
(Llegados a este punto conviene abrir un paréntesis para señalar que lo que caracteriza al modernismo no es solo la capacidad para inventar nuevas formas y la experimentación con formas heredadas sino la consciencia de que la forma es sólo la mitad del problema, y que el arte moderno necesita encarnarse, transcenderse en algo otro más allá de lo estético para ser verdaderamente estético ,y que esta transcendecia la encuentra en la religión o en la política, mientras que el posmodernismo renuncia de entrada a cualquier intento de espiritualidad o sublimación. Una de las paradojas entonces es que a menudo es difícil realizar una separación entre ambos cuando existen rasgos compartidos que son válidos para los dos. Por ejemplo, es preciso romper el cliché prefijado del fragmento como posmoderno y toda unicidad como moderna, pues el fragmento ya era en las vanguardias el motivo que organizaba la nueva obra de arte - ahí están los Merzbau de Schwitters, Picabia o el maquinismo. Más bien, como ha apuntado T. J. Clark, el modernismo ya representaba un desencanto, una materialización, una secularización de su aspiración de trascendencia y que lo que lo caracterizaba era “una disolución mantenida en tensión dialéctica con la idea o la necesidad de una totalidad, una idea o impulso que por sí sola daba sentido a la noción de disolución (o de vacío, áscesis, fragmento, mera manufactura, reducción, inexpresividad, no-identidad”).[8]
Fotograma de JLG/JLG de Godard, jugando con las sombras de un retrato
de infancia, "Jeannot"
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En cuanto al tiempo y la temporalidad, afortunadamente para nuestro alivio, los anunciados finales de la historia no lo son, y la historia continúa y por lo tanto el arte y los artistas. Oteiza, por su lado, también habló de posmodernidad, y Badiola recuerda ahora el significado no necesariamente negativo o peyorativo de “manierismo” para aquel, a la vez que esclarece el origen de esa “mala forma”: “El manierismo era una desviación, una deformación intencionada de la obra del precursor. Nosotros hacíamos malas interpretaciones de Oteiza, usábamos y abusábamos de su obra”. Ésto resulta revelador hoy en día, pues no solo pone a Badiola y a sus contemporáneos bajo una doble responsabilidad, por un lado cuidar, mantener y valorar el legado que antecede a la vez que su opuesto, esto es, desacralizarlo, saquearlo, desmontarlo, criticarlo y demás. Esta confesión, tal y como el post-estructuralismo puso de relieve, puede entenderse desde las propias alegorías de la lectura como proceso perpetuamente aplazado o, lo que viene a ser lo mismo, desde la consideración de que toda interpretación de un texto es una mala interpretación, traspasando una vez más todo el peso de producción de significado a manos del receptor, sea lector o espectador. Deconstrucción y posmodernismo, aún sin ser sinónimos, establecen entonces un proyecto común de desmontaje de los mecanismos impositivos y autoritarios de la razón y el logos; mala interpretación y mala forma son primas-hermanas.
Lo que queda pendiente por explicar en esta interpretación (o sin consumarse del todo) es cómo pasar desde la recepción (la interpretación, la lectura) a la producción de una nueva forma, algo para lo que la apropiación y el apropiacionismo parecen ser un gran invento. En una obra se puede leer el siguiente statement del crítico literario Harold Bloom: “Los débiles idealizan, los fuertes se apropian”. Badiola lo explica: “Ésta es mi técnica. No me interesan las obras de arte en la medida que me apabullen con su prestigio sino cuando puedo saquearlas y me ponen en una situación productiva”. Aunque la frase de Bloom suene un tanto autoritaria, y aún sacada de contexto para los fines del artista, lo que ahora conviene es someterla a un pequeño ejercicio de deconstrucción a la vez que vale de coartada y justificación para el apropiacionismo de Badiola. Algunas posibles inversiones podrían ser: ¿no sería la apropiación síntoma inequívoco de debilidad? ¿no es la debilidad la condición necesaria para estar en la disposición de recibir? ¿es la apropiación una condición particular o una estrategia de universalidad? y especialmente ¿a quienes se refiere cuando habla de “débiles” y “fuertes”?
