Lo esotérico cuenta con una
buena acogida en el arte contemporáneo actual. Tanto la última Documenta de
Kassel como sobre la todo la Bienal de Venecia han valorado positivamente este
retorno de lo esotérico en un mundo que, todos coincidimos, se encuentra en
descomposición o abocado a una catástrofe ecológica o humanitaria. La
afirmación de la subjetividad radical y el rechazo de las formas tradicionales
de socialización en la esfera pública nos devuelven aquella imagen del artista
que ya conocíamos: la del genio. Marina Abramovic está también de actualidad,
tanto por su “socialización” mediática de la performance como por ejemplificar
este retorno de lo trascendental. La energía existencial en las
piedras antiguas, en los minerales y en otros materiales orgánicos del subsuelo
devienen en mediums con los que
conectar el espíritu a las esencias más enraizadas del ser y la naturaleza.
Madre tierra. Pachamama. Cosmogonía. Cosmología. Astrología. Planetas y ciencia ficción.
También arqueología. Palabras clave hacia las que se dirige la atención desde
no pocas prácticas creativas y artísticas.
No resulta descabellado en este
contexto afirmar que las cosmogonías devienen en la pre-historia que sirve de
coartada al retro-modernismo de algunas prácticas artísticas contemporáneas. Si
una mirada a la ansiedad que nuestro capitalismo tardío exhala puede justificar
este retorno de las cosmogonías (en prácticas donde aparecen discursos
cósmicos), no es menos cierto la dificultad para hablar referencialmente sobre
estas cosmogonías sin caer en su lado más reaccionario, místico y
trascendental. Supongo que esta recuperación de lo cósmico obedece al eterno
retorno que caracteriza a lo posmoderno. Por su parte, las cosmogonías
–explicaciones del origen del hombre y la naturaleza a través de los dioses y
que milenariamente se solidifica en la mitología hecha forma cultural, desde la
artesanía a la arquitectura– plantean una compleja trama entre lo particular y
lo universal para cualquier cultura con la que negociar. Posmodernismo y
cosmogonía parecerían entonces categorías irreconciliables donde solo una
crítica distanciada a la modernidad (desde un punto de vista posmoderno)
podría, en algún caso, hacerlas converger. La modernidad del arte pre-hispánico
precede en muchas de estas interpretaciones “decoloniales” al peso del
Renacimiento después del proceso de occidentalización. La modernidad
pre-hispánica es propia de una cultura naciente, en lo que viene a partir de un
nacimiento u origen, no de un re-nacimiento. El trabajo material que emana de
lo primitivo y lo arcaizante es entonces lo verdaderamente moderno. El
clasicismo sería, por otro lado, el orden, o un sinónimo de un regreso al orden
(sinónimo también, de manera contradictoria, a la modernidad). Resulta
apasionante este proceso, en el que es propio de los renacimientos culturales
(en procesos de liberación nacional, o en modernidades vernáculas) la
recuperación de las culturas nacientes o salvajes.
Lo verdaderamente interesante
en el concepto de modernidad está en la posibilidad de vislumbrar las valencias
de lo positivo y lo negativo, y hoy en día la penetrante presencia de rasgos de
la modernidad estética no implican en absoluto el nacimiento de ninguna nueva
era moderna que suplante a la posmodernidad (por mucho que algunos críticos y
teóricos se afanen en inventar términos creativos como “Altermodernismo”,
“Metamodernismo”, etc.) Más bien, el retro-modernismo es la prolongación
sistémica de aquello que pretenden superar, simplemente porque suena mal, a
saber, el posmodernismo. Una de las críticas más agudas en este sentido la ha
dado Jameson, para quien cada vez que se menciona el término “modernidad”
conviene hacer el ejercicio de leerlo como
sinónimo de “capitalismo”. Escribió hace una década: “¿Cómo pueden
entonces los ideólogos de la ‘modernidad’ en su sentido actual arreglárselas
para distinguir su producto –la revolución de la información y la modernidad
globalizada del libre mercado- del detestable tipo anterior, sin verse
obligados a plantear las serias preguntas sistémicas políticas y económicas que
el concepto de una posmodernidad hace inevitables? La respuesta es simple:
hablando de modernidades ‘alternas’ o ‘alternativas’. A estas alturas todo el
mundo conoce la fórmula: significa que puede haber una modernidad para todos
que sea diferente del modelo anglosajón convencional o hegemónico. Todo lo que
nos disguste de éste, incluida la posición subalterna en la que nos deja, puede
borrarse gracias a la idea tranquilizante y ‘cultural’ de que podemos
configurar nuestra modernidad de otro modo, razón por la cual es posible la
existencia de un tipo latinoamericano, un tipo indio, un tipo africano y así
sucesivamente”.[1]
No es difícil establecer entonces
un paralelismo con esa otra categoría inclusiva y a la vez canonizada como es
el multiculturalismo, con todos los problemas que ello conlleva.
Entonces, el recurso a la
multitud, (“no hay una modernidad con una esencia fija, hay múltiples
modernidades cada una irreducible a las otras…”) resulta problemático porque no
reconoce una ausencia única y fija de la modernidad. Como Slavoj Zizek ha
comentado al respecto, esta multiplicación funciona como renegación del
antagonismo inherente a la noción de modernidad como tal: esta multiplicación
libera la noción universal de modernidad de su antagonismo, de su inmersión en
el sistema capitalista.[2] En mi opinión, todo esto
resulta de una complejidad excepcional, un horizonte interpretativo necesario
para situar cualquier acercamiento a las modernidades singulares, especialmente
la Tropicalia brasileña, así como las actuales “modernologías”. Si el
renacimiento de no pocas de estas modernidades singulares residió en el re-descubrimiento
de lo arcaico y nativo, cosmogónico, pre-renacentista ergo pre-colonial, ahora
debemos determinar cuales de las prácticas neo- o retro-modernistas típicas del
posmodernismo hacen uso de ese legado sin caer en un misticismo y transcendentalismo
reaccionario.