Metáforas y alegorías. La irrepresentabilidad del sistema-mundo hace de su mediación una necesidad. La última película de Lars von Trier consigue recordarnos la inscripción de ese sistema-mundo en la producción cultural de manera similar a cuando 2001: Odisea en el espacio o La naranja mecánica de Kubrick impactaban en toda una generación por sus implicaciones morales y filosóficas. El simbolismo de von Trier consigue de igual modo capturar el sistema, devolviéndonoslo de la manera más desasosegante: el fin del mundo, la destrucción de la tierra. Esta posibilidad excita nuestra imaginación, lo que nos lleva a esbozar escenarios futuros sobre las posibles causas del desastre, siendo el choque con un planeta llamado Melancholia la consecuencia de una ficción fílmica que esconde secretamente una lección. El cine de catástrofes, blockbuster o sci-fi, nos enseña que debemos leer sus señales revestidas de espectacularidad con el decodificador alegórico a mano. Al final de muchas de las interpretaciones posibles del género en cuestión pueden detectarse motivaciones que replican problemáticas reales; conflictos que la mayoría de las veces se centran en el colapso medioambiental o en los modos de organización sociales (la utopía del comunismo - según la ideología del capital siempre es utopía). Muchas otras veces es la imagen distorsionada de un capitalismo cada vez más depredador la que se lleva el premio (y que casi siempre adquiere la forma de un ente abstracto, un bestia inasible o similar). No debería dejar indiferente que en medio de la crisis actual debida a la especulación del capital financiero y el intento de refundación del sistema, Melancholia dispare la imaginación sobre estos y otros asuntos. La conocida frase de Jameson de que es más fácil imaginar la completa destrucción de la tierra que el final del capitalismo no deja de resonar constantemente (en una especie de mantra adoptada por marxistas y post-marxistas de todos los lugares). [1] Pero en aquel planteamiento, Jameson no apuntaba tanto al peligro medioambiental que amenaza al planeta, sino al decline de la imaginación a la hora de pensar alternativas al orden existente. Melancolía confirma lo que ya sabíamos, esto es, que la ciencia ficción es el género mejor situado para esbozar alegorías del sistema-mundo y a la vez despertarnos del largo letargo imaginativo en el que nos hallábamos sumidos. Que esto sea además posible gracias a la furia creativa de von Trier lo hace todavía más digno de admiración. Melancolía se posiciona, desde ya, como un ejemplo ineludible entre el mundo de la producción material más inmediata y la esfera de las ideas, la cultura y el pensamiento (o entre lo que también se denomina base y superestructura). Si en la primera parte, “Justine”, se muestra el derrumbe simbólico de las instituciones, en lo que es una descripción feroz del capitalismo tardío (la familia, los rituales sagrados, las bodas convertidas en parodia, el cinismo de las empresas de marketing y toda la decadencia burguesa), la parte segunda, “Claire”, no anuncia sino distópicamente la manera definitiva en el que el modo de producción dominante cede el relevo a la única fuerza colectiva e histórica que aguarda al cambio. Aunque esta visión, empujada por la sentencia jamesoniana, tiene sus contraindicaciones: obviamente con la destrucción del planeta ya no hay necesidad de ningún modo de producción. Ni capitalismo, ni socialismo ni nada otro que se les oponga.
A tenor de algunos trabajos teóricos recientes sobre el crecimiento económico y la crítica al capital, la amenaza del final ha comenzado a ser pensada de una manera plausible, no ya las predicciones del 2012 como el último año, ni el que un asteroide impacte sino el simple hecho pensar en los peligros de lo nuclear, el agotamiento de los recursos o la subida del nivel del mar. ¿Cuál es el futuro que les espera a nuestros hijos y nietos? Terry Eagleton ha planteado la pregunta correcta, que transciende lo académico, en su último libro: “Supongamos que unos cuantos sobreviviéramos como pudiéramos a un cataclismo nuclear o ecológico y comenzáramos de nuevo la imponente tarea de reconstruir la civilización desde cero. Sabiendo lo que sabríamos acerca de las causas de la catástrofe, ¿no haríamos bien en probar esta vez la vía socialista?”[2]
Si bien pudiera parecer que todo esto resulta demasiado para una simple producción, por otra parte bastante espectacular, el mérito de von Trier reside en otra parte (aunque tampoco en consideraciones que posiblemente también escapen a sus intenciones), sino mejor en la capacidad para coligar nuestros miedos inconscientes con la nueva propagación de una economía del miedo que acaba teniendo un impacto brutal en las subjetividades y los cuerpos y que prefiguran el cuadro psicótico (como advenimiento) de lo que Julia Kristeva definió una vez como “las nuevas enfermedades del alma”.[3] El capitalismo de ansiedad reaparece como depresión, tristeza y melancolía. Mientras muchos le cojen el gusto al término de lo bipolar para tachar cualquier sospecha de desorden psíquico, otros se erigen en figuras ejecutivas de la propagación del miedo alentando a ese poder fáctico abstracto denominado como los mercados (en el papel de “la bestia”). Que existe una relación directa en la propagación de estas nuevas enfermedades del alma (o aquellas otras viejas) con el desarrollo de la forma capitalista es algo que muchas personas con un mínimo de perspectiva histórica podrían corroborar, a excepción claro está de los propios psiquiatras. En lo que Kristeva se equivocó no fue en la descripción de los síntomas sino en la paleta de color, pues su sol era negro mientras que éste es azul (¿acaso no es el sol otro planeta más?).[4] Al director danés no le quedaban muchas opciones en la gama; descartados el color rojo y el verde por su simbolismo obvio, y el naranja por su asociación con las socialdemocracia europeas, y el amarillo no es un color plausible para un planeta, el azul claro parecía la mejor opción por la que decantarse. ¿Nos suena de algo?
