2/20/2010

Políticas de la reforma: sobre arquitectura interior y curating (1ª parte)










La inevitable relación de la arquitectura con la presentación pública del arte contemporáneo necesita de nuevas alianzas que a menudo surgen de medidas reformistas. Es ya habitual que la arquitectura y el arte mantengan una relación recíproca de amor-odio aunque existen ocasiones donde cierto pragmatismo debería aparcar momentáneamente las cuestiones hegemónicas de una sobre la otra. A veces, a la manera de las políticas pragmatistas, las pequeñas “reformas” son capaces de refundar los lenguajes allí donde parecía que se habían normalizado y estancado con el paso de los años. La lógica de la reforma, en arquitectura y en política, a diferencia de sugerir un cambio total inaceptable por las partes (institución, público, artistas) se produce cuando ya no es necesario construir nuevos y espectaculares edificios para el arte, sino que es más coherente y sencillo partir de lo ya existente. Bendita sea entonces esta reforma en tiempos en los que a algunos les compensa más destruir lo ya existente partiendo desde una oscura zona cero. Sería confundir demasiado las cosas interpretar este empezar de cero como un atisbo revolucionario. Más bien al contrario; es el preámbulo de la catástrofe. La reforma, sin embargo, representa el “middle ground”. Las condiciones de posibilidad de la reforma dependen muy a menudo de la lucha de agentes secundarios más que de ambiciosas maniobras por parte del poder público en su utilización (fraudulenta) de la cultura como recurso. Cuando todavía no se han extinguido los cantos de sirena de la “arquitectura icónica”, donde los “iconos” funcionan como mecanismo de arrastre de economías especulativas, mirar a las posibilidades reformistas no está de más. Sobre todo es preciso analizar la reciente formación discursiva entre arquitectura y comisariado para una mejor comprensión de qué es lo que una política de la reforma representa. Es relevante contemplar modelos de arquitectura “crítica” que ya no miran al resultado exterior de los museos y centros de arte sino que más bien se detienen en el interior. Todo continente tiene siempre un exterior y un interior. Existe un nicho de especialización en la consideración de la arquitectura como discurso, enfatizando las posibilidades de interactuar activamente dentro de los márgenes de la propia arquitectura, el diseño y el curating. Gran parte de esta nueva especialización crítica se orienta hacia el acondicionamiento de las instituciones artísticas, en la adecuación del espacio a las nuevas funciones programáticas y multifuncionales de los centros de arte contemporáneos. Hablamos claramente, de la reconfiguración de salas expositivas y de los espacios intermedios, del “middle ground” una vez más, lobbys, cafeterías y reading rooms, es decir, los nuevos lugares rearticulados por el consenso curatorial dominante. A este fenómeno lo vengo llamando como “política de la reforma” desde hace algunos años, sin llegar a concretizar en qué consiste esta política en un texto definitivo. He aquí mi tarea. Por política de la reforma, una vez más, me refiero a la práctica habitual consistente en re-adecuar el espacio de exposiciones y la institución como producto de un cambio en la dirección del centro o debido a una nueva orientación curatorial y discursiva. Consiste, más bien, en la equivalencia de los efectos que produce entre aspecto estético y programa; readecuación o cambio del diseño gráfico, trabajos de carpintería, construcción de muebles polifuncionales, pintado de las paredes, cambio del sistema de iluminación, pintado o adecuación del suelo expositivo y demás. Esta transformación (que puede ser leve o severa) mimetiza y absorbe los cambios programáticos en la línea curatorial. Incluso yendo más lejos, no sólo son el síntoma del cambio, sino los verdaderos agentes de la transformación. Así como cuando nos cambiamos de casa o realizamos una mudanza y necesitamos redecorarla al gusto, introduciendo aquellos elementos que nos pertenecen, amoldando el nuevo espacio como si de un hogar se tratara, incorporando los objetos más queridos, del mismo modo procede el sistema curatorial actual. La necesidad de hacer visible el cambio de rumbo en la política del centro en cuestión siempre comienza por darse en el lavado de cara, en su necesidad de ruptura y discontinuidad. Es interesante constatar cómo la atención a un elemento en teoría periférico como el diseño gráfico se convierte en protagonista (y debería empezar a pensar en otro post monográfico deconstructivo dedicado a la institucionalización del diseño gráfico, pues este un tema del que estoy especialmente sensibilizado y concernido). El diseño gráfico actúa como un sismógrafo de los cambios estructurales y en ocasiones puede servir como elemento predictor. En esta política de la reforma existe una correlación entre la infraestructura (diseño gráfico y arquitectura interior) y la estructura (el devenir del propio centro). Las continuidades y discontinuidades de una institución dependen de detalles en ocasiones nimios: la sutileza de la Helvética con la que Heimo Zoberning inscribió el nombre de Secession en la parte alta de bolsas, tarjetas, y catálogos fue relegada hace unos años revelando un giro dentro de la institución vienesa. Sin embargo, el centro continúa con la labor encomendada desde finales del siglo XIX. A nuevo director nuevo diseño.
Pero además, afirmar que la revolución muta hacia la reforma significa enfatizar el hecho de que la adaptación de los espacios a la realidad cambiante del arte contemporáneo se establece siempre desde un reformismo tanto físico como ideológico. Si la reforma es aquello que se propone, proyecta o ejecuta como innovación o mejora en algo, entonces, parece válido como un término aplicado a las condiciones espacio-temporales en los que se mueve la institución-arte. En este marco, agentes como Nicolaus Hirsch y Jesko Fezer (Ifau), Markus Miessen y Celine Condorelli devienen en elementos centrales. Estos arquitectos son de los más solicitados cuando se trata de renovar y (repensar) las instituciones desde la forma. Hirsch escribe, ofrece conferencias y colabora estrechamente con artistas y comisarios. Ha realizado el espacio para UnitedNationsPlaza en Berlín, diseñado la European Kunsthalle en Colonia, que dicho sea de paso, es más una institución virtual que un espacio físico propiamente, ha participado en Manifesta 7, muchas veces en colaboración con Michel Müller, otro arquitecto. Su posición es de las más solicitada desde la institución-arte hasta el punto de que recurrir a él puede significar un formalismo. Su implicación añade capital simbólico, no sólo soluciones pragmáticas a problemas reales. Es una especie de “arquitecto mini-estrella” dentro de un sub-género hiperespecializado que no necesita construir o confrontarse con los problemas de otros arquitectos: sus quebraderos de cabeza vienen de esa otra burocracia del arte contemporáeno y de las políticas culturales, donde el intervencionismo politico está a la orden del día. 
Cybermohala Hub, instalación, 2007, Nicolaus Hirsch/Michel Müller.






