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Carteles Atelier Populaire, Mayo de 1968. París. |
Un
rasgo que caracteriza la actual producción artística es la repetición de temas
ampliamente tratados en el pasado que ahora son presentados como asuntos
cargados de una urgencia decisiva para la comprensión de nuestra situación
dentro del orden mundial. La progresiva tematización a la que el arte tiende no
deja escapar ninguna materia sustancial y discursiva aunque se pensara que ésta
era ya una cuestión liquidada. Algo así está pasado con la cuestión del realismo
(auténtico caballo de batalla dentro de distintas corrientes estéticas de la
izquierda a comienzos y mediados del siglo anterior), aunque su “actualidad” no
puede compararse con el siempre recurrente par estética versus política que
está en el origen de no pocos debates alrededor de la búsqueda de una función
social para el arte. Pero mientras que gran parte del sistema del arte parece
funcionar sólo, con sus incontables inauguraciones semanales, todavía existen
espacios para preguntarnos sobre cómo la realidad, con sus estructuras sociales
y económicas inabarcables para los seres humanos, puede filtrarse y cobrar
sentido dentro de esa multiplicad de formas cambiantes que es el arte
contemporáneo.
“Forma”,
“sentido” y “realidad” son tres conceptos que relacionados apuntan a una
búsqueda de significado para el arte y para toda creación estética. En su célebre polémica con
Georg Lukács, Bertolt Brecht se definió una vez como “realista”. Este término
debe ser entrecomillado pues es origen de no pocos malentendidos. Brecht era
crítico con la línea del realismo defendida por Lukács. Brecht, inventor del
efecto de extrañamiento (Verfremdungseffekt o V-Effekt) en
sus obras de teatro, se declaraba realista en un sentido táctico; su misión era
comprender la realidad. Para acercarse a esa realidad, entenderla, necesitaba
distanciarse de las formas que el realismo había hecho suyas. Su materialismo
histórico necesitaba de la experimentación formal para acceder a ese
entendimiento. “Cualquiera que me viera trabajar podría pensar que estoy sólo
interesado en cuestiones de forma. Hago estos modelos porque deseo representar
la realidad” escribió.
Aquí, Brecht complejiza conscientemente las categorías adscritas a dos
corrientes en boga, la experimentación vanguardista por la que él mismo
abogaba, y una estética del realismo defendida por Lukács. Reivindicarse como
realista añadía una vuelta de tuerca a la elección entre una y otra opción.
Pero justo después de escribir esto, alertaba de lo extremadamente precavido
que cualquiera que quisiera escribir sobre el asunto debería ser, pues el
término “formalismo” ya era un asunto espinoso. Para él, el verdadero
formalista realista era Lukács, el
defensor de la novela histórica del siglo XIX. Toda esta polémica, más conocida
como el “debate Brecht-Lukács”, sigue todavía siendo pertinente a la luz de lo
equívoco de términos como “realismo” y “formalismo”.
Dando la vuelta a lo dicho
por Brecht, el realismo formalista es
también aplicable a una parte del arte politizado que inunda las grandes
exposiciones temáticas. Pero mientras el formalismo ha sido largamente
satanizado, tomándo el término exclusivamente en su sentido unívoco (forma a
expensas del contenido o la forma por la forma) y pasando de largo por las
acepcciones que lo ligan a la escuela rusa del formalismo (en literatura), así
como a variantes del productivismo y funcionalismo, el realismo ha sido
privilegiado como la forma adecuada
para representar el conflicto social. Lukács desarrolló su teoría de la novela
y su estudio sobre la La novela histórica
(1936) completando una de las misiones centrales pendientes en la crítica
marxista consistente en la articulación del texto
estético en su contexto social e histórico. “Formalismo” y “realismo” han sido
desde entonces dos conceptos depositarios de lo peor sobre los que han girado
las mayores acusaciones, sobre todo cuando han ido asociados a tendencias
ideológicas opuestas dentro de la sociedad, dándose la confrontación máxima con
la instauración del Realismo Socialista en el bloque del Este y su
correspondiente estética antagónica camuflada en versiones del Expresionismo y
Formalismo Abstracto (como la forma del arte en el capitalismo) defendido por
los críticos Clement Greenberg y Harold Rosenberg (comunistas americanos los
dos).
