6/29/2012

EDITORIAL: Rapiña



Karl Kraus en Viena. Primeras décadas del siglo XX. Kraus enfrascado en su diario Die Fackel, decenas de cuartillas, centenas de apariciones de su personal e intransferible revista. El libelo en tanto que género, algo muy distinto de la difamación. Adorno dijo una vez que Kraus atacaba menos por lo que las personas son y más por lo que hacen o dejan de hacer. El momento en el que el crítico se despertaba por la mañana, desayunaba frugalmente y a continuación acometía su tarea crítica, día tras día, ya no nos pertenece. Hace tiempo que desapareció, posiblemente porque ese tiempo ya no es el nuestro, o éste carece de plenitud. El cansancio juega su propio papel. Los críticos cansados no pueden ya escribir o, lo que es lo mismo, no se puede escribir cuando la fatiga se hace crónica. Lo mismo pasa con mantener vivo un blog. Y mientras pienso en este, me viene a la cabeza qué quería Adorno decir con su “capital rapiñador”. Escribió: “La crítica de la cultura sigue el esquema de los críticos reaccionarios de la sociedad, que usan el capital creativo contra el capital rapiñador”. Cuando la crítica se somete al dictado de la cultura, juega entonces una función reaccionaria. La crítica debe entonces, hacer una cosa muy difícil, que es creer y no creer en la cultura. Crítica dialéctica. Resulta problemático que las artes no solo no compitan entre ellas, ni siquiera se devoren entre ellas, sino que todas ellas se conforme con una posición otorgada dentro de la cultura. Aunque el arte y la cultura no son lo mismo, y desde siempre mantienen un conflicto abierto, el conformismo de los tiempos recientes solo puede verse como la prueba de que la cultura hace tiempo que gano la batalla. Y con ello la industria cultural se asentó como algo normal.
Cuando los términos “conservador”, “reaccionario” y “progresista” se les somete a un interesado ventrilocuismo ideológico, pierden por completo su sentido. Capitalizar experiencias ajenas. Ésta parece ser el modus operandi del new curating al exprimirse a sí mismo ante la demanda de la industria cultural, que siempre exige más y más. El capital rapiñador moviliza a los agentes y los pone en circulación, haciendo la cola a la espera del turno apropiado. 

6/18/2012

Guillaume Movie

6/11/2012

AESTHETICS & POLITICS: Forma, sentido y realidad *



Carteles Atelier Populaire, Mayo de 1968. París.


Un rasgo que caracteriza la actual producción artística es la repetición de temas ampliamente tratados en el pasado que ahora son presentados como asuntos cargados de una urgencia decisiva para la comprensión de nuestra situación dentro del orden mundial. La progresiva tematización a la que el arte tiende no deja escapar ninguna materia sustancial y discursiva aunque se pensara que ésta era ya una cuestión liquidada. Algo así está pasado con la cuestión del realismo (auténtico caballo de batalla dentro de distintas corrientes estéticas de la izquierda a comienzos y mediados del siglo anterior), aunque su “actualidad” no puede compararse con el siempre recurrente par estética versus política que está en el origen de no pocos debates alrededor de la búsqueda de una función social para el arte. Pero mientras que gran parte del sistema del arte parece funcionar sólo, con sus incontables inauguraciones semanales, todavía existen espacios para preguntarnos sobre cómo la realidad, con sus estructuras sociales y económicas inabarcables para los seres humanos, puede filtrarse y cobrar sentido dentro de esa multiplicad de formas cambiantes que es el arte contemporáneo.

“Forma”, “sentido” y “realidad” son tres conceptos que relacionados apuntan a una búsqueda de significado para el arte y para toda creación estética. En su célebre polémica con Georg Lukács, Bertolt Brecht se definió una vez como “realista”. Este término debe ser entrecomillado pues es origen de no pocos malentendidos. Brecht era crítico con la línea del realismo defendida por Lukács. Brecht, inventor del efecto de extrañamiento (Verfremdungseffekt o V-Effekt) en sus obras de teatro, se declaraba realista en un sentido táctico; su misión era comprender la realidad. Para acercarse a esa realidad, entenderla, necesitaba distanciarse de las formas que el realismo había hecho suyas. Su materialismo histórico necesitaba de la experimentación formal para acceder a ese entendimiento. “Cualquiera que me viera trabajar podría pensar que estoy sólo interesado en cuestiones de forma. Hago estos modelos porque deseo representar la realidad” escribió.[1] Aquí, Brecht complejiza conscientemente las categorías adscritas a dos corrientes en boga, la experimentación vanguardista por la que él mismo abogaba, y una estética del realismo defendida por Lukács. Reivindicarse como realista añadía una vuelta de tuerca a la elección entre una y otra opción. Pero justo después de escribir esto, alertaba de lo extremadamente precavido que cualquiera que quisiera escribir sobre el asunto debería ser, pues el término “formalismo” ya era un asunto espinoso. Para él, el verdadero formalista realista era Lukács, el defensor de la novela histórica del siglo XIX. Toda esta polémica, más conocida como el “debate Brecht-Lukács”, sigue todavía siendo pertinente a la luz de lo equívoco de términos como “realismo” y “formalismo”.