Fezer tiene un perfil más activista, propietario de la mejor tienda de libros sobre teoría, urbanismo y arte de Berlín, Pro qm, y en solitario o con el colectivo Ifau realiza proyectos de que inciden en el uso flexible del espacio y su negociación desde la practicidad y también desde el discurso. Intervenciones en CASCO de Utrecht, The Showroom de Londres, Kunstverein Munich, el diseño de la entrada del Kunst Werke de Berlín, son algunos ejemplos. Estas revisiones e interpretaciones del espacio arquitectural suponen una reactualización de la institución-arte. Esta labor intelectual se establece en estrecho contacto y colaboración con otro par intellectual: el cerebro curatorial. Esta arquitectura “crítica” no se compra, tal y como se consigue un Zaera o una Hadid. Es infinítamente más económica y está basado en la negociación y en el debate. La pregunta que lanza es: ¿cómo puede un proyecto crear una condición en la cual la arquitectura se convierte en una herramienta auto-reflexiba para la institución en su agenciamiento cultural? En este sentido, estos proyectos aspiran a envolver e inscribir procesos contextuales creando espacios de negociación en el diseño. Flexibilidad y especificidad son sus métodos. Tanto se ha especilizado el asunto que incluso hay un libro al respecto, Institution Building (Sternberg Press). (ver arriba foto)









Arriba, espacio actual de The Showroom, Londres, abajo CASCO Office for Art, Design and Theory, Utrecht