Es precisamente esta
polarización la que ensombreció un debate mucho más floreciente. Un conflicto
entre historicistas, formalistas o defensores de la forma y marxistas varios
que el propio Lukács precedió en varias décadas con la publicación de sus ensayos
de juventud bajo el evocador título de Soul
& Form (1911).Las teorías del realismo son
múltiples y variadas. Atribuir a Lukács la responsabilidad de lo que otros (en
la Unión Soviética) instauraron es simplemente erróneo, así como son fallidas
las lecturas no-dialécticas que sitúan a Lukács poco menos que como un
tradicionalista, dando como vencedor del debate a Brecht. Se podría incluso
describir a éste último como un vanguardista revolucionario operando dentro de
un marco realista. Lo cierto es que Lukács vino
de describir una teoría estética que trazaba una relación directa entre el arte y la clase social; el
único arte auténtico, verdadero, progresivo, es el arte de una clase en
ascenso. Ahí sitúa Lukács su estudio de la literatura de comienzos del siglo
XIX, en la obra de Balzac, Walter Scott y Tolstoi y otros que narran el ascenso
de una clase social universal segura de sí misma (como era la burguesía), hasta
el momento de su confrontación con su propia clase amenazante, en el naciente
proletariado industrial. La revolución de 1848, la represión sufrida por el
proletariado a manos de la burguesía, se presenta como fecha de ruptura en esta
conciencia histórica. De acuerdo con esto, y en consecuencia, el aspecto
político y el estético, el contenido revolucionario y la calidad artística
tienden a coincidir; el escritor (artista) tiene la obligación de articular y
expresar los intereses y las necesidades de la clase en ascenso, que en el
capitalismo (a partir de 1848), sería el proletariado. Una clase en declive (o
sus representantes) son incapaces de producir nada que no sea arte “decadente”,
pues lo que tratan se asemeja a una visión del mundo como algo muerto y
decorativo (este diagnóstico es lo que Lukács denomina naturalismo).
El realismo se considera la forma que corresponde con mayor
precisión a las relaciones sociales y por lo tanto constituye la forma
artística correcta. Fuera cual fuera la configuración de una estética marxista
ortodoxa, ésta sería cuestionada más tarde por Theodor W. Adorno y Herbert
Marcuse. No sólo fue su crítica al modernismo lo que hizo de Lukács una figura
polémica y contestada, sino sobre todo la aceptación ciega y dogmática de un
modelo estético que había que encontrar en el pasado, a saber, la defensa de la
novela clásica realista como la única
forma adecuada para el realismo. Algo que le hizo ser hostil a la obra de todos
los modernistas, incluyendo reticencias al cine de Serguei Eisenstein.
Aquí, la noción de “forma” adquiere un significado especial: no es
que la estética de un marxismo ortodoxo se oponga a la forma, sino que ésta
queda subsumida a una concepción muy concreta. No es que el realismo se oponga
a la forma, al contrario, el realismo define su propia forma. Por otra parte,
la experimentación formal, propia de la vanguardia, tampoco nos dice nada del
valor artístico de una obra ni de su implicación con lo social. Para determinar
el grado en el cual una obra asociada a una tendencia realista u a otra de tipo
modernista es relevante socialmente deberá trazarse un análisis profundo que
pasa por el estudio del marco ideológico-histórico en el que ésta se inserta.
Las teorías del realismo fueron influyentes en el seno de la
izquierda cultural a lo largo de la primera mitad del siglo anterior,
haciéndose visibles velozmente en el ámbito de lo narrativo (la literatura, el
teatro y el cine). Todo esto ocurría en el seno de sectores de la izquierda que
buscaban un territorio de expresión que intentaba desmarcarse de un Realismo
Socialista que no podía servir de modelo, ni siquiera para el propio Lukács,
recluido en una zona geográficamente peligrosa como lo era la Unión Soviética
de 1930. Durante este periodo caliente,
la problemática del formalismo se asienta, y las discusiones de estética
alrededor las circunstacias políticas, sociales y económicas en las que
cualquier artefacto cultural circula devienen centrales (algo que ya se
produjo, por ejemplo, dentro de la vanguardia rusa de 1920, y que más tarde
articulará gran parte de la teoría y práctica fílmica de décadas siguientes).
