12/29/2011

Movimientos en la dialéctica

Los Embajadores, 1533, Hans Holbein.



¿En qué se diferencian el sentido de la ausencia y el sentido ausente? ¿Hasta que punto debería un artista comprender las implicaciones de sus hallazgos? Estas preguntas plantean no sólo la cuestión del cripticismo del arte sino las posibilidades de la recepción estética y sus espectativas. La experiencia del arte (sensitiva, táctil, visual) más allá de cualquier acumulación de información tiene que ver con los estados de alerta de la percepción, tensión constante, visión, conciencia y autoconciencia. A ello se le suma el lado cognitivo (y uno de los rasgos que la posmodernidad ha traído es la supremacía de lo cognitivo en cualquiera sea el campo estético, hasta el punto de encontrarnos dentro de eso que se viene llamando “capitalismo cognitivo”).
Pero la intensidad no puede suceder que desde un radical cuestionamiento de los procedimientos que conforman la propia actividad del arte que es a la vez experiencia y conocimiento. La misteriosa frase de Blanchot “Vigilar el sentido de la ausencia” de La escritura del desastre marcaría un estado de continua vigilia; el artista se afana en la búsqueda de unos resultados para al final del camino desvelarse que allí donde acaba la investigación no había nada, y que todo era un rodeo para mostrar lo verdaderamente importante: el proceso mismo de la búsqueda. El arte es siempre un ensayo (an essay), un intento donde la obra nunca es fruto de la inmediatez. A modo de proverbio chino, y a riesgo de sonar oracular, se podría decir que el arte es la senda de lo no-conocido que conduce a una forma de conocimiento. Ahí, la tensión entre las intenciones y los resultados permanece como una zona a la que el artista (cualquier artista) no tiene acceso directo (sino sólo indirectamente) pues además practicamente nunca existe una conexión lineal entre la primera (intención) y el posterior (resultado) sino un continuo trampear y trampearse donde el deseo, el inconsciente, el sueño y las pulsiones juegan una larga partida de ajedrez.
Aquí la sombra de Adorno vuelve a asomarse, quien insistiera implacablemente en la necesidad de las obras de arte modernas y el pensamiento de ser arduas, y él también, quien promulgara la atención en la materialidad de la poesía moderna y la densidad del lenguaje.

Apariencia y esencia, transcendencia e inmanencia, plenitud y ausencia, orden y desorden, unitario y fragmentario son pares conceptuales que a menudo la crítica utiliza para referirse a una misma obra convirtiendo la contradicción en una forma de adjetivación cargada de clichés.  Aún a pesar de la densa escritura generada por críticos y teóricos, algunos de estos pares algunos de los cuales remiten directamente a Hegel, y que deben recontextualizarse más como oposiciones binarias dispuestas a ser centrifugadas dentro de un sistema dialéctico que tiene en cualquier negación su punto de partida más que como meros receptáculos de un pensamiento binario. La dialéctica deviene entonces un método especulativo, más propio del alquimista que del científico, donde las contradicciones comienzan a interactuar ellas mismas casi de un modo químico. La herencia del hegelianismo en el marxismo dio lugar a debates encontrados durante el pasado siglo. Ahora que la dialéctica no está en la agenda siquiera de los movimientos anti-capitalistas, es preciso preguntarnos por un modo de pensamiento que destierre cualquier atisbo de dogmatismo allí donde cualquier lucha desde el margen o en contra de la hegemonía amenaza por osificarse convirtiéndose en algo tan pesado como aquello a lo que se enfrenta, y esto es lo que la dialéctica puede ofrecernos hoy en día. 

12/23/2011

Consumo


Existe la falsa creencia de que en sociedades organizadas de manera distinta a las nuestras, esto es, cuando el socialismo verdadero se convierta en realidad, el consumo será abolido o no tendrá razón de ser. Es sabido que la reproducción de la sociedad en cualquiera de sus formas necesita del intercambio de bienes para reproducirse, esto es, necesita del mercado, a no ser que pensemos en una forma de Estado todopoderoso y benefactor cuyos efectos devastadores el siglo XX ha sido testigo en distintos partes del Segundo y Tercer mundo. Ahora bien, entre consumo (y mercado) y “consumismo” (y libre mercado) hay un trecho que separa a los dos modos de producción históricamente antagónicos. Terry Eagleton señala repetidas veces en su libro (Por qué Marx tenía razón, Península, 2011) que el socialismo (esto es, un movimiento internacional y no solo limitado a unos pocos países aislados) solo podrá darse cuando la herencia del capitalismo (riqueza, bienestar y progreso) se usufructúe y se ponga al servicio de un nuevo modo de organización. Insiste en que para que se produzca el comunismo, antes tiene que haberse dado el capitalismo, pues solo desde una posición de riqueza económica se puede ensayar y aplicar la redistribución equitativa, pues el marxismo nació precisamente como estudio y análisis del capitalismo, preparándolo de paso para su inevitable relevo (proceso éste que puede llevar siglos). El modo de producción del esclavismo no se derribó en una noche, ni tampoco el feudalismo, etc.
Un modo de producción siempre precede a otro y a veces lo prepara para la jubilación: “Eso explica la ironía que se encierra en el corazón mismo de la concepción marxiana de la historia. La imagen de un orden capitalista dando a luz a su propio enterrador es propia del mejor humor negro”. (p. 159)
La historia de la Unión Soviética es de una vastedad y complejidad de difícil parangón. Es también un gran espejo donde mirar y aprender de la historia.
Eagleton detalla (sin ningún ápice de dogmatismo) que en condiciones de penuria económica, pobreza y aislamiento, el “experimento” solo puede estar abocado al fracaso o a la dictadura de un Estado que incapaz de gestionar los recursos económicos (y ante la escasez de capital) establece como única medida posible un férreo y tiránico control sobre los medios de producción. Se explica entonces con detalle los desesperados esfuerzos por organizar la miseria y sus consecuencias fatales.
Si Marx y Engels ya enumeraron en La ideología alemana las necesidades básicas de los seres humanos (afectos, alimentos, higiene, vestimenta) nada hace indicar que en un futuro organizado de otra manera ya no seguirá existiendo la necesidad del vestir (y es sabido que un buen par de zapatos es fundamental para poder caminar y sentirse a gusto). Nadie dice que la gente no querrá rodear su hábitat con sus objetos más queridos y tampoco nadie dice que el diseño no ocupará un papel privilegiado. Más bien al contrario. El “practicante cultural” Mark Fisher ha dicho al hilo de una conversación reciente que, “we need to reclaim concepts like ‘designer socialism’, arguing that a left-wing world would be one that was better designed and more alluring than capitalism!” (necesitamos reclamar conceptos como ‘diseñador socialismo’, argumentando que ¡un mundo de izquierdas sería uno mejor diseñado y más atractivo que el capitalismo! Algo parecido se pregunta continuamente Eagleton a lo largo de su libro sobre Marx: “¿Y si lo anticuado no fuera el marxismo sino el capitalismo en sí?”

12/21/2011

No time for love...

