2/29/2012

Capitalismo de ansiedad (5): Shame (2011), Steve McQueen



Shame es un filme de ficción, sí, pero los efectos que se derivan nos son tan familiares como necesarios para comprender la neurosis que invade el mundo civilizado. Shame es un filme realizado desde la industria del cine, sí, pero sus efectos deben situarse fuera del cine. Tanto la ficción como el cine (o la ficción del cine) sirven aquí como dispositivos para pensar la contemporaneidad, el cuerpo y la ciudad. Esto es gracias al arte de Steve McQueen, Michael Fassbender (Brandon) y Carey Mulligan (Sissy) en una acumulación de genio y performance. Shame raya entre el cine comercial y el videoarte, cortocircuita los canales convencionales instalándose en esa frontera de difícil acceso donde se produce la emoción sensible (gracias a esa inusual conexión entre el cerebro y el corazón). McQueen pone encima de la mesa un calculado juego de coreografías corporales y regímenes de miradas envueltas en una banda sonora enfermiza y envolvente (Harry Scott consigue un tema vírico cuya angustia se engrandece por el ruido del metrónomo, tic, tac, tic, tac, y como contrapunto, Las variaciones Goldberg de Bach simbolizando el orden y el carácter metódico del personaje). La banda sonora organiza en ocasiones la narración, como el comienzo del filme y la escena en flash-backs que narra el via crucis de Brandon en una superposición de texturas, colores, sonidos, situaciones, trance, éxtasis y dolor. Con actuaciones como ésta, Michael Fassbender lleva camino de convertirse en una leyenda. Brandon es el habitante de la ciudad contemporánea. Su cuerpo es una “jaula de hierro”. Su mirada expresa lujuria, duda, tormento, conflicto, lucha. Su presencia es física, y aquí en ocasiones Fassbender se asemeja al performer de una pieza de nueva danza.

Mucho de lo que se dice de Shame es revisable: Brandon no es un adicto al sexo, Brandon no es un ejecutivo de alto nivel, Shame no es light por el simple hecho de que el erotismo esté desprovisto de cualquier placer a la mirada del espectador. Brandon, en todo caso, es un ser disfuncional que produce un sentimiento de piedad, comprensión y empatía. Un ser cuya insaciabilidad no es sino síntoma de lo existente ahí afuera, esto es, un capitalismo de ansiedad que ha vaciado la posibilidad misma de la satisfacción y que pide más, exige más. La búsqueda del placer continuo de Brandon no es sino el mecanismo de defensa de la psique ante la amenaza latente del orden simbólico. Solamente la parte fetichizada del sexo le genera un contingente placer. La personalidad de Brandon se va destapando poco a poco con la llegada de su hermana Sissy, cuyo personaje dañado rivaliza en sufrimiento.
Shame contiene un catálogo de escenas memorables, nada espectaculares, a perdurar en el tiempo: el footing por la “gran manzana” revela toda una coreografía del cuerpo en movimiento a la vez que un retrato de la ciudad,  a conversación en el sofá entre Brandon y Sissy con los dibujos animados al fondo, la escena en el metro y el intercambio de miradas con la desconocida, hasta ese New York, New York cantado en primer plano por Sissy que dura una eternidad.

La diferencia entre Shame y, por ejemplo, American Psycho está en que describe una misma clase de capitalismo pero teniendo lugar en dos coyunturas socio-económicas distintas. La ironía y el cinismo de la novela de Easton Ellis llevada al cine de manera brillante por Mary Harron enseña una sátira del movimiento yuppi de los ochenta en plena efervescencia del triunfo neo-liberal y el dinero saliendo a borbotones por el cuerpo de ejecutivos psicópatas (Patrick Bateman), mientras que Brandon es más bien un ejecutivo de clase media que vive en una modesta “caja blanca”, viaja en metro y cuyo mejor amigo, por decirlo de alguna manera, es su propio jefe. Shame es, en ese sentido, un filme más realista pegado a un capitalismo de ansiedad que explota el cuerpo como síntoma del descentramiento del sujeto. Brandon y Sissy son familia, sí, pero familia desarraigada, doliente, cariño expresado únicamente de las malas formas.