En este marco, las críticas al realismo venían acompañadas de
argumentos como la supremacía otorgada al contenido bajo una forma dada de
antemano, su escasa preocupación por la articulación del lenguaje que interroga
la política de esas mismas operaciones formales y demás. Ahora, las pregunta cruciales
son ¿qué podemos sacar en limpio hoy en día de todo este debate dentro del
contexto de las artes visuales? ¿qué significa ser realista hoy en día? ¿cuáles
son las posibilidades del realismo en la era de la globalización? Esto nos
llevaría a identificar las estrategias formales que las prácticas artísticas y
narrativas movilizan para resolver sus problemas representacionales. Aunque
pudiera parecer que la controversia entre forma y contenido está resuelta, y el
realismo es una reliquia, el hecho de que en literatura se siga escribiendo
novela histórica, en cine el contenido político esté a la orden del día y en el
arte contemporáneo asistamos a una eclosión del documental (por no mencionar la
tele-realidad y la estética del foto-periodismo contaminando todos los
territorios) nos previene de tomar seriamente esta relevancia de la realidad
expresada con voluntad de verdad.
Cuestiones de género o
“realismo agotado”
La actual llamada a la politización del arte y
la radicalización de modos de agenciamiento que intentan vehicular una teoría
que una la producción estética con el entorno social y político se enfrenta a
tesituras similares a las abordadas con anterioridad pero en un contexto
histórico distinto. Gran parte de este debate sobre una estética radical y una
responsabilidad política convertida en arte puede observarse en artistas que
tratan de introducir o combinar activismo y práctica artística. Desde Hito
Steyerl a The Otolith Group, Dmitry Vilensky y el colectivo Chto Delat?,
Marcelo Expósito y Brian Holmes (por citar algunos nombres, cada cual con su
especificidad). Los límites entre la práctica artística, la escritura teórica,
la geo-crítica y el activismo tienden a difuminarse. Las técnicas de la
“verdad” y el cuestionamiento de los límites entre ficción y documental se
entremezclan con una conciencia del productivismo soviético rejuvenecido como
modelo operacional.
De hecho, los movimientos sobre la politización
del arte desde el activismo artístico y desde amplios sectores del comisariado
no pueden sino reconocer su deuda con una estética de la izquierda que está en
la base de las cuestiones centrales mencionadas arriba. Una estética, que
además, está configurada alededor de un empobrecimiento de su materialidad y
que ha estilizado las subcultures asociadas a una estética de la revolución.
Así, el giro documentalista dentro del arte reciente no puede ser sino una
continuación del debate sobre el realismo y la vanguardia experimental. Y es
que el realismo, en todas sus facetas, ofrece un amplio abanico de
posibilidades. Por ejemplo, en una rápida mirada al movimiento cinematográfico
británico de finales de 1950 y comienzos de 1960, encontramos un realismo
socialista también convertido en “el más típico de todos los géneros fílmicos
Británicos”, un género dramático denominado como “kitchen sink realism” y del que
Ken Loach es su más heróico sucesor. La representación de la lucha de clases y
el compromiso con el socialismo se juntan en una forma cinematográfica que, aún
influenciada por el realismo de Lukács, nada tiene que ver con un Realismo
Socialista soviético conservador y caduco en plena crisis. Aunque ambos
recurran a la figura del héroe como personaje central que organiza la trama, su
rol no puede ser más antagónico, desde el contra-heroe desempleado de los
peores años de la industrialización británica (en lo que es una clara denuncia
del capitalismo industrial) al, ahora sí, heroico, anónimo, feliz y ejemplar
trabajador soviético convertido en propaganda del sistema. Pero, además de esta
comparativa, encontramos realismo en la teoría cinematográfica de André Bazin,
en el Neorealismo italiano, y también en la etiqueta de un “realismo sucio”
aplicable a artefactos culturales de una posmodernidad incipiente. Todo esto
sin centrarse en formas realistas (o figurativistas) de la pintura y
escultura de los últimos dos siglos.