12/17/2011

EDITORIAL: Utopia reloaded





Utopia, de Tomás Moro



No vivimos en tiempos en los que la utopía esté demasiado valorada aunque ocasionalmente haga su aparición en la forma de una promesa de cómo podrían haber sido las cosas si esto o aquello no hubiera sucedido, etc. Cuando se la apela, es casi siempre en ficciones más o menos elaboradas que formatean una sociedad perfecta o idealizada. La utopía es, según estas definiciones corrientes, lo contrario a la realidad cotidiana o mejor, lo que no es real pero podría llegar a serlo. Todos reconoceremos que en el ámbito social y político vasco la utopía ha jugado y sigue jugando un rol preponderante; ahí donde la utopía puede entenderse como positiva y negativa al mismo tiempo y de un solo golpe. La utopía, sin embargo, pivota tanto sobre el futuro como sobre cómo resolver la mayoría de los conflictos alrededor de la convivencia colectiva. La utopía gira sobre el cómo vivir juntos, la colectividad, la comunidad. La utopía tiene que ver con el destino colectivo de distintos grupos identitarios que se piensan conviviendo juntos: la imaginación utópica no es en este sentido la realización de esta o aquella idea política, sino más bien el mantenimiento de la esperanza, de la capacidad de que esta o aquella realización pueda ser imaginada. Jameson señala que ya no nos sirve la imaginación del futuro (sea éste utópico o distópico) sino que la crisis actual señala una dificultad para la capacidad imaginativa misma. El cierre del sistema derechista siempre carga contra la utopía como idealista, irrealizable y demás, y haciéndolo no se carga la utopía sino la capacidad de imaginar siquiera alternativas al orden actual. Los distintos nacionalismos (en el caso vasco es primordial) centran su conflicto interno sobre esta fuerza centrífuga de la satisfacción del deseo colectivo. Pero una de las cosas que Jameson apunta es que el cumplimiento del deseo es imaginario, es decir, el deseo no se realiza, y para demostrarlo nada como recurrir a los cuentos de hadas y su lógica del wish-fulfillment. “Hoy la idea es que una utopía propiamente no tiene que representar una sociedad perfecta sino que presenta el acto de imaginar una sociedad perfecta (…) representa el deseo utópico en lugar del cumplimiento de la utopía. Y esto ocurre en un tipo de sociedad en el que nos podemos encontrar con distintos grupos en busca de distintos tipos de utopía”.[1] Estas palabras resuenan con más fuerza más que nunca en nuestra actual coyuntura política.

Pero además, la utopía contiene sus propios géneros y herramientas; es consustancial a la futurología no solo predecir el mañana sino dotarse de los mecanismos para modelarla. A las sociedades basadas en la planificación se oponen esas otras organizadas alrededor de la especulación. Las primeras se asocian con el socialismo mientras que las segundas obviamente esconden el modo capitalista de organización. Plan y escenario. La elaboración de escenarios (scenarios) algo habitual en economía y en política, y es la técnica principal de lo que se ha venido llamando como Estrategia Prospectivista. Consiste en una reflexión previa que, al tiempo que se anticipa a la acción, también la prepara. Un escenario es un conjunto formado por la descripción de una situación futura y del camino de los acontecimientos que permiten pasar de la situación de origen a la situación futura. La idea de que debido a que alguna gente imaginó alguna vez un futuro, ahora tenemos este presente. A partir de este momento, el futuro no se explica únicamente por el pasado y las imágenes que tengamos del futuro necesitarán un guión que nos conduzca desde el presente hasta el futuro. Pero en contra con la creencia habitual, fruto de la propagando, no es marxismo sino el capitalismo el que comercia con futuros y, paradójicamente extiende la falsa percepción de un “presente continuo”. “Podríamos considerar que la función política de la utopía consiste en interrumpir y/o romper nuestras ideas heredadas respecto al futuro: romper ese futuro prefabricado.” (Jameson) La pregunta que debemos hacernos es: ¿qué ocurre en el instante en el que se da una crisis en la imaginación? La necesidad de un género como la ciencia ficción viene a socorrernos entonces. La distinción entre ciencia ficción y utopía, y entre estas y el pensamiento de scenarios debe realizarse, si bien muchas veces la cultura de masas proporciona artefactos semióticos de una complejidad alegórica donde las tres se entremezclan. ¿Cuál es la misión en todo esto de esa fábrica de los sueños llamada Hollywood? Controlar el futuro es una prioridad de gobiernos y emporios corporativos multinacionales. En un libro muy recomendable de reciente aparición Eagleton refuta una por una 10 objeciones que se plantean más habitualmente contra la obra de Marx. A propósito de la utopía escribe: “Son muchos los futuros diferentes que están implícitos en el presente, y algunos de ellos resultan mucho menos atractivos que otros. Ver el futuro de este modo es, entre otras cosas, una salvaguardia frente a las falsas imágenes del mismo. Significa un rechazo, por ejemplo, a la visión ‘evolucionista’ complaciente que entiende el futuro como más del presente, es decir, como una especie de presente ampliado. Así es, en general, cómo a nuestros gobernantes les gusta ver nuestro porvenir: mejor que lo actual, sí, aunque cómodamente instalado en una especie de continuo con él. Las sorpresas desagradables se reducirán al máximo. No habrá traumas y cataclismos; solamente un mejoramiento constante con respecto a lo que ya tenemos. Esta visión era conocida hasta hace poco como la del ‘fin de la historia’, justo antes de que los islamistas radicales tuvieran el feo detalle de reanudar la historia de nuevo”.[2] Los intentos desesperados por buscar denominación a nuestro presente, en su vano intento de enterrar el posmodernismo, es el síntoma inequívoco de que nuestro perpetuo, continuo presente, está sólidamente instalado en nuestras conciencias.


[1] Algunas de estas reflexiones fueron realizadas en la librería La Central del Museo Nacional Reina Sofia de Madrid el 24 de Noviembre de 2005 durante la presentación de su libro Archaeologies of the Future: the Desire called Utopia and other Science Fictions (Verso), posteriormente publicado en castellano por Akal.
[2] Terry Eagleton, Por qué Marx tenía razón, ed. Península, 2011, Barcelona, p. 79.

12/11/2011

Edición versus comisariado

Puedo recordar un artículo de Robert Storr en la revista Frieze donde éste realiza una crítica de la actual configuración de la figura del comisario como un nuevo auteur cuya autoridad sobrevuela por encima de las exposiciones y, de manera un tanto contingente, por encima de las obras y los artistas. A continuación, se pregunta si las artes visuales no estarían mejor servidas si los comisarios se modelaran a sí mismos como editores. Escribe: “He visto mi responsabilidad siendo parecida a aquella de un buen editor literario, quien podría justamente sentir orgullo en la capacidad de localización y fomento de realizaciones, pero quien de otro modo está contento de funcionar como el sondeador y respetuoso ‘primer lector’ de la obra o manuscrito –actuando así en nombre de todos los futuros lectores- y se muestra poco inclinado a intervenir en el proceso del escritor excepto en ese punto necesario donde extraer lo mejor que de él de manera que el subsiguiente diálogo entre la obra y el público sea el más elevado y abierto posible”. [1]

La modestia del editor (en la “modesta propuesta” de Storr) es aprovechable para el sistema curatorial actual, parece querer decir. Esta idea del “first reader” de la obra de arte es atractiva y contemporánea a la vez. El editor, como el comisario, “acompañan” a la obra literaria/obra de arte en el proceso de hacerse y no sólo antes y después. Esa compañía es la que forjará la relación entre el editor/comisario y el escritor/artista. Concluye su artículo: “más que hacer de vosotros como los próximos Beuys o Barthes o incluso el próximo Sam Fuller, pensad en su lugar en los grandes editores modernistas tales como Maxwell Perkins, Kurt Wolf and Jean Paulhan, por no mencionar sus equivalentes contemporáneos, y considerar que hacerlo de este modo en nombre de las artes visuales es mejor para todos los concernidos que añadir otro nombre a la lista de los aspirantes a batidores del mundo”.[2]

