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Estos meses de verano han dado nacimiento
al periódico gratuito eremuak#0.
eremuak es una
implementación del espacio de actuación de la política cultural del Gobierno
Vasco sobre artes plásticas y visuales a través de un programa abierto y
continuo de optimación del contexto contemporáneo. Ejemplares de eremuak#0 se pueden encontrar en
distintos puntos de distribución de la red de espacios artísticos y culturales
de la Comunidad Autónoma Vasca. Su coste es 0 €. En este nº, también 0, he
escrito el texto “¿Qué es una institución de arte?” el cual reproduzco a continuación.
Hay preguntas que de ser tan corrientes nos parecen extrañas.
¿Qué es una institución de arte? ¿Cuáles son los atributos que caracterizan
a una institución artística? ¿Cuáles sus límites? ¿Cuáles sus funciones para
con la sociedad? ¿Cuál es el grado de crítica y autocrítica de una institución?
¿Cómo inciden la crítica y la autocrítica en la adaptación y el cambio en la
institución? ¿Son las instituciones espacios para la transparencia y la
permeabilidad? ¿Qué hay de cierto en la idea de autonomía? ¿Es posible para una
institución artística el mantener una autonomía con respecto a los poderes
políticos y económicos que lo sustentan?
Aunque éstas preguntas puedan parecer evidentes, nos encontramos
actualmente en una situación de indefinición de las competencias que se le
requieren a una institución artística. El ámbito artístico del País Vasco es
limitado pero no por ello carece de una herencia y una tradición institucional.
Sin embargo, es un hecho demostrable la independencia de criterio y el libre
albedrío de cada una de las instituciones con respecto a las demás. Cualquier
definición de una institución dedicada al arte contemporáneo debería poner siempre
el acento en eso que identificamos y llamamos como “arte contemporáneo.” Su
historia, sus formas y discursos. El término “arte contemporáneo” está marcado
por una excesiva utilidad. Esta denominación activa la negación de un modo
específicamente nuevo. Describe más un “estar en el contexto” que una práctica
concreta. Los artistas resisten a la categorización de sus prácticas, escapan
con sus trabajos a esta categorización. El arte contemporáneo es la zona
perfecta de aplazamiento.[1]
Una zona autónoma de no-definición, heterogéneo, múltiple. Un espacio para la no-identidad.
La palabra “contemporáneo” es también cuestionado. Mucho del “arte
contemporáneo” ni siquiera es contemporáneo per
se. A pesar de su enorme elasticidad, el arte contemporáneo ha devenido también
en algo histórico, un asunto para el trabajo académico y la historia del arte. Quizás,
una de las asunciones básicas de lo contemporáneo es que todo lo que necesitamos
es un lugar donde exponer o un lugar de visibilidad donde ser parte activa de
esa misma categoría del “arte contemporáneo”.
Actualmente el estado de las instituciones artísticas ofrece una alta permeabilidad
a otros discursos de fuera del arte así como una favorable apertura a las
industrias culturales. ¿Cómo afecta esto a las prácticas artísticas? ¿Es
posible hoy en día que el arte se erija en el epicentro de un conjunto de
disciplinas críticas provenientes de los territorios más diversos? O, por el
contrario, tal y como la tendencia dominante dentro de la industria cultural
ordena, ¿es el arte contemporáneo simplemente una arte más a sumar al resto de
las artes en la configuración de la cultura? Una breve definición de lo que
caracteriza hoy en día a una institución artística, tal y como ésta se da de
mayoritaria en el panorama internacional, exigiría la implementación de la idea
de un “programa.” Un programa (no confundir con programación) que ponga en
circulación conceptos de contexto, dispositivo e historia, y que englobe
algunos requisitos fundamentales: exposición, educación, investigación,
publicación editorial, discurso crítico y construcción y formación de un
público. Este último aspecto es relevante: tal y como dijera la artista y
teórica Katya Sander en las jornadas de eremuak
“Arte y políticas públicas II,” es la relación continua en el tiempo lo que
conforma una institución, del mismo modo que una institución es un lugar que
crea un público y no un ente que atrae a un público que está afuera.