Obviamente, nunca funcionan sin ese otro agenciamiento necesario que es el comisario. Es decir, no funcionan dentro de la lógica de la burocracia institucional ni desde presupuestos de la gestión cultural, tan al uso en las nuevas equipaciones o containers de cultura. Las reformas se dan precisamente cuando se intenta dejar atrás la esclerosis que supuestamente la propia institución ha padecido. Cuando uno de estos arquitectos, u otros artistas y diseñadores empiezan a pensar en el espacio significa que un deseo progresista se ha asentado en la institución, sin olvidar que se puede producir una obscena inversion, es decir, que políticas culturales regresivas y conservadoras hereden estos modelos al servicio anteriormente de líneas progresistas, siendo explícito, un poco a la manera actual de la sala rekalde de Bilbao y de manera más exacta su intencionamente denominado Gabinete Abstracto.
Hoy en día es además más revelador ver una reforma de orden espacial y contextual dentro de una institución que el tener a un arquitecto con nombre firmando el edificio. Esta segunda opción ya no es significativa (y sólo hay que echar un vistazo a los nuevos museos -y macro-equipaciones culturales- de provincias en España, donde los arquitectos nunca piensan en cosas tan pragmáticas como que el arte contemporáneo necesita sobre todo de tomas de tierra para conectar los aparatos de reproducción digitales). Sería imposible determinar el alcance de todo esto sin antes revisar la propia evolución de los espacios expositivos, desde el “cubo blanco” a la herencia de la Crítica Institucional. No obstante, no deja de ser sintomático en la percepción real de este fenómeno reformista que aquello que distinguía y añadía un valor añadido a una institución gracias al agenciamiento de un comisario pase a devenir un nuevo formalismo, del mismo modo que los métodos y las estrategias se asientan (se institucionalizan) deviniendo en modismos listos para ser usados por el nuevo régimen macro-institucional.
Fin primera parte / Segunda parte: La corrupción del cubo blanco













"Old good days or bad new ones?", imagen sacada de internet de la inauguración "La insurrección invisible de un millón de mentes" en la sala rekalde, 2005, comisariada por Chus Martinez, Lars Bang Larsen y Carles Guerra. Imagen tomada en el Gabinete Abstracto con mural al fondo de Nils Norman. En la foto, de izda a drcha: desconocido 1 Jonas Maria Schul ¿? (artista), Belén Greaves, (diputada de cultura de Bilkaia), Begoña Muñoz (artista), Tommy Stockel (artista), Nils Norman (artista). 




2/09/2010

Sobre "El lenguaje de las cosas" de Deyan Sudjic


El lenguaje de las cosas de Deyan Sudjic (Turner, 2009)