Shame es igualmente una película sobre Nueva York, con no pocas metáforas sobre la arquitectura de la ciudad contemporánea. No sólo aparece retratada a modo de síntesis: suburbano, night-club, rascacielos, río y demás, sino que además la ciudad se reduce a acero, cemento y carne (flesh). Por momentos, pensando en Shame, me ha venido a la cabeza Richard Sennett. Pero además, en su trabajo de 1911, “La metrópoli y la vida mental” , Georg Simmel ya analizó las relaciones de la la psicología de las personas con esa increíble diversidad de experiencias y estímulos a la que nos expone la vida urbana moderna. Justo un siglo después, Shame realiza una actualización de ese estudio recordándonos que lo desconocido está dentro de nosotros mismos.



2/23/2012

Co-mu-ni-dad: palabra mágica (parte 2)

Utopia y comunidad en "Hamsterdam", The Wire, Temporada 3


Pero entonces la cuestión es resolver la tensión entre esa satisfacción del deseo (wish fulfilment) y hacerlo de manera que la utopía no emborrone la noble aspiración a la que tiende. La triangulación nación-comunidad-utopía puede sernos aquí válida como espacio de reflexión. Es posible, en cualquier caso comprender la comunidad desde una perspectiva espacial, o bajo una lógica del espacio; la comunidad como territorio, como una categoría de producción espacial (a lo Lefebvre); como espacio dentro de la nación, la ciudad, el vecindario. Para ello, el pensamiento utópico viene en nuestra ayuda: islas, enclaves, etc. En The Wire, por ejemplo (temporada 3), el problema de la droga deviene un problema espacial, geográfico. La idea de Howard “Bunny” Colvin de establecer en Baltimore una zona de libre intercambio y tráfico de droga es utópica y funciona bajo las coodenadas de la utopía; no solo la legalización de la droga como solución al crimen, sino el establecimiento de un territorio para el libre comercio (“la Suiza del trapicheo”, “Hamsterdam”). Aquí, no solo la comunidad se materializa (los “camellos” y los “colgaos” devienen uno) sino que la dinámica de la utopía adquiere tintes ejemplificantes; la calle de Hamsterdam con la policía controlándola deviene en una estampa entre el “jardín de las delicias” y un hervidero de opio donde la violencia y la rapiña amenazan todo lo que el hombre occidental moderno entiende por civilización. Y el experimento, claro está, fracasa. Utopianismo en The Wire.

Pero en este recorrido no conviene alejarnos de las derivas etimológicas de “comunidad”: cum, (con, with, mit) lo común, lo propio. Comunidad, comunicación, comercio y comentatio contienen “com”. Se le debe a Roberto Exposito el haber trazado un itinerario brillante al haber dado un mayor énfasis a lo que sigue a “com” (cuya relación con lo común, y por oposición con lo distinto, es ya materia conocida), es decir, al “munus” contenido en “munitas”. COMMUNITAS!!! Su libro Communitas; Origen y destino de la comunidad es una obra esencial. (Uno de deja de sorprenderse por la tendencia del arte, en su discursivización progresiva, de atraer hacía su núcleo magmático todo discurso exterior rentable, de modo que, tenemos exposiciones internacionales – Communitas, steirischer herbts, Graz 2011-2012 – que tematizan la comunidad de Esposito, a la vez que éste siempre queda a la sombra de su amigo y colaborador Nancy, a la vez que ambos, pero sobre todo el segundo, forman parte de los “must read” imprescindibles de cualquier curso de curating que se precie). Es Esposito quien asocia ese “munus” al “immunitas”, es decir, la necesidad de la comunidad de la inmunización, de inmunizarse de convertirse en inmunidad. Para el italiano la “communitas” encuentra en la “immunitas” su contra-parte (counterpart). Pero no es, como pudiera pensarse, la necesidad de la inmunización de la comunidad hacia las amenazas externas (Zygmunt Bauman ya desarrolló que es la seguridad, la protección, el miedo a un mundo hostil lo que forja a la comunidad), sino que la inmunización es contra la propia comunidad, es decir, protegerse de la comunidad. De manera que la fuerza centrífuga que arrastra a los miembros de la comunidad hacia el fondo, hacia abajo, ese peso tractor que los individuos sienten con respecto al grupo, necesita un contrapeso, una salida; es entonces que surge la ruptura con respecto a la comunidad (detach, de-link), la necesidad de protegernos a nosotros mismos de los peligros de la comunidad. De este modo, el “communitas” y el “immunitas” establecen una relación de reciprocidad que, en este blog, deberíamos llamar dialéctica.