Me interesa este símil trazado por Robert Storr dentro del contexto actual del arte como una manera de no tomar las competencias profesionales como preformateadas sino sujetas al cambio, a la evolución y al aprendizaje.
Es necesario en este contexto, y ante la inminente confusión de posiciones y usurpación porparte del comisario o director/a de museo del rol específico del editor, de la siempre difícil tarea de la edición recordar las palabras de Bruno Munari acerca de lo que es la actividad editorial. Y escribe: “No sólo la proyectación gráfica de la portada de un libro o de una serie de libros, sino también la proyección del mismo libro como objeto y, por tanto, el formato, el tipo de papel, el color de la tinta en relación con el color del papel, la encuadernación, la elección del carácter tipográfico según el argumento del libro, la definición de la extensión del texto respecto a la página, la colocación de la numeración de las páginas, los márgenes, el carácter visual de las ilustraciones o fotografías que acompañan al texto, etcétera”.[3]

¿Se encarga actualmente el comisariado de estas tareas? ¿Se encargan los directores de museos y centros de arte de estas cuestiones? Evidentemente no, más bien, éstas son las tareas desempeñadas por los diseñadores. ¿Entonces? ¿Está hablando Munari de la sustitución del diseñador por la del editor y en última instancia, según el análisis de estas páginas que el comisariado debiera devenir en una especie de diseñador? Evidentemente tampoco. Desde el punto de vista de una ortodoxia editorial, el diseñador es una parte del engranaje más situada entre el autor y el editor. La actual desaparición de la figura del editor, entendida de manera específica, dentro del contexto artístico está generando un efecto de ampliación: cualquiera puede ser editor. De la misma manera que en la década de los ochenta e incluso en los noventa se organizaban exposiciones de todo tipo y muchas veces sin la figura del comisario, y hoy en día esto es prácticamente imposible, algo similar es posible predecir dentro del universo de los libros en papel. El problema reside en las políticas de la publicidad inherentes a un exceso de acreditación que lo que conlleva es un aumento del valor simbólico de los nombres acreditados. Existe el peligro de que los comisarios y directores de centros de arte firmen como editores todo aquello que sale en papel de las instituciones para las que trabajan o dirigen. Pero ¿son verdaderamente editores en el sentido de Munari? La pregunta con la que conviene cerrar aquí es la siguiente ¿es el editor un autor?

[1] Robert Storr, “The exhibitionists”, Frieze, Issue 94, Octubre 2005, p. 25.
[2] Ibid., p. 25. Las referencias a Beuys y a Barthes están sacadas de su análisis de “cada persona es un artista” del primero y de las variantes de “la muerte del autor” del segundo.
[3] Bruno Munari, ¿Cómo nacen los objetos?, Gustavo Gili, Barcelona, 1993, p. 33.

12/08/2011

EDITORIAL: El arte y la teoría de la compensación


Sello "Workmen's compensation law. Wisconsin", 1961


¿Cuáles son las leyes que gobiernan el gobierno de la institución del arte? ¿Cuáles las normas sobre las que se erige el edificio? Una teoría posible sería aquella de la ley de la compensación, esto es, una legislación no escrita, y mucho menos intuida, por la que al ascenso de algo se le contrapone el descenso de otra cosa que lo antecedía en su posición de privilegio. La compensación, consciente o inconsciente, gravita en el fondo de muchas de las actitudes (¿políticas?) que orientan el sistema del arte. En este sentido, no hace falta insistir en lo erotizado de un sistema que ha sustituido la filiación al debate ideológico aunque, paradójicamente, se presente ese mismo conflicto ideológico como garante de la toma de decisiones. No hay nada malo en ello; las filias y las fobias son siempre un filtro suficientemente subjetivizado que se auto-justifica. Para la mentalidad paranoide es siempre ese terreno “amoroso” el que ofrece coartada a su delirio de conspiración; X es amigo/a de Y, etc. Entiende, la mente paranoica, que debería existir un espacio libre de mafias y asociaciones, un lugar para la democracia institucional. ¿Y eso, cómo se hace?
Sin embargo, la apelación a la democracia en estos casos ahoga la idea de justicia. La compensación es, en este sentido, un sucedáneo de la justicia, y la imperfección de ambas es un requisito necesario para que el sistema se mantenga, pues además, así lo es en la sociedad. Pero lo compensacional, quizás una variante psicológica a una “ley de los cambios”, nos da una posible respuesta: muchas de las políticas institucionales, líneas expositivas y programas funcionan bajo la dinámica de la compensación (y no solo en el sentido de nivelar fuerzas, personas y recursos). El arte es una red que replica el modo organizativo de la sociedad hasta sus detalles más nimios. Compensar, sopesar, equilibrar, pagar favores y alojar al marginal son algunas de las estrategias. La progresiva profesionalización, o lo que es lo mismo, la discursivización de la institución-arte en la última década (al menos en el Estado español) ha generado la ilusoria sensación de lo ideológico como principio categórico gobernante. ¿Dónde quedan los subterfugios libidinales y la búsqueda del placer en una posible narración de la institución? Una ley de la compensación se caracterizaría, en primer lugar, por su grado de auto-consciencia sobre los efectos que origina, y después por introducir tanto la ideología como la libido en el interior de su mecanismo. Si alguien desea comprender cómo funciona el arte (incluido el mercado) pensar en términos de compensación equivaldría a comprender las motivaciones humanas que subyacen detrás de todo un sistema. 

12/04/2011

¿Llevan los objetos una buena vida?

Jarras, tarros, botijos seleccionados por Jasper Morrison para su exposición "Jugs, Jars and Pitcher"

El hecho de que los objetos que pueblan el mundo tengan una buena vida, más que una ordinaria, en su acepción vulgar, quizá no llegue a convertirse nunca en un asunto conversacional de largo alcance. Ontológicamente, la pregunta sería equivocada, pues obviamente no podemos preguntar a entidades inertes inhabilitadas para establecer una conversación y, sin embargo ¿a quién le importan esos objetos más que a nosotros, sus propietarios, pues son ellos los que nos acompañan durante décadas o incluso durante toda una vida? Se podría añadir que los objetos que nos parecen interesantes y atrayentes, como consumidores y usuarios, son aquellos que implementan un cierto bonvivantismo, en tanto una economía basada no en el hedonismo, sino en las políticas del estilo y el buen gusto. Hemos alcanzado un punto de ebullición tal que es posible contemplar la consideración de las obras de arte como pertenecientes a la gran familia de los objetos, sin que la aparente superioridad de la primera por encima de la segunda suponga ninguna clase de amenaza. Por encima de cualquier intento de categorización, se impone la necesidad de una ecología dentro de ese sistema de los objetos. De manera similar a cómo el antropólogo Gregory Bateson concibió que "así como existe una ecología de las malas hierbas, existe una ecología de las malas ideas”, es pertinente hablar de una ecología de los objetos y las formas en su sobreabundancia a menudo irreflexiva y gratuita. [1] Esto resulta muy adecuado a la luz de la práctica artística actual, donde la condición de objeto ha sido reiteradamente puesta en cuestión sin finalmente haber evacuado el fetiche de manera definitiva y radical; el reino de un arte sin objeto, sin mercancías, ha sido imaginado pero todavía no consumado, algo que bien podría emparejarse con aquella otra utopía, igualmente soñada en infinitas ocasiones como proyección ideal y de verdad radical, de una sociedad gobernada sin la presencia mediadora del dinero.
Ahora bien, preguntar sobre si los objetos aspiran a una buena vida se convierte en un desafío ontológico sostenido por la frágil tensión donde la ambigüedad de la pregunta arroja información valiosa sobre la orientación de un diseño ético y responsable. Todos sabemos que las relaciones de intercambio económico dentro de la esfera del arte siguen siendo las dominantes, y que los intentos de desmaterialización de la obra de arte no han sido siempre intentos de des-fetichización mientras la reificación de la mercancía persiste.

