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Los Embajadores, 1533, Hans Holbein. |
¿En qué se diferencian el sentido de la ausencia y el sentido ausente? ¿Hasta que punto debería un artista comprender las implicaciones de sus hallazgos? Estas preguntas plantean no sólo la cuestión del cripticismo del arte sino las posibilidades de la recepción estética y sus espectativas. La experiencia del arte (sensitiva, táctil, visual) más allá de cualquier acumulación de información tiene que ver con los estados de alerta de la percepción, tensión constante, visión, conciencia y autoconciencia. A ello se le suma el lado cognitivo (y uno de los rasgos que la posmodernidad ha traído es la supremacía de lo cognitivo en cualquiera sea el campo estético, hasta el punto de encontrarnos dentro de eso que se viene llamando “capitalismo cognitivo”).
Pero la intensidad no puede suceder que desde un radical cuestionamiento de los procedimientos que conforman la propia actividad del arte que es a la vez experiencia y conocimiento. La misteriosa frase de Blanchot “Vigilar el sentido de la ausencia” de La escritura del desastre marcaría un estado de continua vigilia; el artista se afana en la búsqueda de unos resultados para al final del camino desvelarse que allí donde acaba la investigación no había nada, y que todo era un rodeo para mostrar lo verdaderamente importante: el proceso mismo de la búsqueda. El arte es siempre un ensayo (an essay), un intento donde la obra nunca es fruto de la inmediatez. A modo de proverbio chino, y a riesgo de sonar oracular, se podría decir que el arte es la senda de lo no-conocido que conduce a una forma de conocimiento. Ahí, la tensión entre las intenciones y los resultados permanece como una zona a la que el artista (cualquier artista) no tiene acceso directo (sino sólo indirectamente) pues además practicamente nunca existe una conexión lineal entre la primera (intención) y el posterior (resultado) sino un continuo trampear y trampearse donde el deseo, el inconsciente, el sueño y las pulsiones juegan una larga partida de ajedrez.
Aquí la sombra de Adorno vuelve a asomarse, quien insistiera implacablemente en la necesidad de las obras de arte modernas y el pensamiento de ser arduas, y él también, quien promulgara la atención en la materialidad de la poesía moderna y la densidad del lenguaje.
Apariencia y esencia, transcendencia e inmanencia, plenitud y ausencia, orden y desorden, unitario y fragmentario son pares conceptuales que a menudo la crítica utiliza para referirse a una misma obra convirtiendo la contradicción en una forma de adjetivación cargada de clichés. Aún a pesar de la densa escritura generada por críticos y teóricos, algunos de estos pares algunos de los cuales remiten directamente a Hegel, y que deben recontextualizarse más como oposiciones binarias dispuestas a ser centrifugadas dentro de un sistema dialéctico que tiene en cualquier negación su punto de partida más que como meros receptáculos de un pensamiento binario. La dialéctica deviene entonces un método especulativo, más propio del alquimista que del científico, donde las contradicciones comienzan a interactuar ellas mismas casi de un modo químico. La herencia del hegelianismo en el marxismo dio lugar a debates encontrados durante el pasado siglo. Ahora que la dialéctica no está en la agenda siquiera de los movimientos anti-capitalistas, es preciso preguntarnos por un modo de pensamiento que destierre cualquier atisbo de dogmatismo allí donde cualquier lucha desde el margen o en contra de la hegemonía amenaza por osificarse convirtiéndose en algo tan pesado como aquello a lo que se enfrenta, y esto es lo que la dialéctica puede ofrecernos hoy en día.