Recientemente se ha acrecentado el discurso sobre el papel que tiene en las pasiones humanas el origen y la causa del malestar para muchas personas. Cualquier demanda de afecto –entendida como protección, cobijo y cuidado– vendría a suturar las microfisuras de una “vida dañada”. Cada vez más, la oscilación del ánimo se revela más volátil, arbitraria e irracional. Independientemente de cuáles sean los males que nos afectan (enfermedad, pobreza, desamor), una insatisfacción endémica e individual recorre nuestro sistema nervioso como un virus. Hacer que nos sintamos preocupados por algo es al parecer el signo de nuestra época. La consecuencia inmediata de llevar esta preocupación general en el alma es un sentimiento de vulnerabilidad colectiva, y una tristeza individual difícil de compartir. El antídoto compensatorio no sería la alegría, sino la necesidad de apelar al cuidado (taking care of, to care for) y al afecto. No hace falta recordar la relación entre esa demanda y la oferta farmacológica para superar la aflicción y la melancolía en cualquiera de sus grados. La exposición excesiva a las redes sociales, la saturación tecnológica y las inagotables noticias sobre política son también un factor en esta inestabilidad del humor. La gente siente asco, y así lo expresa, de manera literal, en sus perfiles. No se cuestionan suficientemente las redes sociales como anestesia del afecto, donde los likes serían microafectos positivos, minidosis de la dopamina necesaria, mientras que la ausencia de likes es la nada, la sima en la que se hunde la autoestima. Pero he dicho “noticias” en vez de “política”, pues la dependencia que se manifiesta con respecto a la sobreinformación acerca del estado del mundo viene filtrada, mediada, por el aparato medialógico global. ¿Acaso el orden comunicacional no es en gran parte responsable de esta variabilidad en el ánimo?
Este reclamación del afecto acusa a la racionalización política y su estrabismo androcéntrico de ser el origen de la impotencia para cambiar el orden de las cosas. Para este pensamiento, priorizar los afectos es en sí un asunto revolucionario. Pero nada más lejos de la realidad, pues si algo demuestra la (des)política actual, la post-política en cualquiera de sus formas, es precisamente su capacidad para afectar, de ser en última instancia, y me atrevería a decir, únicamente, afección/afecto. Solo eso, y ya es mucho. El sentido y la dirección de esta afección es lo que a continuación debemos considerar. El binarismo La oposición binaria que coloca las ideas (la razón) en un lado y los afectos (las pasiones) justo en el lado contrario resulta a todas luces improductivo. La revolución en la política será afectiva o no será, se dice. La feminización de la política ha de ser afectiva, debe estar basada en el afecto, se concluye. Estas analogías resultan engañosas porque sitúan la racionalidad en un lado -el masculino-, y el afecto en el otro -el femenino. Esta teoría del afecto contiene un componente moral porque entiende que la simple llamada al afecto (en abstracto) es de por sí positiva. Pero entonces, ¿es acaso el afecto un humanismo? ¿O es que únicamente existen los afectos positivos? ¿Qué hacemos con los afectos negativos, entre ellos el asco? Es en este contexto donde el pensamiento de Baruch Spinoza adquiere una actualidad ineludible, pues este filósofo estableció mejor que nadie una teoría racional de las pasiones humanas y el deseo. Las interpretaciones de la filosofía de Spinoza alimentan la filosofía política, el activismo, el arte, el feminismo y otros ámbitos del análisis actual de la sociedad. Sin embargo apenas hay estudios que vinculen una teoría de los medios de comunicación en el capitalismo tardío o multinacional con los afectos según Spinoza.
Puede establecerse que es precisamente en el dominio de la política donde las pasiones y los afectos brillan con más intensidad: lo bueno, lo malo y lo peor. Cabría incluso afirmar que el capitalismo emocional actual ha exacerbado las pasiones políticas de un modo como no se veía desde el surgimiento del concepto mismo de las masas (allá por las primeras décadas del “largo siglo xx”). Trasladado a la creación artística, este discurso afectivo contemporáneo no reconoce, porque en realidad es inconsciente, es el impulso latente del individualismo y el espíritu neoliberal que opera subrepticiamente tanto en los intersticios de la subjetividad como también en la esfera del consumo, en la industria cultural, la universidad, etc. La proclama parece ser: necesitamos el afecto para restituir el cuerpo de una “vida dañada”, en la expresión de Adorno.