Gerrit Rietveld

COLECCIONAR
Walter Benjamin escribió sobre el arte de coleccionar y definió a los coleccionistas como personas con un instinto táctico: el coleccionista es el paradigma de la subjetividad privada, cerrada, alguien que obtiene placer en su intimidad. Benjamin, él mismo coleccionista, escribió una vez que “every passion borders on the chaotic, but the collector’s passion borders on the chaos of memories”.[2] Como él percibió, una forma de adquisición infantil emerge en el verdadero coleccionista, cuyo último objetivo es renovar el viejo mundo. Los coleccionistas adultos están movidos para recoger las cosas que les fascinan en el deseo de poner cosas individuales unas al lado de otras, produciendo nuevas e intrigantes yuxtaposiciones- así como un niño lo haría- otorgándose a sí mismo una justificación intelectual para continuar con su tarea. Pero además, al coleccionista se le ha visto habitualmente como perteneciente a la esfera burguesa mientras que esa misma burguesía proyecta su propia publicidad o su dimensión pública. Mientras nos habla de su singularidad y de sus contactos con el exterior, el coleccionista cultiva sobre todo su interior mientras el acto de coleccionar deviene en un reemplazamiento de las relaciones humanas. Políticamente hablando, se entiende que el recorrido que va de lo privado a lo público es beneficioso para la sociedad, y así se presentan gran parte de colecciones privadas insertadas en instituciones, mientras que lo contrario, de lo público a lo privado se considera como ideológicamente sospechoso. Que las colecciones privadas se sometan a esta dialéctica tampoco nos informa acerca de las intenciones de cada caso concreto, de la misma manera que damos por sentado que los propietarios de las obras deben cederlas –casi por obligación moral- en préstamos para completar exposiciones individuales y colectivas de todo tipo. Esta clase de relaciones devuelve a la esfera pública su dosis de publicidad (publicness). Un modo de romper las rígidas oposiciones binarias entre lo privado y lo público puede establecerse con la recalificación de mucho de lo que nos rodea como de semi-público y/o semi-privado. Ésta es además una condición aplicable al artista contemporáneo, atravesado en su individualidad y al mismo partícipe de un colectivo mayor, exponente de una publicidad en la medida en la que participa, exponiendo su quehacer, de las políticas de la presentación.
Benjamin hurgó hasta el agotamiento en el significado del interior y del salón al escribir que “bastaría con analizar detalladamente la fisonomía que presentan las hogares de los coleccionistas. Se tendría entonces la clave de los interiores del siglo XIX. Igual que en ellas las cosas toman lentamente posesión de la casa, así en éstos se quiere coleccionar un mobiliario que reúna huellas del estilo de todos los siglos”.[3] Y a continuación mencionó: “Mundo de las cosas”. De modo similar, las cosas y el mundo conviven de manera conflictiva y armoniosa a la vez, donde orden y desorden se prestan a un interminable recreo. Los objetos y los espacios establecen una relación dialéctica. En La poética del espacio, Gastón Bachelard expuso toda una topofília, una poética de las viviendas y una exploración de la casa como lugar vivido: todo espacio habitado lleva como esencia la noción de casa. [4] Los interiores integran la dimensión psicológica, formada por recuerdos y olvidos, y son el primer dominio de la cotidianeidad, auténticos “microcosmos”. La casa es, además, una unidad de imagen y recuerdo. La pregunta es entonces, ¿dónde y cómo encuentran el reposo esas excepciones llamadas obras de arte?


EBANISTAS Y NARRADORES
Al reducir todo objeto al mero valor de uso alguien tan dogmático como Adolf Loos desarrolló el teorema del predominio de la técnica y al mismo tiempo afirmó el principio estético de la ecuación útil-bello abogando por la “buena forma”, aquella la cual no se inventa desde cero sino que ya existe en la naturaleza y por lo tanto, tan sólo es necesaria cogerla[5]. Loos parecía creer que el idealismo de la forma distingue de manera natural entre la buena y la mala forma.
Traer este debate a los tiempos actuales es poco menos que anacronismo disfrazado de retórica. Sin embargo, más que ser un “objeto”, la forma representa las relaciones entre los modos sociales (y colectivos) y los proyectos individuales y por lo tanto es toda una instancia mediadora.
El tacto remite a la mano, a la factura. Ya sea realizando las piezas o llevándolas a un taller para que un especialista las realice, la presencia de la mano (en la artesanía), o su ausencia (en la fabricación mecanizada) denota la revalorización de la labor y de la técnica usada. Benjamin también reclamó una correlación entre la figura del artesano con la del narrador, pues el acto mismo de narrar es una habilidad o un arte, lo que nos lleva a reflexionar sobre las operaciones de la narración y la comunicación artesanas como quintaesencia de la experiencia y la personalidad individual.[6] El paso de la artesanía (con su insistencia de la mano en el proceso de producción) a la mecanización impacta en los modos de la memoria. La mano toca, posee conocimiento práctico. Pero esta glosa de la técnica artesanal no es aquí una reivindicación romántica, al contrario, opera en la misma línea que cuando Gerrit Rietveld (vestido con su ropaje de carpintero) diseñó y realizó la silla Red Blue eliminando la subjetividad individual a favor de una estética apta para la producción en serie a la vez que producía un objeto de una belleza y perfección inigualables. William Morris no hubiera estado de acuerdo aún compartiendo ambos una misma visión de progreso.


[1] Gregory Bateson, Steps to an Ecology of Mind: Collected Essays in Anthropology, Psychiatry, Evolution, and Epistemology, University Of Chicago Press, 1972.
[2] Walter Benjamin, ‘Unpacking My Library: A Talk about Book Collecting’, en Illuminations, Fontana, Glasgow, 1979, pp. 59-68.
[3] Walter Benjamin, Libro de los pasajes, “El interior, la huella”, Pre-textos, Valencia, 2008, p. 237.
[4] Gastón Bachelard, La poética del espacio, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2000.
[5] Benedetto Gravagnuolo, Adolf Loos: Teoría y obras, Editorial Nerea, San Sebastián, 1988.
[6] Esther Leslie, “Walter Benjamin: Traces of Craft”, Journal of Design History, Vol. 11, No. 1, Craft, Modernism and Modernity, 1998, pp. 5-13.

12/02/2011

Imágenes para una lectura-performance, "Escanografias" de June Crespo

Jean Rouch
Abi Warburg
Hopis, kachinas
Rostridad; Año cero, Deleuze & Guattari, Francis Bacon
El formalista ruso, Viktor Shklovsky
Madre coraje, Bertolt Brecht
Oskar Schlemmer y máscara
Erich Consemuller, Lise Bayer, Marcel Breuer
"Les statues meurent aussi", Chris Marker & Alain Resnais, 1953
Erich Consemüller, Bauhaus
"El placer del texto", Roland Barthes

12/01/2011

Escanografías (2), June Crespo, CO-OP # 4



Esta publicación recoge scanners, texturas, ensamblajes y collages de la artista June Crespo (Pamplona, 1982). Existe un alto grado de surrealismo en estas imágenes, denominadas "escanografías", y que resultan del escaneado directo de materiales y cosas en singulares asociaciones. Esta es la segunda entrega de Escanografías
A su vez, esta edición de artista es la cuarta publicación de CO-OP, mi particular proyecto editorial. 


Presentación-performance, 1 de diciembre, Anti-Liburudenda, Bilbao, 20.30 h.


