En tiempos recientes, a raíz del caos
producido por el terrorismo internacional, hemos asistido a un colapso de las
nociones de seguridad, orden y conflicto. Esto es algo que cualquiera
reconocerá, si bien hay una diferencia en el hecho de que gente anteriormente
confinada a un lugar preestablecido, con conciencia principalmente local, está
comenzado a imaginar y a repensar los sistemas invisibles que rigen el mundo en
su totalidad, y por lo tanto también sus vidas. El 11-S puede verse ya como la
fecha clave del surgimiento de una esfera pública global. Individuos a lo largo
y ancho del globo (ya colectivizados bajo la rúbrica de espectadores o
públicos) pueden ahora obtener cierta sustancia proveniente de los periódicos y
otros media, para acto seguido reformular su propia idea crítica global del
estado de las cosas. Momentos de sobre-exceso de información donde es posible
aislar fragmentos de realidad para comprobar si debajo del sesgo de ese
pedacito aislado somos capaces de descubrir la llave de nuestra situación
global colectiva.
Existe también la extendida idea de que
sólo cuando algo ocurre lo bastante cerca de uno, es posible empezar a tomarse
las cosas seriamente. La coyuntura actual de sobresalto se presta al juego de
la predicción, la especulación y el deseo de ganar terreno al control del día
después. En la radio se habla del nuevo desorden internacional.
En esta nueva esfera pública global, como
la teórica Susan Buck-Morss ha definido, analizar el curso de los
acontecimientos, ¿es necesario resucitar para estos tiempos modernos la vieja,
setentera y excitante trama de las teorías conspirativas y el complot como
estrategias analíticas al servicio de la explicación de la realidad? La
creencia en la existencia de las conspiraciones es como la superchería.
La totalidad como conspiración. Éste era
el título de un texto de Fredric Jameson donde el teórico norteamericano
ofrecía una teoría de la conspiración en relación a formas de cultura
(principalmente cinematográficas) donde lo que cuenta es “el propósito y el
gesto, y no estar convencido de la verosimilitud de ésta o aquella hipótesis
conspirativas”, pues es en este intento de aventurar hipótesis donde se realiza
el deseo de trazar mapas cognitivos que designen la totalidad ausente o lo
irrepresentable.
Esto es algo que ocurre históricamente en
momentos de crisis: Watergate, la guerra fría, la ex Unión Soviética, Irak,
etcétera. Instantes cinematografiables todos ellos. Nuestro recuerdo permanece
gracias al imaginario del cine. La fantasía de que el Pentágono está agujereado
como una madriguera por galerías subterráneas que bien podrían equivaler en
kilómetros andados a los pasillos del edificio de arriba. Pero la ficción no es
más que la realidad de vuelta de todo.
Existe un abuso de las teorías
conspirativas para explicar cualquier acontecimiento nacional o internacional
sólo comparable a la fascinación y atracción que esas mismas teorías ejercen.
Éstas han servido para explicar tanto el asesinato de Kennedy como la
desaparición de Brian Jones, miembro fundador de los Rolling Stones fallecido
bajo extrañas circunstancias, pero también se han convertido en tendencia de
análisis político tanto para la derecha como para la izquierda.
La hipótesis de que los acontecimientos
no son fruto ni del azar, ni mucho menos de la lógica de las instituciones y
sus correspondientes políticas sino son el resultado de obstinadas
maquinaciones secretas de individuos antidemocráticos reunidos, actuando en la
sombra y usando maniobras excepcionales.
La conspiración también como un método
para sublevar el orden establecido, pero, ¿cuál? Para alguien como Brecht, el
del comunismo o “Gran Orden”. O el capitalismo como “Gran Desorden” y viceversa.
Dialécticamente ejemplificado en este fragmento: “De momento estáis aquí
dispuestos para el gran desorden, luego tendréis que estarlo para el Gran
Orden. En realidad, para vosotros se trata de poner orden en vuestros asuntos,
al hacerlo, crearéis el Gran Orden”. Y añade: “Las malas experiencias que
habéis tenido con el Gran Desorden puede que os guíen un poco…”
La seducción y el misterio que provocan
estas teorías siempre sorprendentes de la conspiración, y que hoy día sirven
para cualquier acontecimiento, se explica en parte en que en su tentativa a
trazar hipótesis muchas veces inverosímiles, reflejaría alegóricamente este
Gran Orden Mundial ausente.
¿Qué era sino sutil conspiración la
guerra de desprestigio entre ciudades rivales, principalmente Londres y París,
en su lucha por ser sede olímpica? ¿Interpretaba Chirac un papel de teatro
comentando la escasa calidad culinaria de los británicos? ¿Simples golpes bajos
que no vienen a cuento? ¿ Qué decir acerca de la incómoda pregunta del monarca
Alberto de Mónaco a la candidatura de Madrid en materia de seguridad
anti-terrorista un día antes del 7-J? ¿Una pregunta insidiosa y casual
proveniente de un intento desestabilizador por parte de algún rival?
Ya hemos empezado aquí mismo a urdir
teorías, pero éstas no son más que eso, simples teorías. Sin embargo, el grado
de especulación que conllevan animan a crear un juicio crítico en el seno de
grupos de análisis e personas con sentido crítico. En el fondo, todos tenemos
nuestras propias teorías al respecto en base a ésta o a aquella hipótesis
pergeñada por este medio de comunicación o aquel otro. Y este juicio crítico
forma parte ahora de una esfera pública globalizada a escala mundial. Slavoj
Zizek nos recuerda que “hoy, el colmo de la ideología sería el rechazo
crítico-ideológico autosatisfecho de las teorías conspirativas como meras
fantasías” para acto seguido comentar que la destrucción de la red de
transportes de Los Angeles no fue una expresión de la lógica objetiva del
capital sino el resultado de una conspiración efectiva por partes de compañías
auto-motrices, constructoras de caminos y otras fuerzas en el desarrollo
urbano.