Dando la vuelta a lo dicho por Brecht, el realismo formalista es también aplicable a una parte del arte politizado que inunda las grandes exposiciones temáticas. Pero mientras el formalismo ha sido largamente satanizado, tomándo el término exclusivamente en su sentido unívoco (forma a expensas del contenido o la forma por la forma) y pasando de largo por las acepcciones que lo ligan a la escuela rusa del formalismo (en literatura), así como a variantes del productivismo y funcionalismo, el realismo ha sido privilegiado como la forma adecuada para representar el conflicto social. Lukács desarrolló su teoría de la novela y su estudio sobre la La novela histórica (1936) completando una de las misiones centrales pendientes en la crítica marxista consistente en la articulación del texto estético en su contexto social e histórico. “Formalismo” y “realismo” han sido desde entonces dos conceptos depositarios de lo peor sobre los que han girado las mayores acusaciones, sobre todo cuando han ido asociados a tendencias ideológicas opuestas dentro de la sociedad, dándose la confrontación máxima con la instauración del Realismo Socialista en el bloque del Este y su correspondiente estética antagónica camuflada en versiones del Expresionismo y Formalismo Abstracto (como la forma del arte en el capitalismo) defendido por los críticos Clement Greenberg y Harold Rosenberg (comunistas americanos los dos).

Es precisamente esta polarización la que ensombreció un debate mucho más floreciente. Un conflicto entre historicistas, formalistas o defensores de la forma y marxistas varios que el propio Lukács precedió en varias décadas con la publicación de sus ensayos de juventud bajo el evocador título de Soul & Form (1911).[2] Las teorías del realismo son múltiples y variadas. Atribuir a Lukács la responsabilidad de lo que otros (en la Unión Soviética) instauraron es simplemente erróneo, así como son fallidas las lecturas no-dialécticas que sitúan a Lukács poco menos que como un tradicionalista, dando como vencedor del debate a Brecht. Se podría incluso describir a éste último como un vanguardista revolucionario operando dentro de un marco realista. Lo cierto es que Lukács vino de describir una teoría estética que trazaba una relación directa entre el arte y la clase social; el único arte auténtico, verdadero, progresivo, es el arte de una clase en ascenso. Ahí sitúa Lukács su estudio de la literatura de comienzos del siglo XIX, en la obra de Balzac, Walter Scott y Tolstoi y otros que narran el ascenso de una clase social universal segura de sí misma (como era la burguesía), hasta el momento de su confrontación con su propia clase amenazante, en el naciente proletariado industrial. La revolución de 1848, la represión sufrida por el proletariado a manos de la burguesía, se presenta como fecha de ruptura en esta conciencia histórica. De acuerdo con esto, y en consecuencia, el aspecto político y el estético, el contenido revolucionario y la calidad artística tienden a coincidir; el escritor (artista) tiene la obligación de articular y expresar los intereses y las necesidades de la clase en ascenso, que en el capitalismo (a partir de 1848), sería el proletariado. Una clase en declive (o sus representantes) son incapaces de producir nada que no sea arte “decadente”, pues lo que tratan se asemeja a una visión del mundo como algo muerto y decorativo (este diagnóstico es lo que Lukács denomina naturalismo).


El realismo se considera la forma que corresponde con mayor precisión a las relaciones sociales y por lo tanto constituye la forma artística correcta. Fuera cual fuera la configuración de una estética marxista ortodoxa, ésta sería cuestionada más tarde por Theodor W. Adorno y Herbert Marcuse. No sólo fue su crítica al modernismo lo que hizo de Lukács una figura polémica y contestada, sino sobre todo la aceptación ciega y dogmática de un modelo estético que había que encontrar en el pasado, a saber, la defensa de la novela clásica realista como la única forma adecuada para el realismo. Algo que le hizo ser hostil a la obra de todos los modernistas, incluyendo reticencias al cine de Serguei Eisenstein.

Aquí, la noción de “forma” adquiere un significado especial: no es que la estética de un marxismo ortodoxo se oponga a la forma, sino que ésta queda subsumida a una concepción muy concreta. No es que el realismo se oponga a la forma, al contrario, el realismo define su propia forma. Por otra parte, la experimentación formal, propia de la vanguardia, tampoco nos dice nada del valor artístico de una obra ni de su implicación con lo social. Para determinar el grado en el cual una obra asociada a una tendencia realista u a otra de tipo modernista es relevante socialmente deberá trazarse un análisis profundo que pasa por el estudio del marco ideológico-histórico en el que ésta se inserta.

Las teorías del realismo fueron influyentes en el seno de la izquierda cultural a lo largo de la primera mitad del siglo anterior, haciéndose visibles velozmente en el ámbito de lo narrativo (la literatura, el teatro y el cine). Todo esto ocurría en el seno de sectores de la izquierda que buscaban un territorio de expresión que intentaba desmarcarse de un Realismo Socialista que no podía servir de modelo, ni siquiera para el propio Lukács, recluido en una zona geográficamente peligrosa como lo era la Unión Soviética de 1930. Durante este periodo caliente, la problemática del formalismo se asienta, y las discusiones de estética alrededor las circunstacias políticas, sociales y económicas en las que cualquier artefacto cultural circula devienen centrales (algo que ya se produjo, por ejemplo, dentro de la vanguardia rusa de 1920, y que más tarde articulará gran parte de la teoría y práctica fílmica de décadas siguientes).[3]