Si las relaciones entre la realidad y sus
representaciones está mediada por la forma, no está de más prestar atención a las
instancias mediadoras que la sirven. El género, en tanto construcción
mediadora, se inventó precisamente para ello. Es precisamente por entender todo género como síntoma y reflejo de un cambio
histórico que Lukács emprendió su estudio de la novela histórica. El género no
es una categoría inocente sino que determina el componente ideológico de la
obra. Todo género nos lleva a pensar su historicidad, y haciéndolo, puede
descubrirse un mayor o menor grado de componente político.
Cuando
Lukács privilegió la novela histórica (desde un punto de vista de materialismo
histórico) como el género paradigmático para el marxismo, lo hizo ya en pleno
proceso de irrupción del modernismo. Se puede incluso trazar un movimiento que
iría desde el realismo a través del modernismo hasta el posmodernismo, una
secuencia equiparable a las sucesivas mutaciones del capitalismo desde el
mercantilismo al industrialismo acabando en su posterior monopolio de la etapa
especulativa y global. Pero si la disputa entre el realismo y el modernismo, el
historicismo y el formalismo, supuso un colapso en los sistemas
representacionales durante el pasado siglo, la lógica mandaría en que ya
ninguno de ellos sean válidos para la actual coyuntura. Si como ha repetido en
numerosas ocasiones Fredric Jameson, lo que distingue nuestro presente es la
imposibilidad de su representación, o el debilitamiento de la imaginación para
pensar otro mundo alternativo al ya existente, entonces lo que urge es
identificar no sólo cuales son las maneras de totalización de la realidad
presentes en el interior de bodies of
work, sino cartografiar las alegorías insertadas acerca de un orden mundial
al que no tenemos acceso o se nos presenta como inabarcable.
Por ejemplo, un estudio como Science Fiction and Critical Theory de
Carl Freedman ha intentado desarrollar el argumento del género privilegiado
dentro el marxismo tradicional, la ficción histórica, por lo que él entiende su
relevo natural, es decir, la ciencia ficción: una clase
de literatura popular que guarda una gran afinidad con el pensamiento
dialéctico y que en cierta manera, vendría a instaurarse como un género
minoritario cuya centralidad residiría en la renovación de una visión
dialéctica de la historia.Jameson ha profundidazo sobre esto: “En
cualquier caso, el aparato figurativo de la ciencia ficción, al haber
atravesado innumerables generaciones de desarrollo tecnológico y de mutación
casi vírica desde el comienzo del movimiento, está devolviendo más información
fiable sobre el mundo contemporáneo de lo que pueda hacerlo un realismo agotado
(o siquiera un movimiento moderno agotado)”.Aquí, la creencia en las posibilidades del
realismo, en la aparente objetividad de su lenguaje, su transparencia o incluso
su ingenuidad, se ve retada por la propia “constructividad” de la realidad, su
dramática alteración, es decir, “la constructividad del hecho científico tan
plenamente como la de las instituciones sociales, la construcción del género
sexual y de lo plenamente subjetivo, así como la de las categorías objetivas a
través las cuales intuimos el mundo todavía supuestamente real”. Si la
misma realidad se ha transmutado, desfamiliarizando radicalmente la experiencia
hasta el punto en que lo natural o lo orgánico se vuelven tan manufacturados
como el propio paisaje urbano, entonces, esto estimula formas de realismo más
nuevas y desesperadas; ciencia-ficción, ciberpunk y otras formas de
hiper-realidad.
