“Contra Tàpies” en la
Fundació Tàpies se presenta como una ambiciosa re-escritura crítica del artista,
esto es, la exposición pretende actualizar su figura y su obra, adecuarla a los
lenguajes comisariales más contemporáneos, hacerla atractiva al discurso. Se
trataría de abordar la actualidad, o mejor dicho, la inactualidad de Tàpies.
Aún asumiendo muchos riesgos, la operación en sí se encuadra en el funambulismo
curatorial de nuestro presente, de la cual para salir airoso cualquier
comisario debe atar no pocos cabos, apurando al máximo en las formas. Este
parece el punto de mayor fricción en el caso presente, esto es, hacer coincidir
las intenciones y los resultados de manera que el conjunto participe de una
totalidad orgánica que no necesita ya apoyarse en una hipótesis curatorial que
aquí sobrevuela muy alto.
Es un hecho frecuente en el
comisariado actual que los procesos re-actualización, re-descubrimiento y
re-escritura de figuras canónicas pasen por los filtros del desplazamiento, la
desacralización y la vecindad. Gran parte de estos ejercicios post-mortem no son tanto ajuste de
cuentas como vindicaciones a universalidades no reconocidas. Pero “Contra
Tàpies” no es ni una ni otra cosa. Tampoco es una desidealización correctiva de
su figura. La dificultad para juzgar esta exposición radica en la multiplicidad
de vías abiertas a las que apunta, más allá del estricto programa metodológico y
mapeo autoimpuesto por el comisario Valentín Roma y la institución.
Observándola con detenimiento
–en este sentido es una exposición para perderse, lo cual se agradece–, parece
que la alargada sombra hegemónica de Tàpies en el arte catalán (y por extensión
en el español) no existe, o mejor, no conviene exhibirla. Por el contrario, se
acentúa el ejercicio de liberación de “la ansiedad de la influencia” de la que
hablara Harold Bloom en las generaciones actuales. Únicamente la presencia de
Pep Agut religa ambos puntos equidistantes.
Hay aquí toda una serie de
posibilidades y potencialidades que quedan suspendidas en el aire, como “líneas
de fuerza” en direcciones contrarias o sin acelerar a fondo: no se sabe si se
da una restauración de Tàpies como artista comprometido políticamente, o por el
contrario se le incrimina como colaboracionista del poder. La exposición podría
haber sido una defensa de Tàpies contra sus admiradores, manera ésta mucho más
eficaz de combatir a sus numerosos detractores. Pero tampoco es exactamente esto.
Podría decirse que en lugar de “contra”, la exposición bien podría haber
llevado el genérico prefijo de “post”: esto es, una categoría lo
suficientemente ancha como para incluir un poco de todo (revisión,
re-actualización, discursivización y demás) en la primera exposición de
envergadura después de su muerte.
Decía David G. Torres
irónicamente en este mismo lugar que la inclusión de Tàpies en otras
exposiciones colectivas “ha tenido que ver con una cuestión meramente formal
(cuadros con manchas con cuadros con manchas)”. Aparentemente en la actual “hipótesis
curatorial” se trataría ahora de darle la vuelta a ese formalismo mediante un
“contenidismo” que espiga un hilo argumental para a continuación adjudicarle
artistas y obras algunas de ellas en las antípodas. Como si no hubiera
infinitud de otros argumentos de peso en las obras escogidas para desaconsejar ese
asociacionismo de ideas. Algunos “hits” de la exposición apuntan a este
renovado formalismo del contenido; Rock
My Religion de Dan Graham, el vídeo de Bruce Nauman y sobre todo Beuys
cantando en la televisión a Ronald Reagan. Cada uno visto en una mónada de
experiencia es una delicia pero, ¿contra Tàpies? La principal dificultad con
esta exposición radica en la dominación homogeneizadora del concepto –ese
universal abstracto aquí convertido en hipótesis más que en tesis– sobre sobre
la singularidad de los objetos (los particulares concretos). Estos se rebelan a
la totalización a la que se les somete, y al hacerlo, desmontan el propio
concepto.
En este apartado, la palma se
la lleva Saló o le 120 giornate di Sodoma
de Pasolini. El puritanismo y lo escatológico en la obra de Tàpies no
justificaría la exhibición impúdica de este filme en un loop continuo en un espacio de arte institucional. En mi opinión,
la conexión temática con Tàpies queda sobredimensionada por el exhibicionismo
curatorial. Precisamente si hay una película en la historia del cine que exige
una restricción auto-impuesta y una auto-crítica sobre el modo de proceder con
ella y a través de ella, esa es Saló.
Lo contrario es banalizar su violencia y su tortura activando la tecla del loop: Saló como si de videoarte se
tratara y para todos los públicos.
Esta banalización, a mis
ojos, contamina al resto de la exposición. Y ésta podría haber sido mucho más
rigurosa sin la presencia de estos “hits”, aunque claro está, menos divertida y
menos ingeniosa, menos posmoderna. También menos una exposición de autor. En
definitiva, menos “Contra Tàpies”. Lo que resulta verdaderamente interesante es
el modelo de institucionalidad que esta exposición propone a partir de ahora;
el tiempo dirá si ha abierto la veda a otras lecturas post-contemporáneas o si,
por el contrario, este primer intento queda relegado a la siempre incómoda
categoría de la rareza, anulando de paso cualquier posibilidad futura otra o,
por el contrario, como ha hecho la crítica institucional, ensanchando los
límites de la institución.
* Publicado en A-desk, Barcelona, 25-05-2013