Las posibilidades para una nueva televisión aún no han sido exploradas del todo. A pesar de las reformas llevadas a cabo por diferentes gobiernos (como la intentada por gobierno con su “comité de sabios” a la cabeza), la máxima potencialidad del aparato está aún por alcanzar. Simplemente no interesa. Sin embargo, recientemente hemos asistido a un debate social sobre los modos de televisión. No podía ser que esta influencia mayor que moldea conciencias no fuera objeto de las más altas prioridades de los gobiernos. Pero cuando se habla de reforma de la televisión pública, de lo que realmente se habla es de su contenido, de mejorar su lado cultural y su función instructiva o, en todo caso, de ese oxímoron denominado “televisión de calidad”. En último término, la discusión tiende hacia el lado moral, pero al aparato, a su estructura, ni se la menciona. El problema se plantea como una cuestión de fondo, no de forma, cuando es bien sabido que es ésta, en este caso, la manera de hacer televisión, la que altera el producto.
La emergencia del reality –unido a la reinvención del género documental sensacionalista– puede verse como el mejor ejemplo de la aplicación de ciertas reglas representacionales radicales (restricción, transparencia, ruptura de la ilusión), y podrían llevarnos a pensar en un posible caso de innovación en el medio que afecte al conjunto del aparato estructural. Esto, que en apariencia podría suponer una revolución en el sentido que Walter Benjamin otorgaba a los medios de comunicación de masas –autor como productor, audiencia pasiva tornada en activa, el ser humano “sin cualidades” como protagonista, reinversión de los ordenes preestablecidos y demás–, acabaría como una lejana promesa. A fin de cuentas, los medios de producción permanecen en manos de los mismos, cadenas públicas o privadas, no en manos de la gente. Las reformas son parciales, el aparato permanece intacto.
En sus teorías sobre la radio, Bertolt Brecht aconsejaba las innovaciones en lugar de las renovaciones: “Mediante sugerencias continuas, incesantes, para la mejor utilización de los aparatos en interés de la comunidad, tenemos que estremecer la base social de estos aparatos, discutir su empleo en interés de los menos”. Pero a su vez, no es por casualidad que la televisión no pueda pensarse a sí misma de manera crítica. El cuestionamiento de sus cimientos no está de momento entre sus planes. Entonces, quizás debamos mirar a aquellos territorios que nos hablan de la televisión sin ser parte de ella.
Lo cierto es que la creatividad televisiva, lejos de haber entrado en barrena, parece haber encontrado en la explotación sentimental un filón inagotable. Nos es difícil imaginar hoy la existencia de formas de hacer televisión al margen de la tele-realidad y la vida en directo. Más bien lo sorprendente es que al medio le costase casi cincuenta años desarrollar el concepto de reality show, es decir, la televisión en estado puro.
Hoy día la lucha que las cadenas públicas mantienen contra las privadas parece decantarse favorablemente hacia las segundas, pagando las primeras las consecuencias del auto-saneamiento exigido por códigos morales, en clara alusión a la denominada “telebasura”. En España esta lucha tuvo lugar entre los dos programas de mayor audiencia: Gran Hermano y O.T. En plena oleada de conservadurismo político, la comentada "basura" del encierro en la caja de cristal vigilada fue literalmente "ennoblecida" por la nueva cultura del sacrificio y el éxito de los aspirantes a cantantes.La opinión pública pareció entonces relajar su lucha contra ciertos modelos perniciosos de televisión. Pero a un nivel de radicalidad representacional, de televisión pura, lo trasgresor era Gran Hermano, no O.T. Lo cierto es que muchos jóvenes y adultos ven en la esfera privada el único espacio en el cual imaginar cualquier sentido de esperanza, placer o posibilidad. La huida de lo cotidiano y la rutina diarias conduce paradójicamente a las realidades inmediatas de nuestros vecinos. Satisfacciones privadas como salida a desórdenes públicos. El mensaje escondido aquí es el siguiente: “Cuando el mundo te afecta, pero tú no puedes afectar al mundo”. O también: “Degrada primero tu vida. Después, véndela”.
Este repliegue en la privacidad lo que nos enseña son las enormes dificultades que tenemos cuando tratamos de imaginar una esfera pública participativa, abierta y pluralista. Para alcanzar una democracia participativa uno de los primeros requisitos es que la participación no esté sujeta a la obtención de beneficios inmediatos usufructuados por terceros. Para que la televisión fuera democrática, el propio aparato y sus medios de producción deberían pertenecer a todos aquellos que hoy permanecen secuestrados, en el sentido figurado y real del término: los participantes de GH y otros similares. Los televidentes permanecen igualmente rehenes, a pesar de que expresiones como “la tiranía de la audiencia” o el voto por sms equivalgan a simples parodias de democracia.