En este marco, las críticas al realismo venían acompañadas de argumentos como la supremacía otorgada al contenido bajo una forma dada de antemano, su escasa preocupación por la articulación del lenguaje que interroga la política de esas mismas operaciones formales y demás. Ahora, las pregunta cruciales son ¿qué podemos sacar en limpio hoy en día de todo este debate dentro del contexto de las artes visuales? ¿qué significa ser realista hoy en día? ¿cuáles son las posibilidades del realismo en la era de la globalización? Esto nos llevaría a identificar las estrategias formales que las prácticas artísticas y narrativas movilizan para resolver sus problemas representacionales. Aunque pudiera parecer que la controversia entre forma y contenido está resuelta, y el realismo es una reliquia, el hecho de que en literatura se siga escribiendo novela histórica, en cine el contenido político esté a la orden del día y en el arte contemporáneo asistamos a una eclosión del documental (por no mencionar la tele-realidad y la estética del foto-periodismo contaminando todos los territorios) nos previene de tomar seriamente esta relevancia de la realidad expresada con voluntad de verdad.

Cuestiones de género o “realismo agotado”
La actual llamada a la politización del arte y la radicalización de modos de agenciamiento que intentan vehicular una teoría que una la producción estética con el entorno social y político se enfrenta a tesituras similares a las abordadas con anterioridad pero en un contexto histórico distinto. Gran parte de este debate sobre una estética radical y una responsabilidad política convertida en arte puede observarse en artistas que tratan de introducir o combinar activismo y práctica artística. Desde Hito Steyerl a The Otolith Group, Dmitry Vilensky y el colectivo Chto Delat?, Marcelo Expósito y Brian Holmes (por citar algunos nombres, cada cual con su especificidad). Los límites entre la práctica artística, la escritura teórica, la geo-crítica y el activismo tienden a difuminarse. Las técnicas de la “verdad” y el cuestionamiento de los límites entre ficción y documental se entremezclan con una conciencia del productivismo soviético rejuvenecido como modelo operacional.[4]

De hecho, los movimientos sobre la politización del arte desde el activismo artístico y desde amplios sectores del comisariado no pueden sino reconocer su deuda con una estética de la izquierda que está en la base de las cuestiones centrales mencionadas arriba. Una estética, que además, está configurada alededor de un empobrecimiento de su materialidad y que ha estilizado las subcultures asociadas a una estética de la revolución. Así, el giro documentalista dentro del arte reciente no puede ser sino una continuación del debate sobre el realismo y la vanguardia experimental. Y es que el realismo, en todas sus facetas, ofrece un amplio abanico de posibilidades. Por ejemplo, en una rápida mirada al movimiento cinematográfico británico de finales de 1950 y comienzos de 1960, encontramos un realismo socialista también convertido en “el más típico de todos los géneros fílmicos Británicos”, un género dramático denominado como “kitchen sink realism” y del que Ken Loach es su más heróico sucesor. La representación de la lucha de clases y el compromiso con el socialismo se juntan en una forma cinematográfica que, aún influenciada por el realismo de Lukács, nada tiene que ver con un Realismo Socialista soviético conservador y caduco en plena crisis. Aunque ambos recurran a la figura del héroe como personaje central que organiza la trama, su rol no puede ser más antagónico, desde el contra-heroe desempleado de los peores años de la industrialización británica (en lo que es una clara denuncia del capitalismo industrial) al, ahora sí, heroico, anónimo, feliz y ejemplar trabajador soviético convertido en propaganda del sistema. Pero, además de esta comparativa, encontramos realismo en la teoría cinematográfica de André Bazin, en el Neorealismo italiano, y también en la etiqueta de un “realismo sucio” aplicable a artefactos culturales de una posmodernidad incipiente. Todo esto sin centrarse en formas realistas (o figurativistas) de la pintura y escultura  de los últimos dos siglos.

Si las relaciones entre la realidad y sus representaciones está mediada por la forma, no está de más prestar atención a las instancias mediadoras que la sirven. El género, en tanto construcción mediadora, se inventó precisamente para ello. Es precisamente por entender todo género como síntoma y reflejo de un cambio histórico que Lukács emprendió su estudio de la novela histórica. El género no es una categoría inocente sino que determina el componente ideológico de la obra. Todo género nos lleva a pensar su historicidad, y haciéndolo, puede descubrirse un mayor o menor grado de componente político.
Cuando Lukács privilegió la novela histórica (desde un punto de vista de materialismo histórico) como el género paradigmático para el marxismo, lo hizo ya en pleno proceso de irrupción del modernismo. Se puede incluso trazar un movimiento que iría desde el realismo a través del modernismo hasta el posmodernismo, una secuencia equiparable a las sucesivas mutaciones del capitalismo desde el mercantilismo al industrialismo acabando en su posterior monopolio de la etapa especulativa y global. Pero si la disputa entre el realismo y el modernismo, el historicismo y el formalismo, supuso un colapso en los sistemas representacionales durante el pasado siglo, la lógica mandaría en que ya ninguno de ellos sean válidos para la actual coyuntura. Si como ha repetido en numerosas ocasiones Fredric Jameson, lo que distingue nuestro presente es la imposibilidad de su representación, o el debilitamiento de la imaginación para pensar otro mundo alternativo al ya existente, entonces lo que urge es identificar no sólo cuales son las maneras de totalización de la realidad presentes en el interior de bodies of work, sino cartografiar las alegorías insertadas acerca de un orden mundial al que no tenemos acceso o se nos presenta como inabarcable.

