Acerca de la actualidad del formato "taller"
Hubo un momento a comienzos de la pasada
década donde la idea de la exposición como lugar para el arte fue ampliamente
debatida y contestada. Hacer exposiciones o no hacerlas; ese parecía el dilema
para artistas seducidos por las posibilidades del “proyecto” y para curators interesados en reformular el
legado crítico del arte conceptual. Pero la exposición no murió, siguió siendo
el canal principal para la visualización del arte. Sin embargo, ¿quién iba a
predecir que el taller y la idea del workshop
devendrían en un formato para la expresión y la comunicación del arte tan al
alza? No hay institución ni museo que se precie que no los programe. Ninguna
exposición sin talleres paralelos. Tampoco noticia en la lista de distribución Art & Education sin la palabra workshop. Sí, porque workshop significa taller, aunque la
acepción castellana tenga esa resonancia industrial y de manufactura que en
muchas ocasiones ya no conviene. Un workshop
puede ser, no obstante, un comodín para casi cualquier cosa. También un
buen MacGuffin; un objeto
transicional que moviliza y canaliza intenciones no del todo claras. Un espacio
para la producción. ¿Por qué no?
Una pequeña historia de los talleres en el
Estado español remite a los programas de formación no reglada y post-académica
que emergieron en paralelo a la vertebración institucional y museística durante
los ochenta y noventa. Entre los más destacados cabe referirse a los cursos de
Arteleku en San Sebastián; los talleres de Arte Actual en Madrid; y los más
veteranos que datan de finales de los setenta, a saber, la Quinzena d'Art de
Montesquiu (QUAM) desarrollados en distintos puntos y localidades de la
geografía catalana a través de distintas etapas y modos de organización. A
estos les siguieron Hangar en Barcelona, abierto en 1997 a iniciativa de la
Associació d’artistes visuals de Catalunya (AAVC) y cuyo objetivo era responder
a la demanda ante la escasez de espacios dedicados a completar la formación de
nuevas generaciones de artistas; el centro Bilbaoarte abierto en 1998 y otros como
el más reciente espacio de La Térmica en Málaga, por citar solo algunos.
Surgió de estos talleres la posibilidad
de un espacio compartido para el conocimiento y la experiencia del arte. Contrastar
conocimientos y opiniones, encontrar artistas, forjar amistades. También la
reunión de artistas de distintas generaciones, críticos y pensadores. Al
principio estos talleres eran casi todos prácticos e impartidos por artistas
con la trayectoria suficiente para atraer a un buen número de participantes. La
temporalidad podía oscilar de quince días a varios meses, pero un formato
estándar rondaría el mes de duración. Con el paso del tiempo fueron
incorporando foros con ponencias de expertos internacionales (así se organizó
por ejemplo la QUAM desde 2001, con la puesta en marcha del espacio de
reflexión Fòrum QUAM en paralelo a los workshops
y también una plataforma para la presentación de proyectos). La tipología de los
talleres giraba sobre la excepcionalidad del propio hecho, la ralentización del
tiempo de reflexión y producción y la configuración de una zona temporalmente
autónoma situada entre la universidad o la escuela, y la realidad (a menudo
dura) del sistema profesional; un espacio desde donde poder hacerse artista. Esta temporalidad
expandida y generosa hacía que un artista pudiera realizar unos cuantos, pocos,
talleres, cumpliendo así un ciclo formativo, dejando el relevo a nuevas
generaciones. Aquellas personas “enganchadas” a la dinámica de hacer talleres
eran denominados talleristas.
Con un mínimo de perspectiva histórica,
puede decirse que esta situación se ha invertido ahora, y que las actuales
generaciones de artistas son talleristas obligados
o sin alternativa. El estado de excepción del workshop como formato ha mutado en una inabarcable oferta de
micro-talleres, micro-seminarios y en un amplio surtido de posibilidades para forjarse
un currículum académico de masters y tesis doctorales. La completitud y la
vertebración museística e institucional ha generado un nuevo umbral ensanchado para
la formación permanente -en sintonía con ese diagnóstico tan repetido sobre las
nuevas generaciones de jóvenes que no consiguen acceder al mercado laboral:
esto es, la sobrecualificación. El arte sigue aquí la lógica gravitacional de
otras dinámicas sociales y económicas como son la academia y la universidad; esa
nueva fábrica de la que no conseguimos salir. La cantinela de que nunca estamos
suficientemente preparados, apurando el tiempo para apuntarnos a un nuevo curso.
La consideración “temporal” y provisional de la formación se ha extendido a la
vida entera. Con workshops que duran,
por ejemplo, un día o una tarde, un joven artista puede, en un año, labrarse un
currículum bien largo con el que presentarse a una beca. No sorprende entonces
que en los currículums el listado de workshops
y la plusvalía de nombres supere en largo a las exposiciones individuales o
colectivas realizadas.
¿Qué tipología de artista sale de esta
nueva configuración de la educación artística? ¿Y qué hay de los que quieren
aprender una técnica manual o de grabado, serigrafía o escultura? Preguntar
dónde y en qué estado se encuentran estos talleres y por su disponibilidad y
accesibilidad no supone añorar ninguna disciplina sino interrogar por quién y
cómo se controlan los medios de producción, si estos son públicos o privados y otras
consideraciones materiales de la producción artística. La cada vez mayor
relevancia otorgada a lo cognitivo en la obra de arte no eclipsa el carácter
experiencial, especulativo, de esa obra de arte. En respuesta a estas
consideraciones sobre el estado de la educación artística, algunos artistas pusieron
en marcha el año pasado un proyecto experimental de escuela en San Sebastián,
Kalostra, recogiendo el relevo de los talleres del desaparecido Arteleku,
aunque la Diputación de Gipuzkoa ha cancelado dicho proyecto (después de menos
de un año de duración) por una supuesta simultaneidad y solapamiento con el
recién inaugurado centro de Tabakalera.
Resulta imposible en esta evolución
obviar las novedades que la emergencia de la figura del comisario ha incorporado:
“comisariar” la educación o la inflación de la “mediación”. El educational turn o “giro educativo”
puede resumirse como la mirada lanzada desde las estructuras institucionales y
desde el comisariado a la educación como un modelo de relaciones y de
producción útil para los artistas. Pero algunas de las iniciativas de este
“giro educativo” han estado más preocupadas por “discursivizar” la educación (o
comisariarla) que por verdaderamente ofrecer alternativas prácticas reales, lo
que en ocasiones ha desembocado en un pliegue sobre sí mismo. El “giro
educacional” es entonces más retórico que propiamente un espacio para la
formación; todo pliegue conlleva implícito un grado de tautología y auto-referencia.
Por ejemplo: ¿un workshop “sobre” la idea del workshop? No, no es ficción. Estos días de marzo la Fondazione
Antonio Ratti en Como (Italia), ofrece al público el programa Workshop on Workshops, un simposio más
que, hélas, ¡un workshop! Las intenciones de este programa consisten en “intentar
mapear y explorar diferentes direcciones en educación e investigación dentro de
las prácticas artísticas en el contexto de residencias, workshops y programas de educación alternativos”. Un caso palmario
de “giro educativo”.
Pero lo que no ha cambiado, y sigue
siendo una verdad inalterable antes y ahora, es la máxima de John Andrew Rice,
fundador de la legendaria Black Mountain School en 1933, según la cual los
estudiantes pueden ser educados para la libertad únicamente por profesores que
son ellos mismos libres. (Students can be
educated for freedom only by teachers who are themselves free). Éste es el
primer y fundamental principio. Acto seguido, que comiencen los talleres.
* Publicado originalmente en A-desk, 7-03-2016