Ahorraré esfuerzo comenzando por el final, o por aquello que el lector/a de una reseña literaria desea conocer al leerla: éste es un libro altamente recomendable. Deyan Sudjic hace algo bastante difícil, decodifica el lenguaje del diseño y su compleja historia con un lenguaje atractivo y abierto a una gran cantidad de lectores sin por ello perder de vista la especificidad el mundo que le nutre y del que forma parte. No en vano, Sudjic es el actual director del Museum Design de Londres, la institución más emblemética del mundo del diseño, y antes de acceder al cargo, su tarea principal era, y todavía lo es a tenor de este libro y otros que ha venido publicando, la crítica de diseño. Si bien la crítica de arte, o la crítica de arquitectura hunden sus raíces en conexiones y arraigos de tipo histórico, convenir qué consiste una crítica especializada en diseño parece más complicado, aunque gente como George Nelson o Rayner Banham ya abrieran brecha durante el siglo XX. Este libro es buena muestra de cómo la crítica, su ejercicio y su puesta en práctica, no está reñida con la asunción de otro tipo de responsabilidades aparentemente mayores. Por supuesto, no es conveniente confundir la crítica de diseño (como género literario de crítica) de la crítica del diseño (como cuestionamiento de la disciplina). El lenguaje de las cosas es un poco ambas, sin quizás decidirse definitivamente por una apuesta definitiva y radical, lo cual no significa que podamos encontrar placer y reflexión a partes iguales. Sin embargo, este libro es un exponente más de que la crítica puede ser el bastión sobre el que asentar cualquier cambio consecuente en la reorientación de una profesión o un campo de trabajo.
Sudjic utiliza en este El lenguaje de las cosas (título que no deja de recordar a Las palabras y las cosas de Foucault, o a El sistema de los objetos de Baudrillard) un estilo de lenguaje que oscila entre el comentario distanciado e irónico y la voz autorizada del respetado experto. El resultado es un libro apto para un espectro muy variado de personas que nunca se preguntan sobre las razones de los arquetipos o por qué el Twingo tiene ligeros rasgos faciales de simpática mascota. De hecho, El lenguaje de las cosas se situaría más allá del mundo del diseño, alineándose con otros manuales de la observación de lo cotidiano al estilo de Mitologías de Roland Barthes, o incluso, en determinados pasajes, con Subculture: the Meaning of Stlyle de Dick Hebdige. Así, Sudjic comenta la indiferencia de hacia el diseño, como si la aparición del Citrôen 2cv fuera fruto de la encarnación de una sociología colectiva convertida por arte de magia en automóvil. Sudjic, sin embargo, comenta y detalla perspicazmente las diferencias entre el Citrôen y Volkswagen como tipologías asociadas a dos países y a dos identidades, la francesa y la alemana, situando el diseño como el factor determinante de su configuración y aspecto. A su manera, lo que se narra es el proceso por el cual el capitalismo ha especializado y segmentado cada parcela de nuestra vida cotidiana borrando definitivamente los vínculos con los referentes que dieron origen a modos de conducta de lo más particulares. Por ejemplo, comenta divertido cómo la tendencia entre los adolescentes de llevar los pantalones a la altura del pubis y el tiro bajo está estrechamente vinculado a los presidiarios a los que se les priva de cinturón, algo que, por otra parte, me recuerda ahora mismo al intento de periodización de Don DeLillo sobre el primer americano que se colocó una visera de beisbol del revés. Acto seguido, viene toda una reflexión sobre la búsqueda del anonimato y la necesidad de invisibilidad que la ropa militar de camuflaje otorga como arma contra el enemigo al mismo tiempo que conocemos las diferencias (nada sutiles) entre los estampados de camuflaje del ejército alemán, estadunidense, británico y sirio. Sudjic sugiere cual es el efecto que produce la colocación de innumerables bolsillos con velcro en vez de botones en los abultados chalecos y bombachos de la ropa militar antes de pasar a detallar la reinvención de la moda japonesa de la mano de Rei Kawakubo e Issey Miyake. Todo esto lo hace de forma fluída y elocuente, si bien el texto sufre de numerosas entradas y dificultad de concentración. Este estilo impresionista decepciona un poco al comienzo, pues la amenaza de un libro light se cierne sobre el lector, aunque una vez aceptadas las intenciones del autor, el libro se lee casi como una novela.
Dotado con un gran sentido del humor (a momentos parece una secuencia de ocurrencias humorísticas) hay pasajes que merece la pena reproducir aquí y que, lejos de resultar banales, se asientan en la especificación minuciosa del detaller como constitutivo de toda una sociología de las clases trabajadoras, pudientes y ociosas (cada una por separado) a lo largo y ancho del globo. Atención a esto: “La contención puede entenderse también como una lúcida manera de velar por los propios intereres. Durante los años de las Brigadas Rojas, en la década de 1970, la burguesía italiana dejó a un lado la joyería y se dedicó a conducir por Milán en coches Fiat que ya habían vivido lo suyo, por miedo a llamar la atención de los secuestradores. Vestir con desaliño pasó rápidamente a formar parte de un determinado estilo de vida, justo en la época en que los adolescentes italianos llevaban con ellos las radios de sus coches como si fuesen bolsos, en parte para evitar que se las robasen, pero, en parte también, para manifestar que tenían un coche del que merecía la pena robar”. (p. 112)
Es de esta manera que se fabrica una arqueología de lo cotidiano, a la manera de un Barthes, o aún mejor, de un Henri Lefebvre, aunque sin la ambición de establecer una teoría perdurable en el tiempo de estos últimos. La profusión de detalles y comentarios es penetrante y desprovista de gravedad, en un libro-artilugio que funciona como un contador de historias, relatando el origen de algunas cosas que nos rodean a las cuales, a pesar de haberlas comprado seducidos por alguna de sus cualidades, no les habíamos encontrado ninguna doblez de significado. Por ejemplo, comprendemos el papel de Jonathan Ive trabajando para Apple y de golpe nos damos cuenta de por qué y cómo el iBook quedó desfasado tan pronto a la vez que entendemos el paso de la gama de colores cítricos y carcacas de plástico fundido de los antiguos Mac al actual bloque sólido de granito negro del MacBook casi como un icono de la modernidad. 
El libro es un simparar. Sobre el diseño de billetes de los nuevos Estados de la antigua Yugoslavia: “Pero era evidente que Macedonia iba a tener problemas con su moneda nacional, decorada con la imagen de unos técnicos de bata blanca sentados ante la pantalla de un ordenador: la inconsistencia de la imagen era premonitoria, pues la moneda resultó tener la misma solidez financiera que un billete de tranvía”. (p. 66) Y así innumerables pasajes.
Otro momento remarcable lo constituye la relación entre el color negro y detalles en rojo de tres objetos que aunque no tengan nada que ver unos con otros conparten el mismo ADN de color. El elegante y funcional flexo Tizio, un modelo de Volkswagen Golf Tdi y una pistola Walther PPK comparten una sobriedad negra rematada por ligerísimos destellos rojos que en cada uno de los tres casos denota una función distinta: por ejemplo, cuando el circulito rojo alojado en un lateral de la Walther está visible quiere decir que se ha levantado el dispositivo de seguridad por lo cual conviene no introducirla dentro de unos pantalones o una chaqueta.