Por ejemplo, un estudio como Science Fiction and Critical Theory de Carl Freedman ha intentado desarrollar el argumento del género privilegiado dentro el marxismo tradicional, la ficción histórica, por lo que él entiende su relevo natural, es decir, la ciencia ficción:[5] una clase de literatura popular que guarda una gran afinidad con el pensamiento dialéctico y que en cierta manera, vendría a instaurarse como un género minoritario cuya centralidad residiría en la renovación de una visión dialéctica de la historia.[6] Jameson ha profundidazo sobre esto: “En cualquier caso, el aparato figurativo de la ciencia ficción, al haber atravesado innumerables generaciones de desarrollo tecnológico y de mutación casi vírica desde el comienzo del movimiento, está devolviendo más información fiable sobre el mundo contemporáneo de lo que pueda hacerlo un realismo agotado (o siquiera un movimiento moderno agotado)”.[7] Aquí, la creencia en las posibilidades del realismo, en la aparente objetividad de su lenguaje, su transparencia o incluso su ingenuidad, se ve retada por la propia “constructividad” de la realidad, su dramática alteración, es decir, “la constructividad del hecho científico tan plenamente como la de las instituciones sociales, la construcción del género sexual y de lo plenamente subjetivo, así como la de las categorías objetivas a través las cuales intuimos el mundo todavía supuestamente real”.[8] Si la misma realidad se ha transmutado, desfamiliarizando radicalmente la experiencia hasta el punto en que lo natural o lo orgánico se vuelven tan manufacturados como el propio paisaje urbano, entonces, esto estimula formas de realismo más nuevas y desesperadas; ciencia-ficción, ciberpunk y otras formas de hiper-realidad.

Es incluso posible trazar un paralelismo entre la ciencia ficción y el arte contemporáneo a través de aquello que basicamente comparten; un principio de extrañamiento cognitivo y distanciamiento, pero quizás conviene centrarse más en el sentido de ese “realismo agotado” de Jameson. Se puede constatar históricamente el auge o caída de los géneros, por ejemplo en el cine del Segundo Mundo o en la extinta Unión Soviética, cuando el bloqueo por representar el presente y la dificultad de imaginar el futuro condujo a una clase de realismo mágico, si no abiertamente ficción científica, de la que la filmografía de Andrei Tarkovsky es un buen exponente. Todo esto nos debe hacer repensar sobre las técnicas de representación que den cuenta de la complejidad de nuestra situación, donde el documentalismo convive con modalidades formalistas de retro-modernismo. La interrogación sobre la historicidad de las formas debe, en este sentido, convertirse en una obligación para la crítica. Pero la pregunta clave ya no gira en torno a cómo representar el pasado, ni siquiera el presente. La pregunta más bien es ¿podemos todavía imaginar un futuro individual y colectivo?


El arte como forma de la realidad
Sin duda, este “realismo agotado” echaría por tierra algunas representaciones del marxismo tradicional. Algunos de los problemas históricos tratados por el realismo encontrarían su respuesta en el concepto de “forma” o, para Marcuse, en la “forma estética”. En La dimensión estética, Marcuse intenta contribuir a una definición de la estética cuestionando la ortodoxia marxista predominante. [9] Su crítica se centra en la consideración del arte como partícipe dentro del contexto de las relaciones sociales existentes, atribuyéndosele al arte una función política concreta. Esta mirada es denunciada en tanto que él (y también Adorno, de cuya Teoría estética se declara deudor) reconoce ese mismo potencial político en el propio arte como tal. Marcuse sostiene que el arte es autónomo de esas relaciones sociales, que a la vez son denunciadas y trascendidas por el propio arte; el hecho estético no representa la realidad sino más bien se erige en una nueva realidad (todavía más real) y en esta autonomía dentro del mundo reside su fuerza crítica.

Otro argumento de Marcuse es que el arte puede ser revolucionario si representa un cambio radical de estilo y técnica ya que esta modificación puede ser debida a una auténtica vanguardia conceptual que anticipa o refleja transformaciones sustanciales en la sociedad. Sin embargo, una definición exclusivamente “técnica” del arte revolucionario no dice nada acerca de su autencicidad o verdad. La disección de Marcuse de la obra revolucionaria gira alrededor del vínculo entre forma y contenido; la forma estética no se opone al contenido, ni siquiera dialécticamente. En la obra de arte, la forma se transforma en contenido y viceversa. Escribe: “la literatura no es revolucionaria porque sea escrita para la clase obrera o para ‘la revolución’. La literatura se puede llamar con pleno sentido revolucionaria sólo en relación a sí misma, como contenido convertido en forma. El potencial político del arte estriba únicamente en su dimensión estética, su correspondencia con la praxis es indirecta, mediada y huidiza. Cuanto más inmediatamente política sea la obra de arte, en mayor medida reduce el poder del extrañamiento y los trascendentes objetivos de cambio. En este sentido puede darse mayor potencial subversivo en la poesía de Baudelaire y de Rimbaud que en las representaciones teatrales de Brecht”.[10]