La idea de una institución artística localista es un problema, pues es ahí
donde las políticas locales la osifican. Tender lazos entre lo regional y lo
internacional debería ser una prioridad para cualquier institución.
Este breve texto no desea anteponer la actual crisis económica, con los
recortes en cultura y el estrechamiento de los márgenes operacionales para
todos los agentes y productores, como justificación o pretexto a un debate
sobre modelos de institucionalidad existentes. Es necesario pasar de hablar de
la crisis a hablar de las instituciones en crisis. ¿Cómo son nuestras
instituciones? ¿Cómo podrían ser? ¿Cómo podemos ser en ellas?
Es ya una fórmula institucionalizada que cualquier debate sobre la
institución debe incorporar a su interior su propia crítica o autocrítica. Pero
¿se produce realmente esta crítica? ¿En qué lugares de la esfera pública? ¿Es
permeable la institución a ella? ¿De qué modo? En la llamada Crítica
Institucional (ahora un fenómeno o género artístico histórico), una nueva
concepción se daba a la identificación exclusiva de la institución como un
espacio para el arte, museo, galería o sala de exposiciones. Me refiero a la “institución-arte.”
En palabras de la artista Andrea Fraser: “a partir de 1969, una
concepción de la ‘institución del arte’ comienza a emerger que incluye no sólo el museo, ni
siquiera sólo los sitios de producción, distribución y recepción del arte, sino
a todo el campo del arte como un universo social. En las obras de los artistas
relacionados con la crítica institucional, llegó a abarcar a todos los sitios
en los que el arte se muestra ─ desde los museos y las galerías a las
oficinas corporativas y los hogares de los coleccionistas, y el espacio público,
cuando el arte se instala allí. También incluye los sitios de la producción de
arte, el estudio, así como la oficina, y los lugares de la producción del
discurso del arte: revistas de arte, catálogos, columnas de arte en la prensa
popular, simposios y conferencias. Y también incluye los sitios de la
producción de los productores del arte y el discurso del arte: el estudio del
arte, la historia del arte, y ahora, los programas de los estudios
curatoriales. Y finalmente, como Rosler lo pone en el título de su ensayo seminal
de 1979, también incluye a todos los ‘espectadores, compradores, marchantes y
fabricantes’ en sí mismos.”[2]
Moviéndonos desde una
concepción sustantiva de “la institución” como organizaciones específicas y
entidades individuales, a una concepción de campo social, la cuestión de lo que
está dentro y lo que está fuera deviene en algo mucho más complejo. Citando de
nuevo a Fraser: “con cada intento de evadir los límites de determinación
institucionales, para abrazar un afuera, ampliamos nuestro marco y traemos más
mundo dentro de él. Pero nunca escapamos.” (…) “Nosotros somos la institución.”[3]
Concluye Fraser que no se trata de criticar a la institución, sino más bien se
trata de crear instituciones críticas ─ lo que ella llama “las
instituciones de la crítica” ─ establecidas a través del
auto-cuestionamiento y la auto-reflexión. Entre tanto, la institución-arte no
debe ser vista como un campo autónomo, separado del resto del mundo, de la
misma manera que nosotros no estamos
separados de la institución. Un rasgo de esta crítica institucional es que siempre
intenta sobrepasar y desbordar sus límites. Su destino es ir más allá,
ampliando y ensanchando el marco, pasando de los confines de la sala expositiva
al museo en su totalidad, y de ahí a la urbanidad, la ciudad y la geografía. La
institución, entonces, está en todas partes.