CO-OP # 1: Asier Mendizabal, Smaller than a Mass, 2006
CO-OP # 2: Xabier Salaberria, 2009
CO-OP # 3: June Crespo, Escanografias 1, 2010
CO-OP # 4: June Crespo, Escanografias 2, 2011




11/28/2011

Capitalismo de ansiedad (4): Melancolía, o el planeta azul


 Metáforas y alegorías. La irrepresentabilidad del sistema-mundo hace de su mediación una necesidad. La última película de Lars von Trier consigue recordarnos la inscripción de ese sistema-mundo en la producción cultural de manera similar a cuando 2001: Odisea en el espacio o La naranja mecánica de Kubrick impactaban en toda una generación por sus implicaciones morales y filosóficas. El simbolismo de von Trier consigue de igual modo capturar el sistema, devolviéndonoslo de la manera más desasosegante: el fin del mundo, la destrucción de la tierra. Esta posibilidad excita nuestra imaginación, lo que nos lleva a esbozar escenarios futuros sobre las posibles causas del desastre, siendo el choque con un planeta llamado Melancholia la consecuencia de una ficción fílmica que esconde secretamente una lección. El cine de catástrofes, blockbuster o sci-fi, nos enseña que debemos leer sus señales revestidas de espectacularidad con el decodificador alegórico a mano. Al final de muchas de las interpretaciones posibles del género en cuestión pueden detectarse motivaciones que replican problemáticas reales; conflictos que la mayoría de las veces se centran en el colapso medioambiental o en los modos de organización sociales (la utopía del comunismo - según la ideología del capital siempre es utopía). Muchas otras veces es la imagen distorsionada de un capitalismo cada vez más depredador la que se lleva el premio (y que casi siempre adquiere la forma de un ente abstracto, un bestia inasible o similar). No debería dejar indiferente que en medio de la crisis actual debida a la especulación del capital financiero y el intento de refundación del sistema, Melancholia dispare la imaginación sobre estos y otros asuntos. La conocida frase de Jameson de que es más fácil imaginar la completa destrucción de la tierra que el final del capitalismo no deja de resonar constantemente (en una especie de mantra adoptada por marxistas y post-marxistas de todos los lugares). [1] Pero en aquel planteamiento, Jameson no apuntaba tanto al peligro medioambiental que amenaza al planeta, sino al decline de la imaginación a la hora de pensar alternativas al orden existente. Melancolía confirma lo que ya sabíamos, esto es, que la ciencia ficción es el género mejor situado para esbozar alegorías del sistema-mundo y a la vez despertarnos del largo letargo imaginativo en el que nos hallábamos sumidos. Que esto sea además posible gracias a la furia creativa de von Trier lo hace todavía más digno de admiración. Melancolía se posiciona, desde ya, como un ejemplo ineludible entre el mundo de la producción material más inmediata y la esfera de las ideas, la cultura y el pensamiento (o entre lo que también se denomina base y superestructura). Si en la primera parte, “Justine”, se muestra el derrumbe simbólico de las instituciones, en lo que es una descripción feroz del capitalismo tardío (la familia, los rituales sagrados, las bodas convertidas en parodia, el cinismo de las empresas de marketing y toda la decadencia burguesa), la parte segunda, “Claire”, no anuncia sino distópicamente la manera definitiva en el que el modo de producción dominante cede el relevo a la única fuerza colectiva e histórica que aguarda al cambio. Aunque esta visión, empujada por la sentencia jamesoniana, tiene sus contraindicaciones: obviamente con la destrucción del planeta ya no hay necesidad de ningún modo de producción. Ni capitalismo, ni socialismo ni nada otro que se les oponga.


A tenor de algunos trabajos teóricos recientes sobre el crecimiento económico y la crítica al capital, la amenaza del final ha comenzado a ser pensada de una manera plausible, no ya las predicciones del 2012 como el último año, ni el que un asteroide impacte sino el simple hecho pensar en los peligros de lo nuclear, el agotamiento de los recursos o la subida del nivel del mar. ¿Cuál es el futuro que les espera a nuestros hijos y nietos? Terry Eagleton ha planteado la pregunta correcta, que transciende lo académico, en su último libro: “Supongamos que unos cuantos sobreviviéramos como pudiéramos a un cataclismo nuclear o ecológico y comenzáramos de nuevo la imponente tarea de reconstruir la civilización desde cero. Sabiendo lo que sabríamos acerca de las causas de la catástrofe, ¿no haríamos bien en probar esta vez la vía socialista?”[2] 

Si bien pudiera parecer que todo esto resulta demasiado para una simple producción, por otra parte bastante espectacular, el mérito de von Trier reside en otra parte (aunque tampoco en consideraciones que posiblemente también escapen a sus intenciones), sino mejor en la capacidad para coligar nuestros miedos inconscientes con la nueva propagación de una economía del miedo que acaba teniendo un impacto brutal en las subjetividades y los cuerpos y que prefiguran el cuadro psicótico (como advenimiento) de lo que Julia Kristeva definió una vez como “las nuevas enfermedades del alma”.[3] El capitalismo de ansiedad  reaparece como depresión, tristeza y melancolía. Mientras muchos  le cojen el gusto al término de lo bipolar para tachar cualquier sospecha de desorden psíquico, otros se erigen en figuras ejecutivas de la propagación del miedo alentando a ese poder fáctico abstracto denominado como los mercados (en el papel de “la bestia”). Que existe una relación directa en la propagación de estas nuevas enfermedades del alma (o aquellas otras viejas) con el desarrollo de la forma capitalista es algo que muchas personas con un mínimo de perspectiva histórica podrían corroborar, a excepción claro está de los propios psiquiatras. En lo que Kristeva se equivocó no fue en la descripción de los síntomas sino en la paleta de color, pues su sol era negro mientras que éste es azul (¿acaso no es el sol otro planeta más?).[4] Al director danés no le quedaban muchas opciones en la gama; descartados el color rojo y el verde por su simbolismo obvio, y el naranja por su asociación con las socialdemocracia europeas, y el amarillo no es un color plausible para un planeta, el azul claro parecía la mejor opción por la que decantarse. ¿Nos suena de algo?

El recorrido que realiza la película es de libro: la depresión de Justine se da dentro del orden de lo simbólico mientras que su recuperación progresiva va coincidiendo con la llegada del planeta azul en lo que es su entrada inexorable en lo real lacaniano. El retorcimiento sádico de von Trier llega hasta el nombre de la protagonista que interpreta Kirsten Dunst, Justine, quien se abandona ofreciéndose desnuda al goce extasiado ante el irresistible influjo de la luz blanca irradiada por Melancholia, en una de esas escenas surrealistas por las que el visionado de la película se convierte en obligación. Aunque hay material suficiente para el psicoanálisis y la determinación del cuadro psicótico de Justine, Melancolía avanza en una dirección donde la amalgama de postales de gran belleza sublima el contenido solo al precio de añadirle una mayor carga de significación. De este modo, el renacentismo y el romanticismo, el modernismo estético y el simbolismo comienzan un funesto baile macabro de proporciones inasimilables; la escena de la sala renancentista, como inspirada en alguna pintura misteriosa, con el ciprés al fondo ardiendo es difícil de interpretar, como también lo es la estampa del caballo negro descomponiéndose. Von Trier parece remontarse al hombre del renacimiento y la razón de la ciencia para someterle a una operación quirúrgica de desbordamiento, suplantada por la exhuberancia del romanticismo y el nihilismo trágico.