Pero siguiendo con las relaciones espaciales y la utopía no está de más regresar al establecimiento de metáforas que nos permiten pensar el orden de la totalidad, y si bien en otro lugar el término “región” servía como instrumento para pensar el orden del mundo en nuestro presente, podemos ahora pensar en cual es la forma por excelencia que la comunidad podría adquirir. La nación podría ser, como unidad abarcadora, superior, como totalidad. El vecindario también sería una buena figura, un lugar donde practicamente todos sus integrantes se conocen, pero su estatus de fragmento (parte de un conjunto más grande) lo sanciona. La ciudad podría ser esa forma, o mejor dicho, una no-forma en lucha constante sobre sus propios bordes. Entre la nación y el vecindario podríamos situar el pueblo, el poblado (village y no Volk), y quizás entonces la forma espacial del pueblo pueda realizar la figura de la comunidad. Edén e infierno al mismo tiempo, el pueblo representa lo mejor y lo peor de dos mundos al mismo tiempo y en una unidad (y uno no puede sino pensar en Dogville de Lars von Trier). Y a un mundo global le corresponde un pueblo igualmente global, pero pueblo al fin y al cabo.
Sobre el rol del arte en la comunidad, y sobre el “community art”, también tengo algunas notas sueltas en el cuaderno. Pero quizás conviene quedarnos con la línea de fuga que surge entre el deseo de comunidad y las comunidades de deseo, para ver donde encontramos, en medio de esa lucha, nuestro propio lugar. 

2/17/2012

Co-mu-ni-dad: palabra mágica (parte 1)


Una conferencia reciente en la GfZK (28-01-2012) de Leipzig me ha recordado que la actualidad de la comunidad como anclaje discursivo está lejos de haberse agotado. La preparación para la conferencia ha conseguido regresar a algunas lecturas pertinentes sobre el asunto a la vez que a la elaboración de un pequeño mapa de la situación. Lo que sigue es el breve desarrollo de un skecth. De entrada, es posible constatar la fijación de la sociología por considerar a la comunidad como una entidad ya formada, una realidad digna de análisis que existe a priori. Conviene, sin embargo, preguntarnos por cosas más directas: ¿Qué queremos decir cuando decimos comunidad? A menudo, al referirnos a ese término, realizamos la abstracción de cosas bien distintas, incluso contradictorias: “comunidad” es una categoría filosófica, y es también una proyección imaginaria (por ejemplo, un sentimiento, el nacionalismo), una comunidad es también una minoría (un grupo étnico) y también una comunidad puede ser un grupo de individuos unidos por un vínculo buscado, los miembros de un club o de una subcultura unidos por una red mundial, etc.
Cuando desde el contexto del arte se habla de comunidad, a menudo se realiza una abstracción y se mete todo dentro del mismo saco. Las pre-condiciones a la hora de hablar de comunidad deben ser pre-requisito indispensable. Podemos de alguna manera establecer una distinción entre el singular y el plural, de manera que tengamos por un lado el concepto teórico de “comunidad” y por otro lado el plural de “comunidades” (en tanto realidades concretas).

Toda referencia a la comunidad debería en segundo lugar llevarnos a la teoría política que se basa en una filosofía del sujeto y de la identidad, (que es poco menos que referirnos a la antigua Grecia). Esto marca un regreso a una teoría de la subjectividad, la adquisición de una auto-conciencia como confrontación del yo (self) y el Otro (sea hegeliano o lacaniano). Esto significaría que previo a un “nosotros” (propio de la comunidad) existe un yo (me o I). Sin embargo, ya en la dialéctica esta relación se invierte, pues es precisamente porque hay un “nosotros” (exterior) que puedo decir “yo”. (Esta línea de pensamiento puede desarrollarse).