Cuando el derecho a la intimidad se convierte en una reivindicación, a nadie se le escapa que una de las maneras de mantener una fluida relación con el mundo exterior pasa a través del contacto a distancia. La vida a través del mando a distancia y el control remoto no sólo son posibilidades entre una amplia oferta de consumo –de teletiendas a la venta por catálogo– sino que también constituyen para muchas personas canales para la transmisión emocional. La capacidad de los medios para fabricar historias es infinita y ya no sabemos dónde están los límites de esta imitación a la vida que es la televisión.
Toda esta avalancha sólo puede entenderse desde esa especie de cultura confesional que parece rodear la vida contemporánea. Confessions intimes, en la TF1 francesa, es uno de esos programas donde bajo títulos como “Te amo, te odio, yo también”, “Quiero que mi hermano me perdone”, “Soy una mujer autoritaria” o “Mis hijos son perezosos”, la cámara se inmiscuye en la vida privada de personas corrientes. Confessions face au caméscope es un momento concreto del mismo programa, cuando el/la protagonista se dirige a la cámara y habla, literalmente confesándose, a la manera moderna, secuencia que incluye la señal roja de rec en el marco de la pantalla como garante de documento no falseado, sin manipular, en bruto.
Este fenómeno de las confesiones impúdicas parece un síntoma más de esta nueva forma de lo público esbozada con retazos de intimidad: desnudamiento del yo y revelación. Pudor en venta. Cortinajes que ocultan y desvelan parcialmente la verdad. Secretos a voces y transparencia opaca. Strip-tease moral como exhibicionismo. No en vano, a la habitación decorada con recortes a lo Matisse donde los participantes del GH acuden a desahogarse se la llama “confesionario”. Toda esta creciente cultura de la confidencia –donde el secreto confesional del cura permanece como un lejano recuerdo– se mantendría a flote entre el sutil abismo que existe en el juego de la verdad y la mentira. Y’a que la vérité qui compte (Sólo importa la verdad), programa de éxito de testimonios en la pública francesa, reincide en esta misma cuestión acerca de lo verdadero. De hecho, el grado de perfeccionismo ha llegado a un punto tal que el mismo formato de realidad ha pasado a ser sólo eso, un formato, una técnica, un método. Esta relativamente sencilla técnica de realidad como generadora de ficción (en el fondo una ilusión producida por la concatenación de falsedad más falsedad) es aplicable a cualquier género de hoy día, desde el cine de autor al denominado falso documental, de la pornografía al gonzo. La palabra reality designa una categoría, un género de propio derecho.
Como rasgo significativo, los realities son a su vez auténticos paradigmas espacio-temporales desde el momento en que la mayoría están situados en diversos tipos de enclaves. Con su propia geografía limitada, un marco espacio-tiempo prefijado es definitorio de su ontología y su dinámica interna. No por casualidad muchos de estos realities están centrados en el confinamiento (el modelo Big Brother es aquí el dominante) o en una libertad exploratoria vigilada como L’île de la tentation (La isla de la tentación), o ese otro en el que un grupo de jóvenes subidos de tono son reunidos bajo un horizonte de promesas lleno de ligues pero bajo la mirada supervisora y castradora parental. Todos estos enclaves guardan cierta semejanza con ciertas representaciones de las Utopías –como las soñadas en islas– o con las instaladas en la mayor de las abundancias, o tal vez con esas otras ideadas en las restricciones y privaciones más absolutas. El encierro foucaultiano hace aquí una fugaz aparición especular. Más allá de cualquier encierro perversamente ideado como fórmula de entretenimiento, lo real es imposible de imitar. Lo real del reality se asemeja a un sucedáneo de la vida real.
Pero para realizar una mejor genealogía de la confesión siempre resulta enriquecedor acudir a Michel Foucault, de nuevo, en concreto a su primer volumen de la Historia de la sexualidad, La voluntad de saber, donde el dispositivo de sexualidad en la época victoriana gira hacia su discurso, su oralidad, donde hablar de sexo y confesarse se retroalimentan. El puritanismo victoriano (más tarde moderno) supone una verdadera explosión discursiva en torno y a propósito del sexo. El libro My Secret Life constituye un buen antecedente. Escrito por alguien anónimo, o también conocido simplemente como Walter, fue publicado entre 1888-1894 en Ámsterdam. Considerado obsceno y pornográfico ha estado prohibido durante decenios. De subtítulo “El diario sexual de un caballero victoriano”, narra las aventuras sexuales de un libertino inglés; el propio autor. Una pregunta emerge aquí: ¿podemos hallar paralelismos entre el tratamiento de la sexualidad en tanto que relaciones de saber-poder con estos nuevos dispositivos emocionales basados en lo íntimo?
En cualquier caso, entre ambas esferas se establecería un factor de discurso que haría cristalizar estas relaciones –de sexo (o intimidad) con poder– y que Foucault denomina como “el beneficio del locutor”. No hay difusión sin comentarista como no hay pecado sin cura.