Es incluso posible trazar un paralelismo entre
la ciencia ficción y el arte contemporáneo a través de aquello que basicamente
comparten; un principio de extrañamiento cognitivo y distanciamiento, pero
quizás conviene centrarse más en el sentido de ese “realismo agotado” de
Jameson. Se puede constatar históricamente el auge o caída de los géneros, por
ejemplo en el cine del Segundo Mundo o en la
extinta Unión Soviética, cuando el bloqueo por representar el presente y la
dificultad de imaginar el futuro condujo a una clase de realismo mágico, si no
abiertamente ficción científica, de la que la filmografía de Andrei Tarkovsky
es un buen exponente. Todo esto nos debe hacer repensar sobre las técnicas de
representación que den cuenta de la complejidad de nuestra situación, donde el
documentalismo convive con modalidades formalistas de retro-modernismo. La
interrogación sobre la historicidad de las formas debe, en este sentido,
convertirse en una obligación para la crítica. Pero la pregunta clave ya no
gira en torno a cómo representar el pasado, ni siquiera el presente. La
pregunta más bien es ¿podemos todavía imaginar un futuro individual y
colectivo?
El
arte como forma de la realidad
Sin
duda, este “realismo agotado” echaría por tierra algunas representaciones del
marxismo tradicional. Algunos de los problemas históricos tratados por el
realismo encontrarían su respuesta en el concepto de “forma” o, para Marcuse,
en la “forma estética”. En La dimensión estética, Marcuse
intenta contribuir a una definición de la estética cuestionando la ortodoxia
marxista predominante. Su crítica se centra en la consideración del arte como partícipe
dentro del contexto de las relaciones sociales existentes, atribuyéndosele al
arte una función política concreta. Esta mirada es denunciada en tanto que él
(y también Adorno, de cuya Teoría
estética se declara deudor) reconoce ese mismo potencial político en el
propio arte como tal. Marcuse sostiene que el arte es autónomo de esas
relaciones sociales, que a la vez son denunciadas y trascendidas por el propio
arte; el hecho estético no representa la realidad sino más bien se erige en una
nueva realidad (todavía más real) y en esta autonomía dentro del mundo reside
su fuerza crítica.
Otro argumento de Marcuse es que el arte puede ser revolucionario
si representa un cambio radical de estilo y técnica ya que esta modificación
puede ser debida a una auténtica vanguardia conceptual que anticipa o refleja
transformaciones sustanciales en la sociedad. Sin embargo, una definición
exclusivamente “técnica” del arte revolucionario no dice nada acerca de su
autencicidad o verdad. La disección de Marcuse de la obra revolucionaria gira
alrededor del vínculo entre forma y contenido; la forma estética no se opone al
contenido, ni siquiera dialécticamente. En la obra de arte, la forma se
transforma en contenido y viceversa. Escribe: “la literatura no es revolucionaria
porque sea escrita para la clase obrera o para ‘la revolución’. La literatura
se puede llamar con pleno sentido revolucionaria sólo en relación a sí misma,
como contenido convertido en forma. El potencial político del arte estriba
únicamente en su dimensión estética, su correspondencia con la praxis es
indirecta, mediada y huidiza. Cuanto más inmediatamente política sea la obra de
arte, en mayor medida reduce el poder del extrañamiento y los trascendentes
objetivos de cambio. En este sentido puede darse mayor potencial subversivo en
la poesía de Baudelaire y de Rimbaud que en las representaciones teatrales de
Brecht”.
Todo
esto es consustancial a las llamadas a la imaginación utópica, la alteridad y
la diferencia radical que alumbraron una resistencia crítica mediante
alternativas organizativas dentro de la sociedad y sus instituciones en los
sesenta y setenta (desde la liberación de la sexualidad a la organización de lo
cotidiano) y que convirtió a Marcuse en el filósofo del “espíritu del 68”. En
su esquema, el arte es una fuerza disidente; resistencia. Las cualidades
radicales del arte se fundamentan en su capacidad para trascender su
determinación social, emancipándose del discurso pero preservando sin embargo
su arrolladora presencia. En la forma estética, la realidad dada se sublima; el contenido
inmediato queda estilizado, ordenado de acuerdo con las exigencias de la forma
artística. La forma estética es el resultado de la transformación de un
contenido dado (un hecho histórico, personal o social) en una totalidad
autonóma. El principio es básico: la función
crítica del arte y su contribución a la lucha por la liberación reside en la
forma estética. Para Marcuse, una obra de arte es verdadera no en virtud de su
contenido (por ejemplo, la representación “correcta” de las condiciones
sociales), ni tampoco por su forma “pura”, sino por el contenido convertido en
forma.