Todo esto es consustancial a las llamadas a la imaginación utópica, la alteridad y la diferencia radical que alumbraron una resistencia crítica mediante alternativas organizativas dentro de la sociedad y sus instituciones en los sesenta y setenta (desde la liberación de la sexualidad a la organización de lo cotidiano) y que convirtió a Marcuse en el filósofo del “espíritu del 68”. En su esquema, el arte es una fuerza disidente; resistencia. Las cualidades radicales del arte se fundamentan en su capacidad para trascender su determinación social, emancipándose del discurso pero preservando sin embargo su arrolladora presencia. En la forma estética, la realidad dada se sublima; el contenido inmediato queda estilizado, ordenado de acuerdo con las exigencias de la forma artística. La forma estética es el resultado de la transformación de un contenido dado (un hecho histórico, personal o social) en una totalidad autonóma. El principio es básico: la función crítica del arte y su contribución a la lucha por la liberación reside en la forma estética. Para Marcuse, una obra de arte es verdadera no en virtud de su contenido (por ejemplo, la representación “correcta” de las condiciones sociales), ni tampoco por su forma “pura”, sino por el contenido convertido en forma.

La autonomía del arte con respecto a “lo dado” (la realidad) supone la negación del conformismo con esa realidad. El dictado de Marcuse viene a decir que la autonomía del arte contiene un imperativo categórico: las cosas deben cambiar. El título de su otro esayo sobre estética es revelador: el arte como forma de la realidad.[11] De nuevo el mensaje se repite incansablemente, “el Arte no puede convertirse en realidad, no puede realizarse sin cancelarse a sí mismo como Arte en todas sus formas”. Y aquí adelanta una instrucción sobre el rol del artista implicado socialmente: “El artista podría participar en este proceso pero en tanto artista antes que como activista político (…) porque lo que él ha logrado, mostrado y revelado en formas auténticas contiene una verdad situada más allá de la realización o solución inmediatas, quizá más allá de cualquier realización o solución”.[12]

La demarcación con lo que de moral tenía el realismo parece clara pero, sin embargo, después de décadas de este pensamiento (desde 1970 aproximadamente), esta mezcla de idealismo y utopismo tampoco nos es completamente útil para el presente. Estoy tentado de decir que esta reivindicción de autonomía (o excepcionalidad) para el arte ha sido el principal eje sobre el que ha girado gran parte de las teorías acerca de la función social del arte y aunque, todavía es tremendamente operativa en un contexto en el que el arte parece haber caído en mayor de los descréditos populares, o está en clara recesión, su misión salvífica no resuelve otros problemas, como por ejemplo los derivados de la reificación de la mercancia o el fetichismo.

La autonomía del arte encuentra en la industria cultural su contra-utopía: el arte es parte de esta industria cultural pero, sin embargo, para seguir siendo arte necesita de autonomía, precisamente para no quedar diluido en el interior de una industria cultural espectacularizada que no es arte. Tampoco queda claro cuál es la utilización que el arte debe hacer de esta soberanía marcusiana. Inevitablemente el significado de está autonomía se desliza hacía el pantanoso término de “obra autónoma” y aunque, por razones obvias, Marcuse y Adorno pueden ofrecer argumentos para el pintor abstracto comprometido con su abstracción, así como defender el subjetivismo del artista, la multiplicidad de los sistemas de representación que el posmodernismo ha traído hace que nos sea necesario enmarcar esas mismas teorías dentro de su propio contexto histórico definido. Esa forma estética es, en todo caso, operativa dentro del marco de la obra de arte tardo-moderna. ¿Cuál es el significado de una forma que sea a la vez deudora de la estética marxista y todavía significativa dentro de una condición posmoderna?


Historicidad de la forma
Hemos visto dos teorías estéticas dentro de la tradición marxista, la del realismo y la referida a la “forma estética”. La insuficiencia de cada una exige la toma de una postura que no pasa entre elegir una u otra, pero tampoco dialécticamente por escoger las dos, combinándolas. Aunque no estaría mal hacer el ejercicio de identificar prácticas artísticas (o artistas) que abracen todas estas tendencias y discursos a la vez, el escollo del realismo reside hoy en la imposibilidad de captar lo real sin millones de filtros de por medio y algo parecido sucede con la invención de una nueva forma que no sea en sí misma deudora de otras más viejas. Cuando más que realismo tenemos reflexiones sobre realismo, y ocurre parecido con lo formal, el desafío está en abrir resquicios en la hiper-codificación de la cultura o, por el contrario, saturar la referencialidad y el meta-comentario de la obra de manera que ésta se convierta en una especie de mapa cognitivo de la totalidad ausente.

Proyectar una forma futura de arte que no existe (o todavía no es), es toda una labor para la imaginación; una forma de arte que responda a los principales rasgos de un mundo altamente codificado, donde todo gira alrededor del branding, el marketing de estilos, la novedad sobrecargada y diseñada, el trabajo inmaterial y la semiótica del entorno. El arte se asemeja a esas otras áreas donde el mundo fabricado ya no es tan primordial como lo son el marketing de los bienes y la gestión de información. Por supuesto, objetos, libros y películas siguen siendo producidos en importantes cantidades. ¿Cómo pensar esa forma de arte futura? En literatura, por poner un caso, la “nueva novela realista” ha ingerido y filtrado estos hiper-codificados mecanismos y los ha devuelto como un arte, en las novelas de William Gibson, y su invención de forma ambiguas y extrañas como el “metraje”, el “arte locativo”, los “fantasmas semióticos”, el “marketing de vanguardia” o la exploración del “espacio negativo”.[13]

