Primera entrega Para un cine-ensayo que se piensa y hace pensar
Existen dos clases de películas que consiguen commocionar desde el momento de su pase inaugural. Pero la naturaleza del shock es distinta. Un primer tipo de películas pertenece a un modo de hacer cine que llega hasta la intimidad de un espectador que, consciente de estar rodeado por otros espectadores en la oscuridad de la sala, deja que su sistema inmunológico se relaje liberando sus sentimientos o su estado emocional. Se trata de un cine del corazón. El otro modelo, más cerebral, es aquel que actua sobre el espectador a partir de la exposición de ideas y estructuras que, como si de un rompecabezas se tratara, éste tiene que recomponer. Se trata de un cine “con cabeza”.
Alguien podría abogar ahora por la necesidad de religar ambas si no fuera porque, en cierto modo, un cine, o para ser más exactos un teatro que piense y emocione a la vez, es ya una vieja disposición brechtiana que se repite en contadas ocasiones: un cine dirigido al cerebro que acaba tocando el corazón, y un cine donde los sentimientos se piensan, porque, ¿qué es un cine que piensa si no un cine que en primer lugar, como precondición, hace pensar a la gente?
Cuestiones éstas de renovada actualidad a partir de la última y polémica película de Jaime Rosales, Tiro en la cabeza, donde se hace imposible separar el propio objeto de reflexión (el film) de las reacciones que provoca, así como de los condicionantes ideológicos y cinematográficos que la preceden (véase la propia historia del subgénero “cine y terrorismo” o, siendo menos complacientes y menos proclives a aceptar las lecturas posteriores creadas por la crítica cinematográfica, la incombustible historia del género dialéctico del “cine político”).
Rosales se adelantó a calificar su película como de “artefacto”, y no andaba desencaminado, pues una cosa es una película como producción cultural que busca una vida ulterior por medio de la distribución en los canales al uso, y otra, un objeto-artefacto-cinematográfico que en su condición de acontecimiento soporta y sostiene la totalidad de los modos anteriores de representación del constructo-ETA en la propia historia del cine, en los medios de comunicación, así como en cualquiera de los ámbitos que convengamos que existe una posibilidad de representación.
Por lo tanto, Tiro en la cabeza es, antes que nada, una película valiente, ambiciosa en su capacidad para medir los límites de las convenciones lingüísticas y de representación en las que nuestra sociedad está instalada. En ese sentido, toca de lleno en las leyes comúnmente aceptadas como válidas a la hora de representar la violencia de ETA, el terrorismo, la lucha armada o cualquiera sea el nombre que le queramos asignar en la esquizofrenía lingüística en la que estamos instalados.
El gesto radical de Rosales de prohibirnos el acceso a la palabra es precisamente el elemento clave, sabiendo como sabe el propio director y cualquiera, que las palabras están tan cargadas de significado y son un motivo tan grande de confrontación, que en su propia condición de significantes sólo pueden conducirnos a una situación de des-representación, confusión y estereotipación.
Si la aspiración de un primer formalismo (ruso para más señas) era liberar a la palabra de la “cárcel del lenguaje”, entonces, quizás por ello, aunque sin saberlo, que Rosales haya decidido no poner palabras (exceptuando sólo una) a su película. Esta categoría de formalismo sobresale por encima de cualquier otro que le hayan podido otorgar. Se ha escrito que película es formal, condenándola; “formalista” han escrito, también la han calificado de “ejercicio formalista”. Se la ha comparado con un experimento artístico, y se ha tildado de “artista” a Rosales.
Uno se pregunta, ¿pero qué es lo que han visto? o mejor, ¿pero qué es lo que no han visto? Para algunos, se trataba de cine mudo, como si un cine sin o con pocas palabras, un cine silencioso, excluyera la posibilidad del sonido, haciéndonos regresar a sofisticados debates sobre la ontología cinematográfica. Según otro plumilla, era necesario que el cine español tocara por fin el gran tema olvidado por los cineastas, apelando al compromiso del intelectual, quizás deseando inaugurar toda una oleada similar al recurrente recurso del cine español de retratar episodios de la Guerra Civil en clave dramática no exenta de “toques de humor a pesar de la tragedia”, describiendo de paso La fuga de segovia (1981) de Imanol Uribe, como “una de etarras disfrazados de bandidos buenos”. Y así ad infinitum.
Lo que se desprende de la polémica (aparte de esta desnudez en la crítica) entre un crítico de maneras decimonónicas y unos profesionales que desean la respetabilidad de su oficio es que los espacios de experimentación cinematográfica no están ya, si alguna vez lo estuvieron, en el medio de su industria y en sus canales de distribución habituales, sino en sus márgenes, en lugares periféricos no regulados alejados de su consumo como entretenimiento.