La
autonomía del arte con respecto a “lo dado” (la realidad) supone la negación
del conformismo con esa realidad. El dictado de Marcuse viene a decir que la
autonomía del arte contiene un imperativo categórico: las cosas deben cambiar.
El título de su otro esayo sobre estética es revelador: el arte como forma de
la realidad.
De nuevo el mensaje se repite incansablemente, “el Arte no puede convertirse en realidad, no
puede realizarse sin cancelarse a sí mismo como Arte en todas sus formas”. Y aquí adelanta una instrucción sobre el rol del
artista implicado socialmente: “El artista podría participar en este proceso
pero en tanto artista antes que como activista político (…) porque lo que él
ha logrado, mostrado y revelado en formas auténticas contiene una verdad
situada más allá de la realización o
solución inmediatas, quizá más allá de cualquier realización o solución”.
La
demarcación con lo que de moral tenía el realismo parece clara pero, sin
embargo, después de décadas de este pensamiento (desde 1970 aproximadamente),
esta mezcla de idealismo y utopismo tampoco nos es completamente útil para el
presente. Estoy tentado de decir que esta reivindicción de autonomía (o
excepcionalidad) para el arte ha sido el principal eje sobre el que ha girado
gran parte de las teorías acerca de la función social del arte y aunque,
todavía es tremendamente operativa en un contexto en el que el arte parece haber
caído en mayor de los descréditos populares, o está en clara recesión, su
misión salvífica no resuelve otros problemas, como por ejemplo los derivados de
la reificación de la mercancia o el fetichismo.
La autonomía del arte encuentra en la industria cultural
su contra-utopía: el arte es parte de esta industria cultural pero, sin
embargo, para seguir siendo arte necesita de autonomía, precisamente para no
quedar diluido en el interior de una industria cultural espectacularizada que
no es arte. Tampoco queda claro cuál es la utilización que
el arte debe hacer de esta soberanía marcusiana. Inevitablemente el significado
de está autonomía se desliza hacía el pantanoso término de “obra autónoma” y
aunque, por razones obvias, Marcuse y Adorno pueden ofrecer argumentos para el
pintor abstracto comprometido con su abstracción, así como defender el
subjetivismo del artista, la multiplicidad de los sistemas de representación
que el posmodernismo ha traído hace que nos sea necesario enmarcar esas mismas
teorías dentro de su propio contexto histórico definido. Esa forma estética es,
en todo caso, operativa dentro del marco de la obra de arte tardo-moderna.
¿Cuál es el significado de una forma que sea a la vez deudora de la estética
marxista y todavía significativa dentro de una condición posmoderna?
Hemos
visto dos teorías estéticas dentro de la tradición marxista, la del realismo y
la referida a la “forma estética”. La insuficiencia de cada una exige la toma
de una postura que no pasa entre elegir una u otra, pero tampoco
dialécticamente por escoger las dos, combinándolas. Aunque no estaría mal hacer
el ejercicio de identificar prácticas artísticas (o artistas) que abracen todas
estas tendencias y discursos a la vez, el escollo del realismo reside hoy en la
imposibilidad de captar lo real sin millones de filtros de por medio y algo
parecido sucede con la invención de una nueva forma que no sea en sí misma
deudora de otras más viejas. Cuando más que realismo tenemos reflexiones sobre realismo, y ocurre parecido con lo
formal, el desafío está en abrir resquicios en la hiper-codificación de la
cultura o, por el contrario, saturar la referencialidad y el meta-comentario de
la obra de manera que ésta se convierta en una especie de mapa cognitivo de la
totalidad ausente.