Flexo Tizio, negra con detalles rojos
La estructura del libro es sencilla, sin notas a pie de página, ni bibliografía y alejada de planteamientos teóricos (sólo cuenta con una lista de referencias de donde provienen algunas citas al final). Su fruto no es la labor de una investigación ni una filosofía ética del diseño (a lo Munari), sino precisamente la exposición de un conjunto de informaciones digeridas y bien asimiladas por el autor así como un número de observaciones acumuladas a través de la experiencia dentro de la profesión.
Donde mejor funciona es fuera de sí mismo. En la intersección con otros artefactos provenientes de otras áreas, cuando ponemos el diseño a funcionar en paralelo con las políticas del estilo y con la semiótica del mundo construido. Es de especial interés el relato de los orígenes de diseñadores como Marc Newson o Ron Arad. En el caso del primero, los paralelismos con el arte se establecen de manera continua. Sin embargo, transcienden los límites cuando dejamos de pensar en diseño y arte como categorías estancas y observamos la estrategia de muchas empresas que, evitando sacar una nueva línea de coches, encargan a diseñadores prototipos únicos que nunca se fabricarán en la cadena de montaje y que reunen la cualidad de subvertir las asociaciones entre forma e ideología, como por ejemplo el automóvil de Ford inspirado en el Sputnik concebido por Marc Newson.
“La obra de Newson refleja cierta nostalgia por la inocencia de la modernidad cuando se inspira en los productos de una sociedad, la soviética, desprovista de cualquier intención de seducir al consumidor, al que trata con sumo desdén. Es una ironía que las raíces de la modernidad de la agridulce era Kruschev que Newson homenajea se encuentren en ese optimismo tan americano ante el futuro, que inspiró a una generación anterior de diseñadores”. (p. 185)










Ford por Marc Newson, o como la Ostalgie se convierte en mercancía
Dividido en los siguientes capítulos de “lenguaje”, “arquetipos”, “lujo”, “moda” y “arte” el autor se contenta con exponer las múltiples paradojas que surgen en cada caso. Como suele suceder en estos caso el apartado del arte es el que más decepciona pues se asienta en la recurrente fórmula (Duchamp, Warhol y Hirst), echándose de menos ejemplos menos sobados (aunque también aparece ligeramente Donald Judd). Pero el texto vuelve a recuperarse cuando deja atrás el binarismo de la utilidad/inutilidad del arte y del diseño para concentrarse en qué ocurre cuando el diseño ya no cumple con la encomendada misión de resolver problemas sino que se automatiza en un dominio que ya no ofrece un servicio sino que, como el arte, produce objetos cuya funcionalidad es ambigua. Es aquí donde el aparece el oximoron de un diseño crítico. Es decir, un diseño que hace caso omiso al refrán “no muerdas la mano que te da de comer” a la vez que subvierte la regla de oro del diseño (cuyo fin principal es siempre la reproducción industrial en serie) mediante la realización de piezas “únicas”. Lo que el autor viene a decir (sin decirlo expresamente) es que la crítica introducida por muchos diseñadores, sobre todo en sus comienzos (la silla Rover de Arad por ejemplo), no es más que una estrategia de distinción cuya única finalidad no es sino implementar el valor simbólico del diseñador “artista”. Sin embargo Sudjic concluye su libro de manera precipitada y sin mojarse, sin que sepamos si su modelo de diseño crítico está en Dieter Rams, Jasper Morrison o en los enfants terribles Arad o Philippe Starck. Para mí un diseño crítico lo encarna la primera opción. Pero para Sudjic parece que la fórmula no es la de esto o lo otro, sino la de esto y lo otro. A uno le entran ganas de continuar con la discusión, a la vez que me fijo en la configuración de una de las salas de espera del aeropuerto de Lisboa, con sus estructuras de hierro negro donde se insertan innumerables asientos de madera contrachapada ligeramente curvada y bien barnizada, y que huelen a un pasado no del todo localizable al tiempo a la vez que todo el conjunto rezuma de manera instantánea los rasgos esenciales de la sociedad que lo produce.









A la izquierda, silla Air de Jasper Morrison







A la izquierda, silla Rover de Ron Arad, de comienzos de los 80