El director (el artista) ha tenido la elegancia de no seleccionar entre sus estampas el famoso grabado Melancolía I de Durero, una de las obras de arte más estudiadas e interpretadas de la historia y uno de los hitos del psicoanálisis, y donde los utensilios de astronomía yacen por el suelo, aparcados ante la mirada saturniana del personaje. El desafío a la razón humana, a la ciencia, (en un movimiento contra los valores del hombre moderno que comienza en el Renacimiento) es una constante: Claire (Charlotte Gainsbourg) diciendo, “¿y si los científicos se equivocan?” ante la fe de su marido (Kiefer Sutherland).
Pero la relación con el grabado de Durero está ahí, bien presente, en el personaje de la ciencia; la tecnología casera inventada por el niño a base de unos alambres arruina toda la tecnología de telescopios del investigador científico amateur en el que se ha convertido el personaje de Sutherland, y su fe en la razón instrumental queda arrojada al cubo de la basura por la precisión infalible de uno simples aros de metálicos. Entonces el final está cerca, ya no hay salida. (El antihumanismo de von Trier irrita a la moral y al pensamiento humanista de la misma forma que Marx, Nietzsche, Freud y Foucault irritaron a las mentes bienpensantes). El antihumanismo de von Trier, su sentido trágico, nos es necesario. El artista no solo resiste, sino que molesta, estorba. Una molestia solo comparable a la indignación de aquel espectador que se quejaba furiosamente en un foro sobre el comentario estúpido de otro espectador situado detrás suyo y que, después de la escena final, y cuando los títulos de crédito comienzan, exclamó: “pues qué bien, ya no habrá secuela”.

Lars von Trier juega con los géneros, y si en Dogville es el distanciamiento y extrañamiento brechtiano el generador del sentido, aquí el Romanticismo alemán funciona como desencadenador emocional, ejemplificado en el preludio de Tristán e Isolda de Wagner. Pero el danés no es ni continuador de la estética de Brecht ni seguidor de ningún ideal del XIX, sino más bien un artista contemporáneo cuyo posmodernismo le permite coger el método de cada uno para servirse de ellos con una voluntad intencional. La manipulación del espectador es una de sus marcas (desvelándose en esa manipulación una de las premisas de todo arte). Pero el simbolismo de Melancolía va mucho más lejos, y uno no es capaz de comprender del todo la función de Malevich siendo sustituido por Brueghel el Viejo o por la Ofelia del prerrafaelista John Everett Millais. 
Melancolía es dura como un diamante negro; duele, angustia, penetra en el sistema nervioso, no por la vía del sentimentalismo sino casi por inducción química, o extrasensorial.





[1] Fredric Jameson, Las semillas del tiempo, Trotta, Madrid, 2000. La frase exacta es la siguiente: “Parece que hoy en día nos resulta más fácil imaginar el total deterioro de la tierra y de la naturaleza que el derrumbe del capitalismo; puede que esto se deba a alguna debilidad en nuestra imaginación”. p. 11.
[2] Terry Eagleton, Por qué Marx tenía razón, Península, Barcelona, 2011, p. 71.
[3] Julia Kristeva, Las nuevas enfermedades del alma, Cátedra, Madrid, 1995.
[4] Me refiero al libro de Kristeva, Sol negro: depresión y melancolía, Monte Ávila, Caracas, 1997. 

11/20/2011

Sobre La crítica espectacular y "Los pasos dobles" de Isaki Lacuesta







La disputa que se libra desde el pasado Festival de Cine de San Sebastián entre el cineasta Isaki Lacuesta y los periodistas Boyero y Hermoso (pongamos solo sus apellidos) ha tomado un nuevo rumbo con la apertura del primero de un blog donde, además de mostrar los modales de los contumaces críticos, aguijonea sin remilgos a una clase de periodismo o crítica de cine a la española. La crítica espectacular se hace llamar y bien merece una atenta lectura tanto para conocer el talento para la crítica de Lacuesta como para cerciorarse de las “bondades” de la crítica en es(t)e país. Poco más de una semana desde su apertura y el blog se ha convertido en uno de los más seguidos y comentados en la red. No conviene parafrasear lo que ahí se cuenta (basta darse un garbeo para ello) aunque sí merece la pena indagar en el origen de un desencuentro entre dos clases de agentes que se remonta históricamente a una relación en sí conflictiva: artistas versus crítica.

Lacuesta pertenece a una nueva generación de cineastas que ha absorbido la crítica como parte de su propio campo de actividad, algo que sin duda nos recuerda a los orígenes de la Nouvelle Vogue y la revista Cahiers du Cinema. La diferencia con este precedente estriba en que mientras que en éste la crítica era un modo de hacer cine sin cámara, y el amor por el cine era una pulsión adolescente que pasaba por la crítica antes que por la realización de películas, en Lacuesta la crítica proviene de la relación con la enseñanza reglada de los audiovisuales y su teoría dentro del sistema universitario, en concreto la Universidad Autónoma de Barcelona y la Universidad Pompeu Fabra, donde además también es profesor. No obstante, hace bien en recordar sus escarceos de crítico siendo también un post-adolescente (igualmente en San Sebastián) como quien recuerda a sus detractores donde se halla la semilla de lo que vendrá después (aunque este impulso hacia la crítica resultara anterior al encuentro con la teoría cinematográfica). Los Godard, Truffaut, Rivette le serán queridos precisamente por haber ejercido primero la crítica antes de pasarse a las películas. Algo similar ocurre con el director de Girona, para quien escribir un texto, realizar un cortometraje, enseñar u ofrecer una conferencia parecen haber ser distintas ocupaciones de una misma actividad: cineasta, artista. Incorpora esa forma que se llama “ensayo”, donde la crítica, el ejercicio de “escritura”, se realiza de muy diversas maneras y casi siempre a partir de materiales pre-formados o entidades culturales que ya existen.

Lo que aquí nos importa es el momento en el que un artista se convierte en una autoridad moral que hace obsoleta la función de la crítica por medio de la usurpación de las herramientas cognitivas de ésta, algo que nos llevaría directamente al menos hasta Baudelaire. En ocasiones la balanza se equilibra y los artistas, escritores y cineastas son los que mejores armas poseen no solo para la reconsideración y contextualización de sus obras sino también para las de sus colegas y el medio en general. Con el arte conceptual, por ejemplo, también se hacían irresolubles los bordes entre práctica artística y crítica. Por “herramientas” (para la crítica) no solo me refiero a la capacidad para la escritura, sino más bien la absorción de la teoría y el análisis cinematográfico así como el ámbito del discurso como inherente a la producción artística per se, diferencia ésta que separa claramente a un Pedro Almodovar de Isaki Lacuesta (dos de los “maltratados” por Boyero que han levantado la voz contra las “malas” formas del periodista). Esto no le exime al último de algunas de sus acciones, como el desafío lanzado a la crítica recogiendo la Concha de Oro. Quizás no fuera sino torpeza, al vérselas en un escenario nuevo para él y a pesar del aire de superioridad que sus declaraciones insuflaban. Digo esto no porque la crítica de cine que se practica en España deba ser respetada sino porque ni el escenario ni la situación se prestaban para tal comentario, mucho menos después recibir el galardón.

