La exquisitez por el detalle en El hilo invisible corresponde a lo que
de un modisto exigente de otra época se podría esperar: pasión por el trabajo y
atención a aquellas pequeñas cosas que parecen desdeñables a los ojos de los profanos.
Porque el reino de R. Woodcock (interpretado por Daniel Day-Lewis) no parece de
este mundo. Su obstinación por la obra de arte lograda (un vestido) amenaza con
agriarle el carácter. Ésta es la historia de un control-freak con un celo maníaco por la costura ligeramente inspirado en
la biografía de Cristóbal Balenciaga. El orden del maestro del diseño que es
Reynolds se ve trastornado con Alma (Vicky Krieps), una chica de clase humilde
y con acento extranjero a quien conoce en un restaurante. Reynolds lleva una
vida monástica, gusta de comidas ligeras, detesta la mantequilla y toma té en
taza y jarra chinas. Sin embargo su fruición y apetito es voraz; en la comida
recupera la energía consumida en el trabajo. A menudo necesita salir de su
rutina en el centro de Londres para regenerarse en el norte de la costa
inglesa. Una economía subjetivista y un tanto narcisista consumen al
protagonista, quien encontrará ese otro compensatorio en Alma.
Esta exquisitez por el detalle en el
personaje lo es también en la cinematografía de Paul Thomas Anderson (PTA). Los
planos son cortos, llenos de close-ups,
y es aquí donde los entresijos de la Alta Costura se reflejan con entusiasmo.
Los interiores (ésta es una película de interiores) aparecen bañados por una
luz dulce y una textura de celuloide en la buena tradición historicista del
pastiche. El hilo invisible es un
pastiche posmoderno, sensible y elegante, irónico y con humor soterrado. Los
años 50 del siglo xx son
retratados como habitaciones sin apenas vistas. Es en las habitaciones cerradas
donde las subjetividades y las patologías se acrecientan. Una historia que
podía haber sido anodina y convencional (el tráiler no le hace justicia)
recobra la fuerza gracias a la cinematografía de PTA (quien también firma la
fotografía) y a unas interpretaciones extraordinarias.
La pregunta que el filme realiza es por
qué la gente toma las decisiones que toma en su vida. La consagración al
trabajo del artista, la extrañeza en las vidas, aguantar a alguien insoportable
o ese hilo invisible que mantiene una pareja unida. Este modisto del siglo xx tiene algo de personaje romántico de
finales del xix; el proyecto del
estilo es aquí un modo de vida, una serie de “hábitos” que son costumbres (coutume en francés), y trajes (costumes). La obsesión por el arte se
correspondería con la propuesta de la aspiración a una vida auténtica –en
oposición a la experiencia inauténtica– y que pasa por el reconocimiento del
ser humano como ser hacia la muerte. Reynolds necesita morir un poco para volver
a sentirse vivo; el horizonte ineludible de la muerte como el reto para la
instauración de una vida singular, opuesta a una existencia indiferenciada. La
vulgaridad es el enemigo a combatir y, como bien dice Reynolds, a quien inventó
la palabra “chic” habría que azotarlo en la arena pública.
La Alta Costura es aquí la cima de un
estilo (el de la moda femenina de los años 50) que pronto quedó sobrepasado en
la siguiente década. La moda juega un papel periodizador que nos informa de la
actualidad de un momento concreto, el presente en el que transcurre la
película, y también de lo inactual o desfasado de esa moda a nuestros ojos como
espectadores. Afortunadamente, PTA rehuye cualquier
tentación de lo retro y el vintage,
esto es, el consumo del pasado como mero fetiche. La ambientación y los
detalles del vestuario están al servicio de lo que cuenta, y no adquieren una
entidad caprichosa y volátil. A los vestidos que Reynolds confecciona para la
alta sociedad, le sigue su propia vestimenta siempre remarcada, y a veces
caricaturizada: como cuando sale de darse un baño con pijama debajo, traje de
chaqueta, pañuelo anudado al cuello combinados de un modo inverosímil. El
hábito de este “monje” es marcadamente singular: en los momentos de enfermedad
viste espadrilles, austeras negras o
blancas con cintas rojas.
Históricamente, los trajes (costumes) son el estilo distintivo de
vestimenta con el que un individuo o grupo refleja su clase, género, profesión,
nacionalidad, actividad y época. El vestido es un indicador temporal y también
un elemento diferenciador. El gusto por el vestir es entonces sinónimo de
distinción (social, cultural y de clase). Esta lectura de clase tiene su
momento álgido en la discusión entre Reynolds y Alma con respecto a una tela. El
gusto es aquí el componente que construye los cánones culturales y el elitismo.
Estas distinciones culturales aparecen retratadas no sin complejidad, junto un
sinfín de elaboraciones estéticas y clichés propios del extinto siglo xx.
El filme incorpora además un trasfondo
psicoanalítico en el mejor estilo de una novela de Patricia Highsmith o una
película de Hitchcock. Este romance gótico es también un cuento de fantasmas,
como enuncia el título original Phantom
Thread. También habla de Edipo. El
poder simbólico de Reynolds se ve compensado por el poder secreto de Alma en
una dialéctica cíclica y evolutiva. Y mientras esto sucede, PTA nos deleita con
una fiesta de Nochevieja con globos cayendo del ballroom como gotas de Technicolor
en una escena para el recuerdo.