El recorrido que realiza la película es de libro: la depresión de Justine se da dentro del orden de lo simbólico mientras que su recuperación progresiva va coincidiendo con la llegada del planeta azul en lo que es su entrada inexorable en lo real lacaniano. El retorcimiento sádico de von Trier llega hasta el nombre de la protagonista que interpreta Kirsten Dunst, Justine, quien se abandona ofreciéndose desnuda al goce extasiado ante el irresistible influjo de la luz blanca irradiada por Melancholia, en una de esas escenas surrealistas por las que el visionado de la película se convierte en obligación. Aunque hay material suficiente para el psicoanálisis y la determinación del cuadro psicótico de Justine, Melancolía avanza en una dirección donde la amalgama de postales de gran belleza sublima el contenido solo al precio de añadirle una mayor carga de significación. De este modo, el renacentismo y el romanticismo, el modernismo estético y el simbolismo comienzan un funesto baile macabro de proporciones inasimilables; la escena de la sala renancentista, como inspirada en alguna pintura misteriosa, con el ciprés al fondo ardiendo es difícil de interpretar, como también lo es la estampa del caballo negro descomponiéndose. Von Trier parece remontarse al hombre del renacimiento y la razón de la ciencia para someterle a una operación quirúrgica de desbordamiento, suplantada por la exhuberancia del romanticismo y el nihilismo trágico.
El director (el artista) ha tenido la elegancia de no seleccionar entre sus estampas el famoso grabado Melancolía I de Durero, una de las obras de arte más estudiadas e interpretadas de la historia y uno de los hitos del psicoanálisis, y donde los utensilios de astronomía yacen por el suelo, aparcados ante la mirada saturniana del personaje. El desafío a la razón humana, a la ciencia, (en un movimiento contra los valores del hombre moderno que comienza en el Renacimiento) es una constante: Claire (Charlotte Gainsbourg) diciendo, “¿y si los científicos se equivocan?” ante la fe de su marido (Kiefer Sutherland).
Pero la relación con el grabado de Durero está ahí, bien presente, en el personaje de la ciencia; la tecnología casera inventada por el niño a base de unos alambres arruina toda la tecnología de telescopios del investigador científico amateur en el que se ha convertido el personaje de Sutherland, y su fe en la razón instrumental queda arrojada al cubo de la basura por la precisión infalible de uno simples aros de metálicos. Entonces el final está cerca, ya no hay salida. (El antihumanismo de von Trier irrita a la moral y al pensamiento humanista de la misma forma que Marx, Nietzsche, Freud y Foucault irritaron a las mentes bienpensantes). El antihumanismo de von Trier, su sentido trágico, nos es necesario. El artista no solo resiste, sino que molesta, estorba. Una molestia solo comparable a la indignación de aquel espectador que se quejaba furiosamente en un foro sobre el comentario estúpido de otro espectador situado detrás suyo y que, después de la escena final, y cuando los títulos de crédito comienzan, exclamó: “pues qué bien, ya no habrá secuela”.
Lars von Trier juega con los géneros, y si en Dogville es el distanciamiento y extrañamiento brechtiano el generador del sentido, aquí el Romanticismo alemán funciona como desencadenador emocional, ejemplificado en el preludio de Tristán e Isolda de Wagner. Pero el danés no es ni continuador de la estética de Brecht ni seguidor de ningún ideal del XIX, sino más bien un artista contemporáneo cuyo posmodernismo le permite coger el método de cada uno para servirse de ellos con una voluntad intencional. La manipulación del espectador es una de sus marcas (desvelándose en esa manipulación una de las premisas de todo arte). Pero el simbolismo de Melancolía va mucho más lejos, y uno no es capaz de comprender del todo la función de Malevich siendo sustituido por Brueghel el Viejo o por la Ofelia del prerrafaelista John Everett Millais.
Melancolía es dura como un diamante negro; duele, angustia, penetra en el sistema nervioso, no por la vía del sentimentalismo sino casi por inducción química, o extrasensorial.
Melancolía es dura como un diamante negro; duele, angustia, penetra en el sistema nervioso, no por la vía del sentimentalismo sino casi por inducción química, o extrasensorial.
[1] Fredric Jameson, Las semillas del tiempo, Trotta, Madrid, 2000. La frase exacta es la siguiente: “Parece que hoy en día nos resulta más fácil imaginar el total deterioro de la tierra y de la naturaleza que el derrumbe del capitalismo; puede que esto se deba a alguna debilidad en nuestra imaginación”. p. 11.