Proyectar
una forma futura de arte que no existe (o todavía no es), es toda una labor
para la imaginación; una forma de arte que responda a los principales rasgos de
un mundo altamente codificado, donde todo gira alrededor del branding, el marketing de estilos, la
novedad sobrecargada y diseñada, el trabajo inmaterial y la semiótica del
entorno. El arte se asemeja a esas otras áreas donde el mundo fabricado ya no
es tan primordial como lo son el marketing de los bienes y la gestión de
información. Por supuesto, objetos, libros y películas siguen siendo producidos
en importantes cantidades. ¿Cómo pensar esa forma de arte futura? En
literatura, por poner un caso, la “nueva novela realista” ha ingerido y
filtrado estos hiper-codificados mecanismos y los ha devuelto como un arte, en
las novelas de William Gibson, y su invención de forma ambiguas y extrañas como
el “metraje”, el “arte locativo”, los “fantasmas semióticos”, el “marketing de
vanguardia” o la exploración del “espacio negativo”.
Pero
todavía me gustaría aventurar una última posibilidad sobre cómo una “forma”
puede darse centrando el diagnóstico de la realidad alrededor de estas
categorías en lugar de un arte cuya novedad se asienta en el contenido
político. La respuesta a este dilema estaría en la historicidad de la propia
forma. Forma e historicidad; otra manera de hablar del debate de estética y
política que estoy intentando llevar a cabo aquí. Por
historicidad se entiende que cada acontecimiento histórico es deudor de otros
hechos históricos. La historicidad es la conciencia que el individuo tiene de
su responsabilidad en lo que es el curso de los acontecimientos históricos, una
auto-conciencia de su lugar dentro de una colectividad mayor. La historicidad
es, además, un tipo de narración, que no acontece por generación espontánea,
sino que conlleva siempre una consciencia de las formas heredadas del
pasado. En este
sentido, una actualización de los planteamientos de Marcuse y Adorno acerca de
la autonomía del arte podría contemplar zonas de semi-autonomía a la vez que
incorporar parte del bagaje posmoderno. Siguiendo esto, si el capitalismo es
multiforme, contradictorio y especulativo, ¿debería el arte ser igualmente
multiforme, contradictorio y especulativo? ¿La historicidad de la forma nos
liberaría del formalismo?
Volviendo
brevemente a Lukács, esto es precisamente lo que su obra nos aporta como
valiosa. Judith Butler insiste en ello: “Lo que Lukács aporta aquí es el
comienzo de un entendimiento histórico de la forma: ¿bajo que condiciones las
formas emergen y cómo es que esas formas soportan, comunican y transforman, las
condiciones sociales y autoriales de su
propia emergencia?”. Para
Lukács, las formas no son estáticas, el contexto entra en la forma y se
convierte en parte del proceso de formación. Las formas tienen una
historicidad.
Pero
además, el observar la literatura (y el arte) produciendo cambio social es más
atractiva para los historiadores culturales que han sido influenciados por el
marxismo occidental, que el propio Lukács inauguró. La noción de “la ideología
de la forma” elaborada por Fredric Jameson, es una de las llaves para evitar,
por un lado, el “simple formalismo” y por el otro, el “sociologismo vulgar”. La
apuesta aquí es que es posible hallar la historia material que produce una obra
de arte inscrita en su estructura, en su material, en el punto de vista
narrativo o en los recursos retóricos. No existe forma que no sea de carácter
social o no sea un acto reflejo de un modo de producción determinado. Y por
otro lado, toda forma lleva implícito o pegado un contenido en su misma unidad
(el “contenido de la forma”). La ideología de la forma es la constatación de que toda forma está
social e históricamente construida; no existe forma ingenua (como no tampoco lo
era el género).