Si bien la palabra comunidad suena a algo similar a música celestial, y parece que todos nosotros aspiramos a ella, cuando mejor funciona es al someterla a la abstracción, cuando, al contrario que en la sociología, su significado representa una entidad inasible, un concepto filosófico del más alto rango. La comunidad emerge entonces, no como esa palabra mágica, sino como negatividad, o negación. Es en respuesta a los horrores en nombre de la comunidad durante el siglo pasado (diferentes formas de fascismo) que la retahíla de pensadores “pensando” la comunidad sale al paso: a saber, “la comunidad inoperativa” de (Jean-Luc) Nancy, “la comunidad que viene” de (Giorgio) Agamben, “la comunidad inconfesable” de (Maurice) Blanchot y hasta la “comunidad negativa” de (Georges) Bataille, que sería la comunidad de aquellos sin comunidad. Esta negatividad de la comunidad la situaría en línea con la utopía: en ella, la comunidad deja de ser una entidad para devenir una aspiración que  pertenece el ámbito del deseo o, lo que es lo mismo, la comunidad como una promesa diferida donde lo que importa no es tanto el cumplimiento o consecución del objetivo (o finalidad)  sino la persecución misma (pursuit), esa cosa ausente que nos mantiene en movimiento, a la búsqueda indefinida. La comunidad comparte entonces rasgos con el pensamiento utópico. El efecto de este deseo de comunidad (desire for community) (esta aspiración a vivir juntos) es el surgimiento de comunidades de deseo (communities of desire). Comunidad y utopía son entonces sinónimos que funcionan bajo la lógica de la satisfacción/insatisfacción del deseo (wish); se sabe que el cumplimiento del mismo conduce inmediatamente a una nueva insatisfacción, del mismo modo que la lógica de la fantasía colectiva o grupal es siempre alegórica. 

2/12/2012

Hacia una "Europa-espejo"





Podemos convenir en que Europa es un amplio territorio donde se articulan una multiplicidad de particularidades de manera que es posible encontrar al mismo tiempo innumerables diferencias y similaritudes entre distintas identidades nacionales y regionales. Cada vez vivimos más cercanos a un “mundo espejo”, esto es, según William Gibson, un mundo en el que nos reconocemos y que sin embargo nos resulta suficientemente ajeno como para pensarlo y leerlo con verdadera fascinación.[1] Este “mundo-espejo” es también un mundo globalizado, lleno de detalles en los cuales identidad y no-identidad constantemente se desempatan mutuamente. Imaginar una “Europa-espejo” equivaldría a la articulación de infinitas y sutiles diferencias orquestadas minuciosamente en un mismo movimiento. Una de las teorías del posmodernismo que estableció en su día una nueva relación entre lo particular y lo universal fue la del regionalismo. Dentro del debate de la arquitectura, el regionalismo crítico emergió a finales de 1970 y comienzos de 1980 como una corriente crítica que usaba las fuerzas contextuales del lugar (la geografía, el clima y la cultura locales) para dar sentido a las nuevas construcciones. Primero Alex Tzonis y Liane Lefaivre, y más tarde Kenneth Frampton, establecieron una teoría donde la sensibilidad hacia el entorno circundante influía decisivamente en las formas de hacer arquitectura. Pero el regionalismo fue más que eso: fue también una herramienta política del posmodernismo crítica con la homogenidad de la modernidad, cuya forma de organización política suprema era el estado-nación moderno. Las teorías regionalistas pregonaban la liberación de los localismos, el culto a lo vernáculo, la diferencia y el exotismo sin necesariamante tener que dar alas a los múltiples nacionalismos inscritos dentro del estado-nación.[2] Este canto a la distinción podría incluso verse como una variante europeizante del tan en boga multiculturalismo, pero ¿quién habla hoy en día de regionalismo?

Sin embargo, no hace tanto que la idea de una Europa de las Regiones ha sido impulsada desde diversos estamentos europeos. Esta Europa de las Regiones no ha acabado de despegar del todo como entidad supranacional a la vez que como utopía realizada de manera que el País Vasco, Galicia, Cataluña, Bretaña, Saxonia, Valonia, Flandes, Tirol o Galés (por poner solo algunos ejemplos) pudieran establecer una relación de vecindad paritaria como una nueva categoría jurídica: la Euroregión. Sin duda, existen tímidos experimentos, por ejemplo cuando se llega a acuerdos transfronterizos. Aquí, desde donde escribo, la Euroregión se extiende entre el País Vasco y Aquitania, que incluye distintos territorios pertenecientes a los estados de España y Francia. Existen una serie de tratados económicos para implementar el estatus de esta Euroregión surgida por la alianza de dos regiones/países vecinos. También entre la sueca Malmöe y la capital danesa Copenhague tiene lugar un borderline que se repite en otras zonas geográficas europeas. Estas relaciones transfronterizas son alentadas por gobiernos autonómicos y regionales así como por los propios Estados; el regionalismo, en cualquiera de sus variantes, parece más tolerable que el nacionalismo. Pero mientras que el concepto de estado-nación parece en crisis en un mundo cada vez más globalizado, el actual mapa de Europa podría hacer efectiva el ideal neo-liberal de que Occidente ha llegado finalmente a un punto de su realización donde (después de la desintegración de la ex-Yugoslavia) el mapa parece definitivamente completado, y sin ánimo de volver a ser modificado.