Se puede dividir la institución de la crítica en dos modos de crítica que parecen anularse la una a la otra: la primera es una crítica basada en los principios de la Ilustración en la que el crítico se arroga el derecho de hablar en nombre del público, produciendo una crítica subjetivista basada en el juicio, en lo que sí y lo que no, y que resulta la mayor de las veces polémica y escandalosa (Diderot sería aquí su figura). El otro tipo de crítica nace del Romanticismo alemán, donde la tarea de la crítica está concebida en tanto elevación de la obra de arte a un plano superior de reflexión y donde el crítico (siempre “él”) pelea por hacer justicia a la obra de arte, la cual, si supera la prueba, establece su propia ley interna para su existencia futura. Esta crítica “completa” la obra de arte, es analítica (Novalis, Schiller y demás serían sus figuras). Que estos dos tipos de crítica estén mezclados y se confundan continuamente es uno de los rasgos de lo que hoy se denomina “crítica”. En toda esta polémica parece no diferenciarse entre estos dos tipos a la vez que se reclama a la primera lo que le es propio a la segunda. Pero además, pasa por alto la regla que funda al primera modalidad de crítica: por muy personalista y basada en el “yo, mi, me, conmigo” que esté ésta, su voz, su legitimidad, la encuentra en el público, es decir, el destinatario; aquellos para los que escribe y para todas aquellas que desean formarse una opinión personal. Evidentemente, el objetivo de la queja de todo un colectivo de cineastas españoles se dirige no a este primer modo de crítica, sino, en todo caso, a una forma degradada de ella que ha llegado al absurdo, con periodistas estrellas vende-periódicos (Boyero) y hoolligans dirigiendo la sección de cultura de uno de los principales periódicos nacionales (Hermoso). Aún así, y con la razón en la mano, el cineasta se equivoca. Que este tipo de crítica sea grosera en ocasiones no inhabilita su legitimación, su razón de ser, en definitiva, su función misma. La crítica de Lacuesta al recoger la Concha de Oro se dirige de ese modo, directamente, hacia el público. El frase fatal de “para aquellos que han escrito que la película es ininteligible…”, significaba en aquel contexto que, visto que la película ha ganado el Festival, sus críticos no saben por donde les da el viento pues además un jurado internacional ha valorado como positivo su trabajo. Pero ¿no es acaso un jurado otra configuración de la misma crítica a la que él mismo se enfrenta con sus palabras? En general el ser humano es muy dado a valorar de manera radicalmente distinta el mismo objeto según le de el viento de frente o de espalda. Digámoslo claramente: ninguna crítica, ningún jurado tiene por que tener razón ni es poseedor de ninguna verdad. La crítica es una demostración de subjetividad y contingencia. Sus deliberaciones son tan contingentes como fruto de la reflexión madurada. No conviene obsesionarse tomándose demasiado en serio un tipo de crítica a la vez que se toma en serio un Festival de Cine donde contradictoriamente se dan cita la propia espectacularidad del evento con propuestas a menudo arriesgadas y alejadas del star-system. “La crítica espectacular”, dice Lacuesta, sin denunciar la propia espectacularidad del medio donde pretende moverse como artista-cineasta comprometido. Ya he escrito en este blog sobre las relaciones entre la industria cultural y los festivales, así como sus efectos perniciosos en la propia definición de “cultura”. Es en festivales como el de San Sebastián donde cualquier idea idealizada o politizada de lo que la crítica debe ser choca de bruces con la realidad más mezquina de la industria cultural, de manera que la misma idea del crítico de cine ahí parece de por sí una caricatura. Aún y todo, una crítica que obvia el contexto y se centra exclusivamente en el nivel de las películas es, cuando menos, necesaria.

Una de las contradicciones está en que Isaki parece aceptar las reglas del juego, todas y cada una, menos aquella que dice que un festival espectacularizado lleva implícita su propia “crítica espectacular”. Lacuesta demanda rigor en un marco que anula la posibilidad para la crítica por definición, o donde al menos, una primera crítica posible es necesaria realizarla sobre el propio modelo de festival (espectacular). Al final del camino, los festivales no son sino el reflejo en el espejo de una clase de industria; el cine es industria, es mercado, es también cultura y en ocasiones puede ser incluso arte. Por norma, el ambiente del festival neutraliza al “cine invisible”, o al “cine de exposición”, incluso al ensayo visual, y no importa cuan llenas estén las salas de jóvenes ávidos de cripticismo. El ámbito de recepción de ese cine está ya de por sí viciado. (No está de más recordar aquí la patética recepción de Tiro en la cabeza de Jaime Rosales, en 2008, un trabajo para el que el tiempo corre a su favor).
Isaki pretende lo mejor de dos mundos, cosa imposible. Parece sentirse cómodo con el beneplácito del público, el reconocimiento, no le hace remilgos al festival (espectacularizado) y a la vez busca una posición de ensayista, o cineasta a contracorriente. Recordemos las apariciones de Jean-Luc Godard en festivales (en principio solo acepta acudir a Cannes), para comprobar que son siempre esquivas, conflictivas, cargadas de negación (recordemos su último plantón en Cannes a propósito de Film Socialism). ¿Podemos imaginar a Chris Marker, Jean Rouch o los Straub/Huillet en algún festival?

Demasiado cineasta para el arte, demasiado artista para el cine: esta parece ser paradoja en la que se mueve, aunque uno siempre desea que lo lean aquellos y aquellas que no forman a priori del mismo frente. Esto no quita para que el cine de autor no se oponga al cine comercial; ambos permanecen unidos por el mismo cordón umbilical. Una clase de cine es la imagen especular (que no espectacular) del otro y así, en esa connivencia, continúan existiendo. Lo que el cine de autor incorpora es esa otra cara del cine comercial, es decir, el cine experimental o el llamado cine “raro” le sirve a la industria del cine para lavar su mala conciencia. El cine de autor, incluyo el ensayístico, cumple entonces una función dentro de esa misma industria. Trazando un paralelismo algo obtuso, el cine de autor es consustancial al propio sistema económico del cine comercial de un modo parecido a cuando  la música indie lo es del mainstream, pues todos ellos conforman nichos de mercado dentro de una estructura comercial más amplia. Se trata de segmentos hiperespecializados de un mismo mercado que atiende con rigor a la alta sofisticación de la cultura en la que cada vez los consumidores son más especializados, más subjetivizados, más singularizados. Lo verdaderamente marginal, y que escapa a las leyes del marketing, solo puede ser un tipo de producción cuestiona lo que Brecht llamaba el apparatus, esto es, un cine que revoluciona no desde ningún contenido radical sino desde el cuestionamiento de las mismas reglas que lo fundan. (Tiro en la cabeza me recuerda bastante a cómo puede ser este cine).

Atendiendo a la normalidad, ésta dice que en el Festival de San Sebastián Los pasos dobles no hubiera ganado. Una vez así ha sido, conviene preguntarse el por qué (sin que valga  de argumento porque un jurado competente así lo ha querido). De hecho, analizar el perfil del jurado tanto en sus individualidades como en su conjunto nos llevaría a cuestionarnos que es lo que hace de un jurado de expertos… un jurado de expertos. Lacuesta no debería sorprenderse de que Boyero vaya hablando mal de su películas en cocktelerías, sino más bien debería congratularse de que aún a pesar de la dificultad manifiestas de su película, el jurado le conceda el premio. Lo que he dicho sobre que el cine lava su conciencia con el cine experimental parece cumplirse a tenor de aquellas fórmulas de legitimación que intentan valorizar el riesgo, la apuesta por lo no convencional, las pequeñas producciones, lo independiente o el ir a contracorriente, o simplemente se trate de apoyar el cine español.  Estereotipos todos estos del propio sistema mainstream. Insisto, lo normal es que Los pasos dobles no hubiera ganado. La teoría, si se quiere conspiranoica, que quiero apuntar ahora no es que el jurado (diana de la “pataleta” de Arturo Ripstein, quien aún retractándose de sus fuertes palabras no dejaba de tener razón) diera el premio principal a Los pasos dobles, sino que, el jurado no pudo aislar el hecho de quién la firmaba. No me refiero a ninguna corrupción o variante del amiguismo, sino simplemente certificar la teoría de que el cine documental o minoritario cumple una función dentro del cine más general no sin antes sostenerse en el culto a la figura del autor. Lacuesta está en este sentido muy bien situado, pues porta una aureóla canónica desde una edad sorprendentemente temprana. No solo tiene el beneplácito de la crítica “seria” (Cahiers du Cinema España) sino que además es el heraldo que le da sentido, su estandarte.[1] Su figura se ha venido gestando desde hace tiempo, hasta su eclosión actual. Pero además, y por lo general, sus películas están muy bien valoradas por la crítica en España.[2] Su juventud y su adaptación camaleónica para pasar del documental al cine de exposición y de éste a la ficción lo sitúan en una posición ventajosa, y es del todo urgente comprobar el modo en que la renovación del cine pasa actualmente por el documental, el found footage y la forma-ensayo.

