Roland
Barthes dijo una vez que quienes no releen se condenan a leer la misma historia
una y otra vez. Recientemente he vuelto a releer Contra la interpretación de Susan Sontag, el ensayo que da nombre
al libro homónimo (Alfaguara, 1996). De hecho, cada cierto tiempo releo este
ensayo y cada vez su lucidez ilumina nuevas contornos, nuevas perspectivas. El
cotejo con la realidad es la consecuencia natural de esta lectura. Interpretar Contra la interpretación es exponerse a
traicionar aquello que el propio texto denuncia; supone comentar un texto
escrito bajo la forma de un comentario; significa girar la cabeza y prestar
atención, por un instante, a la fiebre interpretativa que hoy en día rodea a la
producción cultural o, lo que es lo mismo, a la institucionalización de la
ansiedad cultural.
El mérito de
Sontag (entre otras virtudes) estaba en pasar del sentido de Nietzsche, “No hay
hechos, sólo interpretaciones”, a diagnosticar el mal por interpretar que
domina la cultura occidental. ¿Qué sucede cuando el exceso y la superproducción
de significantes amenaza los sistemas de interpretación? Aunque el texto quede ahora
lejano, 1964, hay en él indicios completamente válidos para describir
situaciones actuales. La crítica tenía en mente la superioridad y la tiranía que
el contenido ejerce sobre la forma en cualquier ámbito de la cultura. Para
combatir este pesado lastre que la crítica cultural ha de soportar con el
contenido de esta o aquella producción, ella sugería prestar una mayor atención
a la historicidad de las formas. Un vocabulario de las formas, más que
prescriptivo, descriptivo. “La mejor crítica, y no es frecuente, procede a
disolver las consideraciones sobre el contenido en consideraciones sobre la
forma”. (p. 37).
He vuelto a
leer Contra la interpretación
cincuenta años después de que fuera escrito y
algunas
frases resuenan hoy con sordina en la coyuntura de una esfera pública global,
la misma que emite un enunciado con apariencia de verdad para a continuación
incorporar su contra-relato, su simulacro de realidad. Pensando por ejemplo en
todo lo que rodeó a Charlie Hebdo el pasado mes de enero; todo el cúmulo de
versiones, opiniones, puntos de vista, digresiones, metacomentarios, análisis y
juicios sin conmensura. La interpretación aparece como el horizonte o límite
sobre el que giran acontecimientos políticos, económicos y culturales de
distinta índole: interpretación de las escrituras sagradas, interpretación de
unas viñetas satíricas, interpretación de unas imágenes violentas sobre las que
apenas podemos cerrar los ojos, interpretación de una escultura donde un perro
sodomiza a una activista que a su vez hace lo mismo a un supuesto monarca.
Contenido, todo es hoy en día contenido. Está por todas partes. Somos
contenido. Entonces releo a Sontag:
“La interpretación apareció por primera vez en la cultura de la
antigüedad clásica, cuando el poder y la credibilidad del mito fueron
derribados por la concepción ‘realista’ del mundo introducida por la
ilustración científica. Una vez planteado el interrogante que acuciaría a la
conciencia posmítica –el de la similitud de
símbolos religiosos-, los antiguos textos dejaron de ser aceptables en su forma
primitiva. Entonces, se echó mano de la interpretación para reconciliar los
antiguos textos con las ‘modernas’ exigencias”. (p. 28)
“Por tanto, la interpretación presupone una discrepancia entre el
significado evidente del texto y las exigencias de (posteriores) lectores.
Pretende resolver esa discrepancia. Por alguna razón, un texto ha llegado a ser
inaceptable; sin embargo, no puede ser desechado. La interpretación es entonces
una estrategia radical para conservar un texto antiguo, demasiado precioso para
repudiarlo, mediante su refundición. El intérprete, sin llegar a suprimir o
reescribir el texto, lo altera. Pero
no puede admitir que es eso lo que hace”. (…) “En nuestra época, sin embargo,
la interpretación es aún más compleja. Pues el celo contemporáneo por el
proyecto de interpretación no suele ser suscitado por la piedad hacia el texto
problemático (lo cual podría disimular una agresión), sino por una agresividad
abierta, un desprecio declarado por las apariencias”. (p. 29)
La propia
Susan Sontag nos regaló un libro Ante el
dolor de los demás (Alfaguara, 2003) sobre las imágenes de guerra y la
importancia ética de mostrar solidaridad con el sufrimiento y el dolor ajenos. Contra la interpretación no es ahora un
alegato para cerrar los ojos, sino todo lo contrario; el recordatorio de que
ante la celeridad del visionado de imágenes de la barbarie es preciso una
desaceleración cognitiva a la vez que un aumento del análisis y la
interrogación.
“Así pues, la interpretación no es
(como la mayoría de las personas presume) un valor absoluto, un gesto de la
mente situado en algún dominio intemporal de las capacidades humanas. La
interpretación debe ser a su vez evaluada, dentro de una concepción histórica
de la conciencia humana. En determinados contextos culturales, la
interpretación es un acto liberador. Es un medio de revisar, de transvaluar, de
evadir el pasado muerto. En otros contextos culturales es reaccionaria,
impertinente, cobarde, asfixiante”. (p. 30)
Podríamos pensar que la interpretación no puede subvertir
o alterar el orden de los factores. Pero de hecho, lo hace. La responsabilidad
en la lectura de las imágenes debe prevenirnos del efecto de lo real, el trauma
y el dolor, en lugar de por sentado cualquier hipótesis concerniente a las
teorías de la conspiración o intentos de desviar la atención como síntoma del
mantenimiento del orden imperante (si no de la paranoia). Algo que nos recuerda
a Guy Debord en Comentarios sobre la
sociedad del espectáculo (Anagrama, 1999) cuando dice que “en otros tiempos
sólo se conspiraba contra el orden establecido. Hoy en día, un nuevo oficio en
auge es conspirar a su favor. Bajo la
dominación espectacular se conspira para mantenerla y para asegurar lo que sólo
ella misma puede llamar su buena marcha. Esa conspiración forma parte de su propio funcionamiento”. (p. 86) (Como recordaban
Deleuze y Guattari, la paranoia es un síntoma derechista, en oposición a la
esquizofrenia que sería izquierdista). La impugnación de las imágenes no supone
aliarnos irreflexivamente con los voceros de alerta que desde algún lugar
digital clama contra la manipulación mediática y el servicio a la conspiración
política global.
En el ámbito de la crítica literaria y la academia la
interpretación ha sido considerada como vinculada a los textos sagrados. La
secularización de la interpretación es afín a Sontag, pero también a Umberto Eco
y otros. Toda una interpretación es, de hecho, un ejercicio que bascula entre
lo terminable y lo interminable y es, de facto, terreno abonado para una
malinterpretación. En el
dominio de la crítica literaria esto es algo que se alienta (pienso en Harold
Bloom y en su crítica al canon). El meollo de la cuestión no está hoy en día en
malinterpretar, sino en la creciente tendencia a sobreinterpretar.
Cuando sobreinterpretamos algo inmediatamente volvemos la
atención hacia nuestra culpabilidad. La paranoia hace de nuevo su aparición
cuando se sobreinterpreta. La sobreinterpretación es el exceso sobrante que el
contenido impone sobre las formas en las que aparece. No hay duda de que Susan
Sontag se declararía en huelga interpretativa a tenor de la actual sobreabundancia
y confusión reinante en la opinión pública global.