Pensar Europa mediante escenarios de futuro concebidos desde el arte contemporáneo resulta estimulante. Sin embargo, la propia condición descriptiva del escenario, en tanto ficción futura, choca en ocasiones con la propia idiosincrasia del arte y los artistas; el arte funciona en su mejor versión cuando consigue cortocircuitar los sistemas de representación dominantes.
Pero la propia idea de escenario contiene la posibilidad de imaginar alternativas, aún a riesgo de sonar utópico. El arte contemporáneo, al igual que la ciencia ficción, tiene la capacidad de imaginar futuros utópicos y/o distópicos. Pensamientos del tipo… ¿qué pasaría sí? (típicos del escenario). La ciencia ficción, por ejemplo, nos es útil pues estimula nuestra imaginación sobre cómo podrían haber sido las cosas o sobre cómo podrían ser si.... ¿Cómo sería Europa si esa Europa de las Regiones a la que me referido se hiciera efectiva políticamente y cada región se independizara, de manera que en lugar de una treintena de estados tuvieramos cientoypico micro-estados constituidos como tales? Esa imagen puede causar placer y terror al mismo tiempo, sobre todo bajo la amenaza de los distintos nacionalismos de derechas emergentes que aborrecen todo lo que suene a Europa. Pero, una vez más ¿sería posible imaginar una Europa que podría parecerse más bien a un escenario medieval de clanes tecnocratizados en, pongamos, 2078? La resolución de la utopía conduce a menudo a la distopía y, más que en su cumplimiento,  el pensamiento utópico funciona mejor versión cuando se convierte en una aspiración perteneciente al ámbito del deseo.

[1] William Gibson, Pattern Recognition, Berkley, New York, 2003.