Pero todavía me gustaría aventurar una última posibilidad sobre cómo una “forma” puede darse centrando el diagnóstico de la realidad alrededor de estas categorías en lugar de un arte cuya novedad se asienta en el contenido político. La respuesta a este dilema estaría en la historicidad de la propia forma. Forma e historicidad; otra manera de hablar del debate de estética y política que estoy intentando llevar a cabo aquí.[14] Por historicidad se entiende que cada acontecimiento histórico es deudor de otros hechos históricos. La historicidad es la conciencia que el individuo tiene de su responsabilidad en lo que es el curso de los acontecimientos históricos, una auto-conciencia de su lugar dentro de una colectividad mayor. La historicidad es, además, un tipo de narración, que no acontece por generación espontánea, sino que conlleva siempre una consciencia de las formas heredadas del pasado. En este sentido, una actualización de los planteamientos de Marcuse y Adorno acerca de la autonomía del arte podría contemplar zonas de semi-autonomía a la vez que incorporar parte del bagaje posmoderno. Siguiendo esto, si el capitalismo es multiforme, contradictorio y especulativo, ¿debería el arte ser igualmente multiforme, contradictorio y especulativo? ¿La historicidad de la forma nos liberaría del formalismo?

Volviendo brevemente a Lukács, esto es precisamente lo que su obra nos aporta como valiosa. Judith Butler insiste en ello: “Lo que Lukács aporta aquí es el comienzo de un entendimiento histórico de la forma: ¿bajo que condiciones las formas emergen y cómo es que esas formas soportan, comunican y transforman, las condiciones sociales y autoriales  de su propia emergencia?”.[15] Para Lukács, las formas no son estáticas, el contexto entra en la forma y se convierte en parte del proceso de formación. Las formas tienen una historicidad.

Pero además, el observar la literatura (y el arte) produciendo cambio social es más atractiva para los historiadores culturales que han sido influenciados por el marxismo occidental, que el propio Lukács inauguró. La noción de “la ideología de la forma” elaborada por Fredric Jameson, es una de las llaves para evitar, por un lado, el “simple formalismo” y por el otro, el “sociologismo vulgar”. La apuesta aquí es que es posible hallar la historia material que produce una obra de arte inscrita en su estructura, en su material, en el punto de vista narrativo o en los recursos retóricos. No existe forma que no sea de carácter social o no sea un acto reflejo de un modo de producción determinado. Y por otro lado, toda forma lleva implícito o pegado un contenido en su misma unidad (el “contenido de la forma”). La ideología de la forma es la constatación de que toda forma está social e históricamente construida; no existe forma ingenua (como no tampoco lo era el género).[16]

Esto es típico de un marxismo occidental que subsume la evolución de los procesos económicos, politicos y sociales a un análisis de la cultura donde nunca se pierde de vista la noción de totalidad, sin renunciar a la forma y el estilo como quintaesencias de la producción del contenido, convirtiendo la tradición del marxismo occidental en un inigualable sismógrafos a la hora de estudiar los paradigmas a los cuales se enfrenta la cultura en el capitalismo tardío. Recientemente Terry Eagleton ha escrito un artículo donde, bajo el sugerente título de “Jameson and Form” indaga en esto. Sobre los límites del historicismo, escribe: “Jameson’s way around such phenomena is two-fold: it is formalize on the one hand and historize on the other. These two operations can then ideally be brought in what Jameson, following the linguistician Louis Hjelmslev, calls the ‘content of the form’. If form itself can be revealed as secreting historical or ideological content –and to show how this comes about is perhaps Jameson’s greatest achievement- then a passage can be opened from form or structure to history or politics which does not have to travel through ‘content’ understood in its moral, empirical or psychological sense.”[17]


Obviamente, esto no parecerá una gran innovación a muchos historiadores del arte, sobre todo a aquellos influenciados por la teoría de la Escuela de Frankfurt (caso del círculo de la revista October), si bien lo que está en juego no es sólo un modo de historización para el arte sino, y esto es si cabe todavía más relevante, la configuración y la renovación de todo un programa político para la izquierda. Eagleton proporciona a continuación otro pasaje clave: “This attention to the ‘content of the form’, as I have suggested already, is probably Jameson’s signal contribution to criticism. The title of the book which first brought him to general attention, Marxism and Form, seems deliberately provocative and programmatic in this respect –a calculated semi-oxymoron, along the lines of, say, Logical Positivism and Angst, in the context of Marxist criticism scarcely accustomed to treating artistic form with any great sensibility. The notion of the content of the form is yet another way in which he can bring together meaning and materiality, as (for example) in the essay on three modern painters, in which he treats Cézanne’s use of ochre as a kind of ideology in its own right. Form –the sensuous organization of the work, the play of its signifiers or splay of its brush-strokes-has an abstract or conceptual lining known as historical content; and the two are as indissociable as sense and sensibility in Jameson’s own literary style".[18]

Esto es extremadamente relevante pues su paradójica interpretación hace que prácticamente toda forma estética pueda ser objeto de una historización, y con ello de una politización, pero esto no significa que, (en un contexto artístico tan ávido como el nuestro por rentabilizar el pasado) se justifique cualquier atisbo de leer políticamente una obra de arte, digamos formalista (por desesperado que este intento pueda parecer) en términos progresistas. La aplicación indiscriminada del “método” equivaldría a una simplificación “vulgar” de la teoría. Más bien, lo que la fórmula de Jameson reclama es un verdadero y agonístico empleo de dialéctica, donde los detalles y objetos de nuestra realidad social “gritan por el comentario, por la interpretación, por el desciframiento y la diagnosis”.[19] Según esto, el eslógan debería ser: la forma es un asunto político.