Otra autoridad en la materia, Don
DeLillo, autor de la voluminosa reveladora y metafórica Submundo (Circe), ha
sugerido que nuestra pasión contemporánea por las teorías de la conspiración es
en parte una reacción a la secularización de nuestra época – fantaseamos con
una autoridad invisible, poderosa, pero conocida e identificable-.
Esta fascinación arquetípica está
descrita irónicamente como lugar en el siguiente pasaje de Submundo: “Había un
lugar llamado el Café de la Teoría de la Conspiración. Estantes llenos de
libros, bobinas de películas, cintas magnetofónicas, informes oficiales del
Gobierno encuadernados en tapas azules”.
Los anteriores narraciones conspirativas
(residuos de la guerra fría, espionaje industrial, Doctores Strangeloves y
demás) son antiguallas que renacen a la luz de nuevos géneros. La anterior
literatura conspirativa (la gran novela norteamericana de Thomas Pynchon a
DeLillo) deja paso ahora a una ciencia ficción asentada en el presente.
En este contexto, es preciso analizar
formas de narración visual y textual.
Mundo espejo (Minotauro,
2004) hasta ahora la última novela del autor de Neuromante, William Gibson, sitúa la acción en un esquema de
espionaje donde la conspiración ya no es la de los gobiernos ni tampoco la de
las super-potencias, ni siquiera la de las grandes corporaciones
multinacionales, sino la mediana escala de los free-lance cazatendencias con
sus hipersensibilidades hacia las marcas. Una conspiración que también es
global. Orbitando alrededor de Londres, Tokio y Moscú en una delirante
secuencia de análisis estilísticos, fobias y sutilezas del mercado.
Aquí, las técnicas conspiratorias son
sencillas, equivalen a generar rumores, dejarse caer por un bar para acto
seguido mencionar en voz alta al hilo de una conversación éste o aquel producto
que todavía no existe. Ver los efectos en la gente. Generar nuevos modelos de
comportamiento y consumo. En esto se ha convertido la conspiración, en generar
nuevos patrones de consumismo.
Gibson sitúa por primera vez en su
escritura los acontecimientos en el presente. Nos encontramos en un momento
donde la ciencia ficción como producto colectivo se refunde con el género del
espionaje y el complot, no ya en ningún futuro cercano, sino en el mayor de los
presentes convertido ya en escenario de zozobra. Otro ejemplo no muy lejano, Milenio Negro (Minotauro, 2004) de J. G.
Ballard, el más distópico de todos los novelistas actuales, es otro de esos
libros basados en un presente que funcionan como escenarios de futuro que se
adelantan a los acontecimientos. Como si la fantasía de cualquier escritor de
ciencia ficción no fuera ya imaginar el futuro, sino predecirlo. Conspiradores
del futuro. La clase media de Inglaterra inicia una revolución en las lujosas
urbanizaciones de Chelsea Marina. Escribe Ballard: “Allí empezó la revolución
de la clase media: no el levantamiento de un proletariado desesperado, sino la
rebelión de la clase profesional que era la flor y nata de la sociedad”. Esta
rebelión genera formas de violencia incontrolada, salpicadas por un atentado
con bomba en la Terminal 2 de Heathrow con la ex-mujer del protagonista como
víctima. “La clase media era el nuevo proletariado, la víctima de una
conspiración secular, que por fin se deshacía de las cadenas del deber y de la
responsabilidad social”. Si bien, lo que la novela parece respirar más que el
ambiente terrorista de Londres, es ese otro olor a multitudes, manifestaciones
anti-globalización con sus formas de violencia anti-sistema. A la luz del
presente, la confusión lo contamina todo.
Lo decía DeLillo: la secularización
creciente tiene la culpa. Pero nunca hay conspiración sin su otro par, que la
recorre y le es consustancial en su función y en su forma, y que no es otro que
la paranoia, ahora colectivizada. La paranoia como fantasía de la conspiración
contra uno o una. Inicialmente individualizada (pues la paranoia es básicamente
egocéntrica y vinculada el ego) y ahora trasmutada ya en producto colectivo, al
igual que la ciencia ficción.
Un mundo subterráneo de cables y
conexiones, grandes hermanos, inspectores de internet y cámaras de vigilancia
controlando el espacio público 24 horas alimentan este delirio paranoico. La
vigilancia de la más estricta intimidad y el control de la mala privacidad en
nombre de la seguridad.
El deseo paranoico (a la inversa que la
esquizofrenia) es típicamente derechista según Deleuze y Guattari. Sólo así se
explica el populismo que rodea a las teorías conspirativas, ahora también
usadas profusamente por estamentos progresistas. Esto no lleva a considerar un
nuevo estadio; aquella de las teorías paranoicas de las conspiración.
Pero el último eslabón debamos quizás
trazarlo en la forma de conspiración más inimaginable, terrorífica e igualmente
irrepresentable, aquella que la une con el bíblico Apocalipsis, el fin del
mundo.
Si La
guerra de los mundos, Steven Spielberg reinterpretando a H. G. Wells, nos
ha permitido regresar a un momento pre-trauma y contrastar el antes con el
después, el pasado con el presente, quizás sólo nos quede ver películas de
entretenimiento como retratos alegóricos esperando que nos informen
fehacientemente del estado de las cosas aunque sea en su caótica y progresiva
autodestrucción.