2/09/2012

"The Crooked Path", Jeff Wall, CGAC, Santiago de Compostela

Jeff Wall. The Crooked Path, 1991


The Crooked Path, la exposición de Jeff Wall todavía a la vista en el CGAC, supone una experiencia irrrepetible. Muy posiblemente se hayan realizado exposiciones más ambiciosas o espectaculares del artista canadiense, más extensas y con un carácter más abarcador, retrospectivas en museos y ciudades más grandes, pero difícilmente una exposición de Wall podrá en un futuro igualar el afecto que de ésta se desprende. Realizada conjuntamente con BOZAR de Bruselas, The Crooked Path desprende un armonioso equilibrio entre todos los agentes implicados en la operación (artista, comisario, institución, otros artistas presentes y demás). La exposición consigue hacer palpable la comunicación entre las diferentes obras de Wall con aquellas obras de otros artistas que le acompañanan en este “sendero sinuoso” sin en ningún momento producir pesadez ni sobre-dimensionamiento. El argumento principal de la muestra es la obra de Jeff Wall en contacto con toda una red de influencias, autores que han sido referente, contemporáneos suyos, de manera que lo que se consigue es trazar un mapa cognitivo no solo del canadiense, sino de la transformación de la imagen desde comienzos de 1970, esto es, los cambios técnicos y en el orden de la representación que prefiguran el posmodernismo. Para tal tarea, las cálidas salas del museo CGAC ofrecen un marco excepcional, al poder agrupar por temáticas cada uno de los espacios del museo en una escala proporcional y comedida. A vueltas con la escala, el espacio dedicado al reduccionismo es demoledor, con The Storyteller de Wall (una de sus más complejas fotografías) organizando el espacio al lado de André, Flavin, Weiner y Stella. La estrcutura de esta sala es triangular, con Wall en el vértice, produciéndose una miríade de cruces y asociaciones difíciles de traducir. Traspasar caminando el Carl André a la busqueda de la cibrachrome ahoga los pasos del caminante en un silencio sordo. La sala de al lado tiene también su miga: “los años setenta/el estudio”, desde una película de Fassbinder, a Bruce Nauman, Rodney Graham y, entre otras obras, si bien recuerdo, la fundamental Picture for Woman. Y así continua la exposición; una sala traza un árbol genalógico de la fotografía desde comienzos del siglo XX (Atget, Sander, Evans, etc.); otra traza la evolución de la fotografía conceptual o artística (Ruff, Struth, Gursky, etc.); las relaciones con la literatura y lo pictórico; la influencia del conceptual y el post-conceptual (Smithson, Huebler, Graham); los contemporáneos o sucesores (Patrick Faigenbaum, De Rijke/De Rooij, Christopher Williams, Mark Lewis, etc.); lo cinematográfico, con una selección de escenas de películas a cargo del propio artista, etc.
Orquestada como un gran puzzle, esta exposición permite contemplar a Jeff Wall en todo su esplendor, no por el deleite recreacional que sus grandes fotografías siempre proporcionan, sino porque los elementos adyancentes permiten hacer visible aquello que la fotografía misma hurta. De esta manera, surge la construcción minuciosa de una “imagen dialéctica” (Walter Benjamin) que no se corporiza en ninguna de sus cibachromes sino que emerge como una imagen ausente compuesta de intersticios, el espacio relampagueante “entre”. Pero además, Wall se inscribiría en ese espacio de sutura entre modernismo y posmodernismo que tan productivo resultaba  en el periodo dorado de la crítica de los males de la modernidad. Pero incluso, lo que se cuela una vez más, para los intereses de este blog, es toda una teoría de la
historicidad hecha forma: “Esa historia de matar al padre nunca me ha parecido la forma más interesante, creativa o viva de relacionarse con obras de arte ni con la producción integral de un artista. Siento demasiado agradecimiento por la existencia de ese arte como para entenderlo así. No pretendo competir en ese nivel; me parece que la competencia únicamente tiene que ver con las virtudes del buen arte. Competimos con respecto a la calidad del arte de gran calidad, no con respecto a los artistas. Queremos igualarlos o incluso superarlos solo en lo relativo a las virtudes, la calidad, de nuestra obra. Y si alcanzamos un gran nivel no por eso eliminamos en modo alguno la gran calidad que ya existía. Apartamos algo capital del buen arte y, en los niveles superiores, ampliamos el abanico de lo que puede ser bueno. Pero el buen arte reciente como, pongamos, el de Picasso en 1912, no provocó de repente que la obra de Manet perdiera calidad; si acaso, intensificó y complicó las virtudes de Manet”.
The Crooked Path supone una inmersión inmejorable en las conexiones políticas, culturales y artísticas que hacen posible que la figura de un artista (Jeff Wall) pueda devenir en una entidad social, y por lo tanto, en un bien para la sociedad en su conjunto. La excepcionalidad del tratamiento de una exposición de arte (todavía abierta al público) en este blog de Crítica y metacomentario (paradójicamente dedicado en exclusiva a la crítica de arte) hacen de la visita al CGAC una tarea pendiente para todos aquellos que no la hayan visitado todavía.


2/05/2012

"Black Panthers", 1968, Agnès Varda




Para completar mi reseña sobre The Black Power Mixtape 1967-1975 nada mejor que postear este documental de Agnès Varda de 1968 realizado en Auckland cuando ella y su marido, Jacques Demy, se habían desplazado a Los Angeles para la realización de la película de éste, The Model Shop (1969).
El marco del documental lo forman las protestas de los Black Panthers y sus seguidores por el encarcelamiento de su líder Huey Newton. Los Black Panthers son retratados como una organización revolucionaria que lee el libro rojo Citas del Presidente Mao y ejercita a sus miembros bajo la disciplina del partido radical. Varda pone el acento en las políticas de igualdad y el rol de la mujer en la lucha negra donde militancia de izquierdas y feminismo se unen. No puede pasar desapercibido en este documental la estrecha relación entre el ideario político las Panteras y la configuración de una estética militante a través del estilo. No son solo la gestualidad y los ejercicios grupales del movimiento revolucionario, sino la búsqueda de un estilo propio lo que los distingue; ellos, chaqueta de cuero negro y jersey de cuello alto beige, gafas de sol y chapa “Free Huey” en la solapa (otra versión es la de “piojo” militar verde); ellas, reividicación de la feminidad negra y dejarse crecer el pelo afro como recordatorio de sus ancestros africanos. (El carisma de Carmichael se sostiene en este estilo a la vez que su aura de celebridad pop). En el docu sobresale la voz narrada de la propia Varda, en un trabajo realizado al calor del espíritu de Mayo del 68 (en su vertiente francesa, norteamericana y checa) y el asesinato de Martin Luther King. Agnès Varda nos recuerda que el valor del documental está en tener un voz y hacer hablar a esa voz.