Pero hay una última precaución con la que contar. Así como la crítica tardo-moderna dio paso al juego posmoderno, actualmente los instrumentos teóricos diseñados presumen de un despligue impresionante y el potencial revolucionario adscrito al encuentro con la historicidad de las formas se ha invertido; donde una vez la revelación dentro de las ideologías se ganaba a través del análisis genealógico, ahora es la sobre-historicidad de todos los textos la que nos mantiene ocupados.[20] Hemos acabado de lleno en las meta-narrativas. En cualquier caso, el “poder redentor de la forma” lukácsiana invitaría a un acto infinito de posibilidades creativas e interpretativas, un continuo cuestionamiento de la realidad que nos rodea, y éste podría ser uno de los roles del arte dentro de las sociedades contemporáneas.

* Publicado en inglés (y portugués) bajo el título "Form, meaning and reality" en el reader To the Arts, Citizens! Fundaçao Serralves, Oporto, 2010. Inédito en castellano. Vale como metacomentario para mi reseña crítica sobre la Berlin Biennale 7 publicada en parte 1 y 2 de este blog, así como a modo de statement para mi propia estética y labor crítica. 




[1] Bertolt Brecht, “Brecht Against Lukács”, en Aesthetics and Politics, varios autores, Verso, Londres / New York, 2002. p. 71. (Las traducciones al español de todos los libros en lengua inglesa citados es mía).

[2] Georg Lukács, Soul & Form , Columbia University Press, New York, 2010. Esta nueva reedición, John T. Sanders y Katie Terezakis (eds.), cuenta con una introducción de Judith Butler y el ensayo “The Legacy of Form” de Katie Terezakis.

[3] El debate entre formalismo y realismo es primordial en la definición de un cine politizado. Cuando el director italiano Gillo Pontecorvo realizó La batalla de Argel (1965) considerada ahora como un monumento del género de “cine político” y pionera en introducir elementos de realidad y documental (cinema-verité) en el seno del cine ficción, dando comienzo al llamado Third Cinema, fue objeto de críticas provenientes de directores de la izquierda, por ser demasiado similar al cine dominante y no re-trabajar suficientemente el lenguaje del medio. Gran parte de esta crítica venía del círculo francés de Cahiers du Cinema, que ya años antes había condenado duramente (Jacques Rivette) a Pontecorvo por el infame travelling de Kapò (1961), reseña aquella, “De l’abjection” (On Abjection) convertida ahora en un fetiche crítico sobre la implicación moral y ética de las buenas formas fílmicas. La defensa de Pontecorvo de la forma en La batalla de Argel puede leerse dentro de la línea lukácsiana, mientras que en un sector de la izquierda se daba una desconfianza hacia los cul-de-sac elitistas de los jóvenes revolucionarios. Ver Mike Wayne, Political Film, The Dialectics of Third Cinema, Pluto Press, Londres, 2001.

[4] Ver Los nuevos productivismos, libro que recoge el seminario del mismo título en el MACBA de Barcelona en 2009. Marcelo Expósito (ed.), Christina Kiar, Devin Fore, Dmitry Vilensky, Hito Steyerl, Doug Ashford y Brian Holmes, Museu d’art Contemporani de Barcelona, Barcelona, 2010.

[5] Carl Freedman, Critical Theory and Science Fiction, Wesleyan University Press, Middletown, 2000.

[6] Esta tesis de Freedman es deudora de Fredric Jameson, quien en su ensayo de 1982 “Progress versus Utopia” señaló la que la ciencia ficción debería verse como la sucesora de la novela histórica, la primera emergiendo con Julio Verne hacía 1860, cuando la segunda perdía su vitalidad y declinaba hacia los virtuosismos (naturalistas) del Salammbô de Flaubert. Ver Fredric Jameson, “Progress versus Utopia, or, Can We Imagine the Future?”, compilado en Archaelogies of the Future, The Desire Called Utopia and Other Science Fictions, Verso, Londres / New York, 2005.

[7] Jameson, “Fear and Loathing in Globalisation”, en Archaelogies of the Future, op. cit., p. 384.

[8] Jameson, “If I Can Find One Good City I Will Spare the Man; Realism and Utopia in Kim Stanley Robinson’s Mars Trilogy”, en Archaelogies of the Future, op. cit., p. 399.

[9] Herbert Marcuse, La dimensión estética; crítica de la ortodoxia marxista, Biblioteca Nueva, Madrid, 2007.

[10] Ibid., p. 55.

[11] Herbert Marcuse, “Art as a Form of Reality", en Edward Fry (ed.), On the Future of Art, Viking, New York, 1970. Republicado en New Left Review en 1972.

[12] Ibid.

[13] William Gibson en la trilogía formada por Pattern Recognition (2003), Spook Country (2007) y Zero History (2010) que parecen reinventar un género propio, que ya no es ciberpunk, sino más bien algo situado entre un tratado de estética, teoría del diseño y espionaje industrial.

[14] “Formalism and Historicity” es también el título de un conocido ensayo de Benjamin H. D. Buchloh de 1977, donde el historiador proponía un nueva sinopsis para el arte de post-guerra.

