Shame es un filme de ficción, sí, pero los efectos que se derivan nos son tan familiares como necesarios para comprender la neurosis que invade el mundo civilizado. Shame es un filme realizado desde la industria del cine, sí, pero sus efectos deben situarse fuera del cine. Tanto la ficción como el cine (o la ficción del cine) sirven aquí como dispositivos para pensar la contemporaneidad, el cuerpo y la ciudad. Esto es gracias al arte de Steve McQueen, Michael Fassbender (Brandon) y Carey Mulligan (Sissy) en una acumulación de genio y performance. Shame raya entre el cine comercial y el videoarte, cortocircuita los canales convencionales instalándose en esa frontera de difícil acceso donde se produce la emoción sensible (gracias a esa inusual conexión entre el cerebro y el corazón). McQueen pone encima de la mesa un calculado juego de coreografías corporales y regímenes de miradas envueltas en una banda sonora enfermiza y envolvente (Harry Scott consigue un tema vírico cuya angustia se engrandece por el ruido del metrónomo, tic, tac, tic, tac, y como contrapunto, Las variaciones Goldberg de Bach simbolizando el orden y el carácter metódico del personaje). La banda sonora organiza en ocasiones la narración, como el comienzo del filme y la escena en flash-backs que narra el via crucis de Brandon en una superposición de texturas, colores, sonidos, situaciones, trance, éxtasis y dolor. Con actuaciones como ésta, Michael Fassbender lleva camino de convertirse en una leyenda. Brandon es el habitante de la ciudad contemporánea. Su cuerpo es una “jaula de hierro”. Su mirada expresa lujuria, duda, tormento, conflicto, lucha. Su presencia es física, y aquí en ocasiones Fassbender se asemeja al performer de una pieza de nueva danza.
Mucho de lo que se dice de Shame es revisable: Brandon no es un adicto al sexo, Brandon no es un ejecutivo de alto nivel, Shame no es light por el simple hecho de que el erotismo esté desprovisto de cualquier placer a la mirada del espectador. Brandon, en todo caso, es un ser disfuncional que produce un sentimiento de piedad, comprensión y empatía. Un ser cuya insaciabilidad no es sino síntoma de lo existente ahí afuera, esto es, un capitalismo de ansiedad que ha vaciado la posibilidad misma de la satisfacción y que pide más, exige más. La búsqueda del placer continuo de Brandon no es sino el mecanismo de defensa de la psique ante la amenaza latente del orden simbólico. Solamente la parte fetichizada del sexo le genera un contingente placer. La personalidad de Brandon se va destapando poco a poco con la llegada de su hermana Sissy, cuyo personaje dañado rivaliza en sufrimiento.
Shame contiene un catálogo de escenas memorables, nada espectaculares, a perdurar en el tiempo: el footing por la “gran manzana” revela toda una coreografía del cuerpo en movimiento a la vez que un retrato de la ciudad, a conversación en el sofá entre Brandon y Sissy con los dibujos animados al fondo, la escena en el metro y el intercambio de miradas con la desconocida, hasta ese New York, New York cantado en primer plano por Sissy que dura una eternidad.
La diferencia entre Shame y, por ejemplo, American Psycho está en que describe una misma clase de capitalismo pero teniendo lugar en dos coyunturas socio-económicas distintas. La ironía y el cinismo de la novela de Easton Ellis llevada al cine de manera brillante por Mary Harron enseña una sátira del movimiento yuppi de los ochenta en plena efervescencia del triunfo neo-liberal y el dinero saliendo a borbotones por el cuerpo de ejecutivos psicópatas (Patrick Bateman), mientras que Brandon es más bien un ejecutivo de clase media que vive en una modesta “caja blanca”, viaja en metro y cuyo mejor amigo, por decirlo de alguna manera, es su propio jefe. Shame es, en ese sentido, un filme más realista pegado a un capitalismo de ansiedad que explota el cuerpo como síntoma del descentramiento del sujeto. Brandon y Sissy son familia, sí, pero familia desarraigada, doliente, cariño expresado únicamente de las malas formas.
Shame es igualmente una película sobre Nueva York, con no pocas metáforas sobre la arquitectura de la ciudad contemporánea. No sólo aparece retratada a modo de síntesis: suburbano, night-club, rascacielos, río y demás, sino que además la ciudad se reduce a acero, cemento y carne (flesh). Por momentos, pensando en Shame, me ha venido a la cabeza Richard Sennett. Pero además, en su trabajo de 1911, “La metrópoli y la vida mental” , Georg Simmel ya analizó las relaciones de la la psicología de las personas con esa increíble diversidad de experiencias y estímulos a la que nos expone la vida urbana moderna. Justo un siglo después, Shame realiza una actualización de ese estudio recordándonos que lo desconocido está dentro de nosotros mismos.