Lo que resulta urgente
ahora mismo en nuestro contexto es confrontar la idea de arte contemporáneo con
esta misma idea de institución; ver cómo funcionan, comprobar su socialización
y determinar el grado de institucionalización más allá de cualquier definición
estrictamente sectorial. Aquí, un planteamiento del arte contemporáneo como una
industria corre el riesgo de descarrilar. Lo que está en juego no es la
relación del arte con las demás artes, (algo completamente superado). Como
decía Adorno, “la constelación del arte y las artes es inherente al propio
arte” o, incluso, que “el arte ya no es capaz por sí mismo de arruinarse. Por
eso, las artes se devoran unas a otras.”[4]
Lo que ahora es prioritario es la propia pervivencia de esta idea de arte
contemporáneo dentro de la categoría neo-liberal de la “creatividad.” En el
periodo anterior a la institucionalización de la trama de museos y salas
expositivas en el ámbito vasco, el arte ocupaba un espacio dentro de la cultura
(casas de cultura). Le siguió una primera oleada de institucionalización (a
comienzos de los noventa) que sirvió para señalar socialmente una especificidad
del arte contemporáneo que en su ensanchamiento arrastraba a otros tipos de
prácticas y también al pensamiento crítico. Actualmente, a nivel europeo,
muchas de las estructuras que hicieron posible el desarrollo de una relación
crítica con prácticas artísticas avanzadas están siendo desmanteladas o puestas
en cuestión por diversas políticas populistas.
Del mismo modo, hoy en
día parece inimaginable que se pueda siquiera pensar que el arte contemporáneo
pueda servir como motor desde donde poder organizar todo un entramado cultural
e institucional. Lo que está en juego no es una relación interdisciplinar o
multidisciplinar entre las artes; lo que ahora asfixia a esa misma idea de arte
contemporáneo es la exigencia de resultados cuantificables (audiencias), o la
creencia de que lo público debe rendir cuentas entrando en competencia con las
esferas de circulación y la administración de la “creatividad,” el espectáculo
y el entretenimiento. O lo que es lo mismo, la diferencia neo-liberal entre lo
productivo y lo improductivo. Una crítica de la industria cultural debe situar,
de nuevo, el rol del arte contemporáneo en el seno de nuestras instituciones
artísticas.
Para concluir, conviene introducir
los conceptos de autonomía e independencia en cualquier tesis de institución de
arte. Cualquier idea de arte contemporáneo que se precie demanda de esta
autonomía. El concepto de autonomía no tiene nada que ver con el aislamiento y
la reclusión ─ como pudiera pensar algún adalid de lo interconectivo, la
horizontalidad ejecutiva y los “open-Labs” ─ sino con la capacidad y
la libertad para establecer los vínculos sociales que de cada situación
específica se deriven. Es de actualidad añadir a la ecuación arte e institución
el concepto de lo político. ¿Qué se quiere decir cuando se afirma que el museo
es un espacio político? Ésta es una declaración que cualquier director/a de
museo o responsable institucional subscribiría hoy en día. Hechos recientes han
invertido esta máxima: hemos pasado de espacios políticos a espacios para los
políticos. ¿Acaso la pregunta de qué es una institución artística debería
dirigírsela a ellos en lugar de a los profesionales del arte? Mientras este
debate se produce, es de justicia señalar la inoperatividad actual de la
sociedad civil en la creación de nuevas instituciones para el arte. ¿Cómo
agilizar no ya el diálogo sino mecanismos funcionales para vigorizar aún más el
arte contemporáneo en el seno nuestras instituciones?
[1] Ver Liam Gillick, “Contemporary art
does not account for that which is taking place,” e-flux journal # 21,
(diciembre 2010). http://www.e-flux.com/journal/contemporary-art-does-not-account-for-that-which-is-taking-place/
[2] Andrea Fraser,
“From the Critique of Institutions to an Institution of Critique,” Artforum (Septiembre, 2005), p.281. Aquí
Fraser se refiere al texto de Marta Rosler, “Lookers, Buyers, Dealers, and
Makers: Thoughts On Audience,” en Decoys
and Disruptions: Selected Writings, 1975-2001 (October books), The MIT Press, 2004.
[4] Theodor W.
Adorno, “El arte y las artes,” en Crítica
de la cultura y sociedad I, Obra
Completa, 10/1, Akal, Madrid, 2008, pp. 379–396