La referencia a Bloom (de La ansiedad de la influencia) a la que el artista recurre redime a la anterior, pues “el significado de un poema exige siempre otro poema” se convierte aquí en una llamada a la producción y a la productividad sostenida por la lectura/recepción.
El apropiacionismo fue durante los 80 una de las estrategias críticas más en boga, un rasgo crítico definitorio que marcaba la condición de la cultura sometida al consumismo en el capitalismo tardío. La sola mención al apriopiacionismo moviliza en nuestro imaginario al artista cogiendo y usando sus poderes para capturar algo otro que en principio no le pertenece. El apropiacionismo sería entonces incompatible con esa noción de autor como receptor. Sin embargo, tanto JLG/JLG como la obra de Badiola comparten rasgos con la estrategia apropiacionista, al menos a tenor de los resultados, algo que nos llevaría a pensar en un nueva variación donde la apropiación no se realiza en furiosas salidas nocturnas a la caza de signos sino a través de un paciente proceso de espera, es decir, mediante la subjetivación e interiorización de los estímulos externos. Conviene asimismo distinguir el apropiacionismo de sus compañeros de viaje, me refiero al citacionismo y al referencialismo, ya que cada uno de ellos mobiliza una intencionalidad distinta.
Catálogo Malas formas, Txomin Badiola
Museo de Bellas Artes de Bilbao, 2002.
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Existe además una diferencia fundamental entre los campos del cine o la imagen en movimiento y el arte en cuanto a la utilización del trabajo de los demás, pues mientras que en el primero el medio y el objeto de la apropiación coincide (ahí está no solo Histoires de cinema de Godard, también Chris Marker y otros) en el arte se arrastra como una condena la propia imposibilidad de escapar a su objetualización. Desde un punto de vista marxista, la reificación tiene lugar independientemente del medio y el soporte. Pero sin duda el arte contemporáneo se muestra obstinado en ser una y otra vez el mejor recipiente para esta reificación (y el propio Adorno insistió en que ello le es absolutamente indispensable a la obra de arte). Sobre esto Jameson ha señalado que el concepto de reificación para Adorno no es del todo negativo, tal y como se podría pensar de acuerdo a la convención marxista donde este término designa no solo la sustitución de las relaciones humanas por intercambios entre cosas, o por valores económicos y simbólicos, sino también el fetichismo de la mercancía y demás. Como materialista que era Adorno, éste no podía fundamentar su estética anticapitalista en “las formas cómodas de una espiritualidad inmaterial (…) El resultado es una incesante serie de transferencias mediante las cuales la reificación (…) cambia sus valencias al pasar de lo social a lo estético (y viceversa)”.[9] Lo que Adorno viene a decir es que para que exista la obra de arte necesariamente tiene que existir algún tipo de reificación, y si no, la obra de arte no es, esto es, el objeto no deviene arte sino que se queda en eso, un objeto cuyo valor se reduce a su propia materialidad. El nuevo objeto transfigurado en arte coloca al propio objeto en una situación de no-identidad consigo mismo. Ésta es la gran paradoja de la defensa de la autonomía del arte, que necesita trascender su condición de objeto corriente para pasar a convertirse en otra cosa, cambiando su valor. No hace falta repetir que esta paradoja ha sido históricamente el caballo de batalla de diferentes interpretaciones dentro del marxismo del hecho artístico. De un tiempo a esta parte, los nuevos modos audiovisuales a medio camino entre el cine y el arte, me refiero claramente al nuevo documentalismo realizado por artistas, han complejizado todavía más las siempre difíciles relaciones entre producción y distribución de manera que una variedad de espacios intermedios y áreas grises abonadas a la contradicción. Así, el apropiacionismo se ha contagiado por la propiedad intelectual y los derechos de distribución. El nuevo documental, o el recurso al archivo y al found footage cuestiona la libertad para coger libremente de los demás, de manera que Godard puede ser un clara ejemplo de libertad en ese sentido para Badiola, pero también para un documentalista del found footage. Godard siempre se ha manifestado en ese sentido a favor de la abolición de la propiedad intelectual, con frases como “no es de dónde tomas las cosas, es a dónde las llevas”, etc.