[15] Judith Butler, en “Introduction”, Soul & Form, op.cit., p. 4

[16] Tropos como “ideología de la forma” o “contenido de la forma” atraviesan toda la obra de Fredric Jameson, desde Marxism and Form, Princeton Univertsity Press, Princeton, 1971, a The Political Unconscious: Narrative as a Socially Symbolic Act, Cornel University, 1981, hasta llegar a su obra más reciente.

[17] Terry Eagleton, “Jameson and Form”, New Left Review, 59, sep/oct 2009, p. 134. (Existe versión en castellano de este fragmento en la versión en español de New Left Review)

[18] Ibid., p. 137.

[19] Marxism and Form, op. cit., p. 416.

[20] Algo muy parecido es lo que señala Katie Terezakis al final de su perspicaz “The Legacy of Form”, Soul & Form, op. cit., p. 232. 

6/05/2012

POP POLÍTICO: "Forma, sentido y realidad", (1), Klaus & Kinski




En la década de 1980, el videoclip reunió en una sola bandera al pop y al posmodernismo. La moda nostalgia y el pastiche fueron algunos otros rasgos a añadir a la lista de tics de Jameson y que definirían los rasgos dominantes de la cultura del periodo. Sin embargo, el videoclip vivió su declive en la década de los noventa a la vez que hoy en día, donde Youtube monopoliza el dilatado archivo audiovisual del siglo pasado, el clip es un arte condenado al ostracismo pero también en ascenso. No es casualidad que las producciones más mainstream sigan teniendo videoclips, pero la estética ha cambiado; la narrativa y la inventiva están ausentes y el despliegue técnico y virtuoso, aún siendo importante, no es proporcional a la creatividad empleada en sus días de gloria. Sin embargo el videoclip se presenta ahora como una oportunidad para el pop alternativo o de bajo presupuesto (Dorian, Sanbassadeur, Klaus & Kinski) que ve en el medio la posibilidad para hacer un audiovisual económico cuya youtubeización conllevará no pocos réditos a nivel internacional. Este videoclip de los murcianos Klaus & Kinski, “Forma, sentido y realidad”, es un buen ejemplo de la creatividad artística indie aplicado al  pop de corte inpedendiente. Con Ionesco poniendo la voz francesa y una más que cuidada estética retro, el producto confirma el fenómeno de la “retromanía” con el que el crítico Simon Reynolds define el estado más apropiado para la música actual.

6/04/2012

EDITORIAL (Acusación)



La acusación de que los críticos escribimos textos herméticos, esotéricos, gramaticalmente incorrectos y, por lo tanto incomprensibles, es recurrente y suele aplicarse tanto de manera genérica como individual. A veces, esta acusación suele venir acompañada de calificativos como “pretencioso”, o “excesivamente intelectual”. Debería saber el acusador que la elaboración de un pensamiento se enfrenta siempre a dificultades técnicas que el autor debe sortear, y que la soledad del autor en ese proceso muchas veces no encuentra correspondencia en ese lector privilegiado llamado editor. La desaparición de la figura del editor deja al crítico desprovisto de los márgenes de seguridad que, por ejemplo, son habituales y necesarios en la industria literaria. Pero generalmente esa acusación no suele manifestarse tanto en las inexactitudes gramaticales y estilísticas que, dicho sea de paso, son siempre discutibles, sino más bien bajo el pretexto del sentido común o la fidelidad a las reglas de la Academia de la lengua, etc. La búsqueda de ese sentido suele estar acompañada de la necesidad de simplificación o de condena de un idiolecto particular que el crítico ha desarrollado a lo largo de años y también de una resistencia a la teoría. “No se entiende”, “es incomprensible”, “obtuso” se le achaca al escritor, cuando el problema no reside en éste, sino en el acusador. Y esa posición es tan ideológica como lo es la búsqueda de complejidad por parte del autor.

La crítica puede ser una forma de literatura (por ejemplo para Sartre) y la crítica y la teoría crítica pueden manifestar una reglas lingüísticas propias no del todo acordes con las leyes de la literatura. Los grandes críticos siempre han sido objeto de esta acusación y, como contraprestación, han ofrecido siempre una resistencia a la traducción. (Los traductores han actuado siempre como editores, y de la misma manera que resulta ventajista el criticar una mala traducción de un texto difícil a pesar del mérito del acceso al inédito original –pienso en Jesús Aguirre traduciendo a Walter Benjamin – resulta igualmente injusta la queja del traductor para con el autor que trata de traducir). Afortunadamente la escritura no se asienta en reglas matemáticas, y los grandes críticos dialécticos han forjado un lenguaje y un estilo que replica los adjetivos preferidos de la parte acusadora; “Léame dos veces”, parecía querer decir Karl Kraus. Y Theodor W. Adorno planteó no pocas barreras a la traducción de sus “esotéricos” textos. El propio Benjamin, como una vez recordó Adorno, necesitaba de cierta dosis de idiotez para escribir. Fredric Jameson arrastra como una condena el marchamo de “difícil”, aún habiéndose creado su propio no-método, el metacomentario. ¿Y qué decir del personal e intransferible idiolecto de José Luis Brea?
Los lectores, críticos y traductores que deseen leer textos fluidos donde la claridad y el sentido común prevalece tienen donde escoger. Pero la ganancia es siempre mayor cuanto más grande sea el esfuerzo. Esto último vale tanto para el lector como para el escritor.