Por otro lado, y casi en cualquier medio, la influencia de la crítica generalista y la especializada en los registros del mercado ocupa un tanto por ciento ínfimo. En una industria como el cine, llena de blockbusters, una crítica negativa apenas incide. Ocurre algo similar en el arte, en el que la aparición de cualquier tipo de crítica escrita en revistas especializadas es ante todo una forma de publicidad, independientemente de lo que se allí se diga. El mercado funciona con leyes propias, caprichosas la mayoría de las veces. Pero esto no significa que la crítica no sea consciente de su posición en ese mercado. La certeza de que Boyero “no le ayude a vender una entrada de su engendro” pone de manifiesto la autoconsciencia del poder de algunos agentes. A los hechos me remito: cinco días después de que Los pasos dobles ganara la Concha de Oro en el Festival de Cine de San Sebastián, un servidor acude a los cines Trueba para ver dicha película y, ¿qué se encuentra? Misma cantidad, cinco espectadores. Esto da una imagen real, fidedigna, de la burbuja en la que se mueve el Festival, y también de la exigua franja de visibilidad en la que mueve el documental. La diferencia reside en que si la película no gana el premio ni siquiera se estrena.
Y sin embargo, el “cine invisible”, y por supuesto el de Isaki, es más necesario que nunca, y no solo porque nos recuerda que otro cine, otros espacios, otros autores y otros festivales son necesarios. Pero a veces, no se puede tener lo mejor de los dos mundos. Hoy en día, en España, uno de los problemas está en que la crítica es siempre “crítica de cine”, o de arte, o literaria, o teatral, o musical, etc. Apenas carecemos de “crítica” (en el sentido barthesiano). Esto no oblitera las muy altas cotas de calidad crítica y literaria que se alcanza en una revista como Cahiers du Cinema. No me puedo olvidar de la economía, o el propio marco de actividad de la crítica. Hoy en día una crítica que quiere ser libre tiene que pagar su libertad con una única moneda; escribiendo gratis. Una crítica amateur profesionalizada tiene todas las de salir ganando en un contexto periodístico en el que cualquier aparición impresa niega su propia función crítica al servicio de la publicitación. La crítica espectacular promete ser un espacio que olvidará su nacimiento polémico por una voluntad de subjetividad y escritura. Isaki Lacuesta maneja certeramente registros, archivos y textos variados pero incluso su vocación de crítico puede encontrarse expuesto al juicio y examinación de los que son sus iguales, críticos y blogueros.


Anexo: Los pasos dobles (2011)
La atracción del arte occidental por las culturas primitivas conforma uno de los pilares del modernismo estético en las artes. La fascinación por el africanismo y las culturas oceánicas en la cultura de Occidente bebe del colonialismo y de posteriores expediciones a la captura del otro. Con el desarrollo de la antropología como ciencia social la introducción de nuevas herramientas de trabajo se estableció como necesaria, entre ellas el cine. El inmenso trabajo de Jean Rouch en este campo apenas tiene parangón, aunque conviene mencionar el primer cortometraje de Chris Marker con Alain Resnais, Les statues meurent aussi (1953) como una incursión en la recepción del “arte negro” como obsequio usurpado de la conquista del hombre blanco. El pintor Miquel Barceló puede verse a sí mismo como continuador de una estirpe de artista occidental que encuentra en la virginidad de los pueblos primigenios una fuente de inspiración para su arte. Los pasos dobles sigue a Miquel Barceló por Malí, y a su vez Lacuesta narra la historia de otro artista predecesor, el francés François Augieras. Lo que en la sinopsis parece una aventura en África pasa a convertirse en un ejercicio elusivo que abandona al espectador rebuscando en las pistas de la narración. Lo que convencionalmente se llama la historia, la trama, el argumento, explota entonces en una colección de suntuosos fragmentos que se engarzan en una sucesión de escenas filmicas que, por puro orden de metraje, conforma un conjunto. La inteligibilidad del cine, el que convencionalmente las películas se entiendan, resolviéndose a sí mismas, es una de las ideas recibidas más comunes que cualquier espectador puede asentir de buena gana. Ahí el arte lleva ventaja al cine, pues además, del mismo modo que un espectador de arte es cauto a la hora de emitir un juicio crítico, el cine, por su propia naturaleza de entretenimiento, concede al espectador la posición de convertirse en crítico de lo que ha visto. Para mucha gente, incluso, cuando se le pregunta qué es para ellos la crítica, lo primero que les viene a la cabeza es esa clase de crítica de cine generalista. Con Los pasos dobles puede ocurrir que ni siquiera su director domine las implicaciones o significados de lo que ha creado. Y esto, en lugar de ser un argumento para la condena, es motivo de celebración. La figura del artista hace entonces su incursión en la pantalla. Los pasos dobles es antes que nada un ejercicio de escritura libre, donde los registros del documental y la ficción negocian su propia relación con el resultado final. El director parece abordar los rodajes no como el paso necesario para cumplir con guión preestablecido, sino como una inmersión cargada de incertidumbre y provisionalidad, esperando que el propio encuentro con otra cultura, otro idioma, otro clima y otro país lo afecte lo suficiente como para cargar de sentido lo que la cámara acaba registrando. El nombre de Rouch no lo he visto escrito en ningún lugar a propósito de este filme, y creo que la referencia debería al menos de constar en alguna parte, al menos en alguna crítica especializada (pues además Lacuesta es autor de un pequeño homenaje primerizo realizado a Rouch en una visita a Barcelona poco antes de morir éste y que llevaba por título Rouch, un noir, 2004). Pero Los pasos dobles no es tampoco un documental antropológico, como quizás lo es Retorno al país de las almas del escritor y fotógrafo Jordi Esteva. Pero como ejemplo de ese excedente de experiencias que un rodaje es, seha salido un documental, Cuaderno de barro, también sobre Barceló. Es significativo que a pesar de las idas y venidas entre el cine y el arte, Lacuesta se ofrezca a los misterios de una clase muy específica de artista genio cargado de ritualismo místico en el el proceso creativo, de la misma manera que Victor Erice elegía a su equivalente hiperrealista con Antonio López en El sol del membrillo. Por lo que se ve, cualquier otra tipología de artista contemporáneo, coetáneo en los procedimientos y técnicas lingüísticas del propio Lacuesta, parecería harina de otro costal. A pesar de la discreción de Barceló en Los pasos dobles, uno desearía poder erradicar definitivamente la visión arcaizante de artistas que fantasean con pintar “capillas sixtinas” (se hagan en bunkeres africanos o en sedes institucionales de alto rango).




[1] El número 28 de Noviembre 2009 de la revista Cahiers du Cinema España dedicaba la portada y un especial monográfico con el siguiente titular: “Isaki Lacuesta; un cineasta del siglo XXI”.
[2] Basta recordar que su película Los condenados (2009) ya tuvo una excelente acogida en el Festival de hace dos años.