Esto es
típico de un marxismo occidental que subsume la evolución de los procesos
económicos, politicos y sociales a un análisis de la cultura donde nunca se
pierde de vista la noción de totalidad, sin renunciar a la forma y el estilo
como quintaesencias de la producción del contenido, convirtiendo la tradición
del marxismo occidental en un inigualable sismógrafos a la hora de estudiar los
paradigmas a los cuales se enfrenta la cultura en el capitalismo tardío. Recientemente
Terry Eagleton ha escrito un artículo donde, bajo el sugerente título de
“Jameson and Form” indaga en esto. Sobre los límites del historicismo, escribe:
“Jameson’s way around such phenomena is two-fold: it is formalize on the one
hand and historize on the other. These two operations can then ideally be
brought in what Jameson, following the linguistician Louis Hjelmslev, calls the
‘content of the form’. If form itself can be revealed as secreting historical
or ideological content –and to show how this comes about is perhaps Jameson’s
greatest achievement- then a passage can be opened from form or structure to
history or politics which does not have to travel through ‘content’ understood
in its moral, empirical or psychological sense.”
Obviamente, esto no parecerá una gran
innovación a muchos historiadores del arte, sobre todo a aquellos influenciados
por la teoría de la Escuela de Frankfurt (caso del círculo de la revista
October), si bien lo que está en juego no es sólo un modo de historización para
el arte sino, y esto es si cabe todavía más relevante, la configuración y la
renovación de todo un programa político para la izquierda. Eagleton proporciona
a continuación otro pasaje clave: “This attention to the ‘content of the form’,
as I have suggested already, is probably Jameson’s signal contribution to
criticism. The title of the book which first brought him to general attention, Marxism and Form, seems deliberately
provocative and programmatic in this respect –a calculated semi-oxymoron, along
the lines of, say, Logical Positivism and
Angst, in the context of Marxist criticism scarcely accustomed to treating
artistic form with any great sensibility. The notion of the content of the form
is yet another way in which he can bring together meaning and materiality, as
(for example) in the essay on three modern painters, in which he treats
Cézanne’s use of ochre as a kind of ideology in its own right. Form –the
sensuous organization of the work, the play of its signifiers or splay of its
brush-strokes-has an abstract or conceptual lining known as historical content;
and the two are as indissociable as sense and sensibility in Jameson’s own
literary style".
Esto es extremadamente relevante pues su
paradójica interpretación hace que prácticamente toda forma estética pueda ser
objeto de una historización, y con ello de una politización, pero esto no
significa que, (en un contexto artístico tan ávido como el nuestro por
rentabilizar el pasado) se justifique cualquier atisbo de leer políticamente
una obra de arte, digamos formalista (por desesperado que este intento pueda
parecer) en términos progresistas. La aplicación indiscriminada del “método”
equivaldría a una simplificación “vulgar” de la teoría. Más bien, lo que la
fórmula de Jameson reclama es un verdadero y agonístico empleo de dialéctica,
donde los detalles y objetos de nuestra realidad social “gritan por el
comentario, por la interpretación, por el desciframiento y la diagnosis”.
Según esto, el eslógan debería ser: la forma es un asunto político.
Pero hay una última precaución con la que
contar. Así como la crítica tardo-moderna dio paso al juego posmoderno,
actualmente los instrumentos teóricos diseñados presumen de un despligue
impresionante y el potencial revolucionario adscrito al encuentro con la
historicidad de las formas se ha invertido; donde una vez la revelación dentro
de las ideologías se ganaba a través del análisis genealógico, ahora es la
sobre-historicidad de todos los textos la que nos mantiene ocupados.
Hemos acabado de lleno en las meta-narrativas. En cualquier caso, el “poder
redentor de la forma” lukácsiana invitaría a un acto infinito de posibilidades
creativas e interpretativas, un continuo cuestionamiento de la realidad que nos
rodea, y éste podría ser uno de los roles del arte dentro de las sociedades
contemporáneas.
* Publicado en inglés (y portugués) bajo el título "Form, meaning and reality" en el reader To the Arts, Citizens! Fundaçao
Serralves, Oporto, 2010. Inédito en castellano. Vale como metacomentario para mi reseña crítica sobre la Berlin Biennale 7 publicada en parte 1 y 2 de este blog, así como a modo de statement para mi propia estética y labor crítica.
Terry Eagleton, “Jameson and Form”, New Left Review, 59, sep/oct 2009, p. 134. (Existe versión en castellano de este fragmento en la versión en español de New Left Review)