Dentro de este marco ya de por sí espinoso, lo que hace la apropiación es complejizar aún más las teorías sobre el autor y la autoría, al quedar la obra de arte “contaminada”. Esta es la paradoja a la que nos enfrentamos; podría argumentarse incluso que cuanto más poblada está la obra de un artista por otros autores mayor distinción autorial adquiere. (Este efecto es visible en JLG/JLG, al conseguir el autor un autorretrato personalísimo mediante el flujo constante de otras personas). Esta relación con el otro puede devenir en el rasgo definitorio de la adquisición de una biografía: somos aquello que escogemos, precisamente porque el amor es un acto violento que separa al objeto de su contexto entrando en una relación de gravitación con el sujeto. El sujeto, en esta definición, es entonces un ser que constantemente se distingue por sus elecciones. Escoge esto en lugar de aquello otro. Y este es quizás el acto de amor más intenso. Incluso podría invertirse la trayectoria y decirse que el objeto le elige a él sobre la base de una predisposición adquirida a partir de elecciones anteriores.
Volviendo a la historicidad, uno de sus principios reside en que su viaje es tanto desde el pasado hacia el presente como desde aquí hacia el futuro. Todo heredero lo es en la medida en que está en disposición de hacer la herencia, esto es, traspasar ese legado a otros. En Badiola, no me refiero solo a los talleres en Arteleku con Bados, o Proforma en el MUSAC de León con Sergio Prego y Jon Mikel Euba. Me gustaría remarcar en este sentido la actual diferencia con el precedente histórico del que él y sus contemporáneos surgen, esto es, la situación en el arte vasco de los años 80. Precisamente por la existencia ahora de ese precedente para las generaciones posteriores, a la vez que la disintegración de las paradojas entre modernismo y posmodernismo por la asunción de esta última como condición, aún a riesgo de seguir buscando una tercera vía que establezca una distancia con ambas, ya no existe una forma a heredar, mucho menos un canon, a no ser que sea para establecer una distinción radical con el original. Badiola es en sí un claro ejemplo de la disolución de cualquier canon. Lo que sin embargo podemos coger como caso de estudio es la propia singularidad del ejercicio de historicidad (aplicado a una biografía y a una coyuntura histórica concreta) de modo que el modelo existente pueda servirnos para construir cada cual su propio relato persuadiéndonos a la vez de cualquier tentación de copiar el método en sí. Es la riqueza de esta singularidad lo que hace igualmente legítima la trayectoria de cada artista concreto en cada coyuntura concreta. Y la trayectoria de los artistas etiquetados de Nueva Escultura Vasca (así como el anterior precedente en los grupos Gaur, Hemen, Orain y demás) es el mejor de los ejemplos. Todo esto sin olvidar que en ocasiones la mejor manera de realizar la historicidad es dar la espalda o cortar de cuajo con las raíces.
[1] Exposición Una entrada / mil salidas, Galería Carreras Múgica, Bilbao, del 15 de diciembre al 27 de enero 2012.
[2] Txomin Badiola, “Sin título”, en el catálogo Angel Bados, ARSenal, Bilbao, 1996.
[6] Kaja Silverman, “Son image: interview with Kaja Silverman, by Gareth James”, I said I love: This is the promise, The Tvpolitics of Jean-Luc Godard, bb books, Berlín, 2003, p. 213.
[7] La exposición Malas formas 1990-2002 de Txomin Badiola tuvo lugar en el MACBA de Barcelona y más tarde en el Museo de Bellas Artes de Bilbao, 2002. Ver mi texto “Hablando de malas maneras”, Malas formas, Museo de Bellas Artes de Bilbao, 2002.
[8] T. J. Clark, “Los orígenes de la presente crisis”, New Left Review 3, Akal, Madrid, 2000, p. 148.
[9] Fredric Jameson, Marxismo tardío: Adorno y la persistencia de la dialéctica, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2010, p. 275.